La situación del país cambiaba mes a mes, semana a semana y día a día. Pero jamás se me hubiese ocurrido que mi cabeza cambiaría segundo a segundo, yendo y viniendo rápidamente en el mismo espacio.
Como médico forense del poder judicial, había escuchado innumerables historias y anécdotas, casi siempre magnificadas, modificadas y sobre todo adaptadas al contexto en que se contaban, haciendo quedar bien alguno y pésimo a otro. Como toda historia, el que la relata observa los rostros, las miradas de los oyentes y tantea las palabras justas para producir el efecto deseado con su relato.
Escuchábamos en cada hecho que trabajábamos, las experiencias de nuestros compañeros con más antigüedad. Ellos se las sabían a todas, habían pasado por todas, habían tenido cientos de casos iguales. Más allá de la soberbia o supremacía con la que solían hablar, trataba de aprender y sacar esos pequeños datos sutiles, que probablemente ni siquiera notaban que dejaban entrever. Uno siempre aprende, incluso de los que saben menos.
Por la dinámica de esa guardia y el azar (o el destino), estuvimos desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche, viajando por diferentes puntos de la provincia (Toledo, Laguna Larga, Sebastián Elcano, San Francisco, Arroyito). La gente nos decía “la parca”, simplificando nuestro trabajo a la minimalista función de “levantar muertos”. Desconocían, por supuesto, que la simple tarea de levantar muertos, no sólo traía aparejada la changuita de convivir con la muerte a diario. No era la muerte en sí, sino el entorno, la familia que quedaba con el estigma de la muerte violenta. Cuerpos víctimas de la violencia y la miseria humana. Cuerpos víctimas de otros cuerpos. Cuerpos que antes fueron abuelos, padres, hijos, hermanos, amantes, esposos, empleados. Cuerpos que antes eran personas. Personas que ahora, cuando llegamos nosotros a levantarlos, pasaban a ser cosas. Aprendí con el correr de los años, que la muerte te cosifica. Antes de morir, sos alguien, después de morir, sos algo (por lo menos para la justicia). Eso me quedó claro desde muy temprano. Si en un ataque de locura y violencia descuartizabas (literalmente) alguien con vida, alguien a quien aún el corazón se le contraía, alguien a quien el cerebro le descargaba un estímulo eléctrico, estabas matando o despedazando a una persona. Pero si ese alguien justito antes que lo mataras, se moría del susto por verte con un cuchillo y con cara de loco, y después lo descuartizabas, para la Justicia estabas trozando una cosa. Eso lo había entendido muy pero muy bien.
Sin embargo, aquella noche en plena villa, los límites se iban a ir borrando de a poquito, poniéndose nublados, penumbrosos. Se iban a ir debilitando como las líneas de la ruta en una noche de lluvia y bruma. Esos límites entre persona y cosa, desaparecieron de a poco, como el dolor del desengaño o desamor.
Después de haber estado todo el día lidiando con la muerte concreta, íbamos a terminar lidiando entre alguien y algo; entre una persona y una cosa. Y ahí, en ese mismo instante, en esos segundos ínfimos, los años de experiencia de todos los que estábamos alrededor de la escena, se volatilizaron. No quedó absolutamente nada. Ví la incertidumbre en los más viejos, los cancheritos, los de la mano derecha metida en el bolsillo, con la campera desprendida, mirando por encima del marco de los lentes, mientras el resto intentábamos hacer algo por ese alguien o por esa cosa. Ni siquiera eso podíamos definir. En esa escena surrealista vi temblar varias bocas (sobre todo el labio de abajo), vi esquivar miradas, vi la distracción mal actuada. Vi lo peor, vi lo mejor. Lo vi a todo resumido en tres o cuatro minutos. Vi a médicos de urgencias actuar de jueces, vi a policías actuar de médicos, vi a vecinos actuar de jurado, a otros de testigos, a otros de fiscales. Vi a todos alrededor y a nadie a la vez.
Mientras volvíamos de “levantar el sexto muerto del día” para la gente en general o de “cooperar en el sexto hecho del día” para nosotros en particular, sonó el celular de Ricardo, el conductor de la camioneta.
Agarré su teléfono y desplacé mi dedo índice por la pantalla táctil.
Esquivé la provocación innecesaria con cierta dificultad. Notaba que ya a esa hora, y después de ese día de trabajo, mi paciencia no era la misma.
Agarré la lapicera azul que se me había caído al piso más de veinte veces ese día. Le saqué el capuchón con los dientes. En una mano tenía el celular y en la otra la hoja para tomar nota. Escuché con atención. Más que una dirección, me indicó cómo llegar. No había nombres de calles, ni números. Era una villa. Y la gente de la villa vive en manzanas, lotes y “casas”. Cual batalla naval, me dijo Manzana 4, lote 7, casa 5. Hasta en eso los gobernantes forrean a los más humildes. Ni siquiera la dignidad de darles una calle con nombre. Sólo números y lotes, como si fuesen ganado. Mientras esos pensamientos recorrían mi cabeza, sentí un gusto entre amargo y salado. Pensé que era parte del mismo malestar que tenía, pero ni bien me saqué el capuchón de la lapicera de la boca, noté que no era una sensación. Ese capuchón estaba manchado con sangre seca. Probablemente en una de esas tantas caídas, había estado en contacto con sangre de alguno de los muertos que había tocado ese día. Sentí objetivamente el gusto amargo y salado de la muerte.
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