Un estremecedor relato de J. G. Ballard | 09 ENE 19

Unidad de Cuidados Intensivos

Un cuento distópico publicado en el libro "Mitos del futuro próximo" (1982) que lo dejará pensando..., y temblando
Autor/a: James Graham Ballard "Mitos del futuro próximo" (1982)
INDICE:  1. Relato | 2. James Graham Ballard
Relato

Unidad de Cuidados Intensivos
J. G. Ballard (Mitos del futuro próximo,1982)

Dentro de unos pocos minutos comenzará el próximo ataque. Ahora que por primera vez me rodean todos los miembros de mi familia parece muy indicado que se realice una grabación completa de un hecho tan único. Aquí tendido –pudiendo apenas respirar, la boca llena de sangre y cada temblor de mis manos reflejado en el atento ojo de la cámara que está a dos metros de distancia–, comprendo que a muchos les parecerá curioso el tema que he elegido. Esta película será, en todos los sentidos, el producto último del cine doméstico, y sólo espero que quien lo vea reciba una idea del inmenso afecto que siento por mi esposa, y por mi hijo y mi hija, y del afecto que ellos, a su manera única, sienten por mí. Ha pasado media hora desde la explosión, y en esta sala antes tan elegante reina el silencio. Yo estoy tendido en el suelo, al lado del sofá, mirando la cámara instalada fuera de mi alcance en el cielo raso, sobre mi cabeza. En esta inquietante calma, interrumpida sólo por la suave respiración de mi esposa y por el movimiento irregular de mi hijo sobre la alfombra, veo que casi todo lo que he armado con tanto cariño durante los últimos años ha sido destruido. Mi Sèvres está en la chimenea, roto en mil pedazos, los rollos de Hokusai perforados en una docena de sitios. Pero a pesar del extenso daño todavía se puede reconocer a esta escena como la escena de una reunión familiar, aunque de características un tanto especiales.

      Mi hijo David se agazapa a los pies de la madre y apoya la barbilla en la alfombra persa despedazada; una serie de manchas, las huellas que ha dejado con las manos, señala su lento avance. De tanto en tanto, cuando levanta la cabeza, veo que sigue vivo. Sus ojos me miran, calculando la distancia que nos separa y el tiempo que tardará en llegar a mí. Su hermana Karen está a poco más de un brazo de distancia, tendida al lado de la caída lámpara de pie entre el sofá y la chimenea, pero no le presta atención. A pesar del miedo, siento que me colma de orgullo el hecho de que haya dejado a la madre y haya emprendido ese inmenso viaje hasta mí. Preferiría, por su propio bien, que se quedase quieto y conservase las pocas fuerzas y tiempo que le quedan, pero avanza con toda la determinación que puede mostrar su cuerpo de siete años.

      Mi esposa Margaret, sentada en el sillón que mira hacia donde estoy yo, levanta la mano como para hacer una confusa advertencia y luego la deja caer fláccidamente en el embadurnado apoyabrazo color damasco. Distorsionada por la mancha de lápiz labial, la breve sonrisa que me otorga podría parecerle irónica y hasta amenazadora al espectador casual de esta película, pero yo simplemente vuelvo a quedar impresionado por su notable belleza. Mientras la miro, aliviado de que probablemente no vuelva a levantarse nunca más del sillón, pienso en nuestro primer encuentro diez años atrás, también, como ahora, bajo la mirada benévola de la cámara de televisión.

La idea insólita, por no decir ilícita, de encontrarme efectivamente en persona con mi mujer y con mis hijos se me había ocurrido tres meses antes, durante uno de nuestros prolongados desayunos familiares. Desde los primeros días de nuestro matrimonio las mañanas de domingo siempre habían sido especialmente gratas. Estaban los placeres del desayuno en la cama, de comentar los periódicos y todo lo que había ocurrido durante la semana. Después de sintonizar nuestro canal privado, Margaret y yo hacíamos el amor, celebrando la profunda paz de nuestros lechos conyugales. Luego llámabamos a los niños y mirábamos como jugaban en sus cuartos, y quizá los sorprendíamos con la promesa de una visita al parque o al circo.

      Todas esas actividades, desde luego, al igual que nuestra propia vida familiar, se las debíamos a la televisión. En esa época ni yo ni nadie había soñado con la posibilidad de encontrarse con otro personalmente. En realidad existían todavía, aunque casi nunca se las invocaba, ordenanzas antiquísimas que lo impedían: encontrarse cara a cara con otro ser humano era un delito punible (ante todo, y por razones que entonces no pude entender, encontrarse con un miembro de la propia familia, tal vez como parte de un antiguo sistema de tabúes de incesto). Mi propia crianza, mi educación y mi ejercicio de la medicina, mi noviazgo con Margaret y nuestro feliz matrimonio, todo ocurrió dentro del generoso rectángulo de la pantalla del televisor. Naturalmente, de la inseminacion de Margaret se ocupó AID y, como todos los niños, el único contacto que David y Karen tuvieron con su madre fue durante su breve vida uterina. Eso, no hace falta decirlo, enriquecía inmensamente, en todo sentido, la experiencia humana. De niño me había criado en el jardín de infantes del hospital, ahorrándome así todos los peligros psicológicos de una vida familiar físicamente íntima (para no mencionar los riesgos, estéticos y no estéticos, de una higiene doméstica compartida). Pero lejos de estar aislado, me encontraba rodeado de compañía. En la televisión nunca estaba solo. En mi cuarto me entretenía durante horas jugando alegremente con mis padres, que me miraban desde la comodidad de sus casas y alimentaban mi pantalla con un sinnúmero de juegos de video, dibujos animados, documentales sobre la vida silvestre y seriales de sagas familiares que en conjunto me abrieron el mundo. Mis cinco años de estudiante de medicina pasaron sin que necesitase nunca ver a un paciente en persona. Adquirí mi experiencia sobre anatomía y fisiología en la pantalla del ordenador. Técnicas avanzadas de diagnóstico y de cirugía eliminaban toda necesidad de contacto directo con una enfermedad orgánica. La cámara, con sus exploradores de rayos infrarrojos y de rayos X, sus instrumentos de diagnóstico computerizados, descubrían mucho más que cualquier ojo humano solo.

      Quizá yo fuese especialmente experto en el manejo de esos complejos teclados y sistemas –una sensibilidad en la punta de los dedos que era el equivalente moderno de las habilidades operatorias del cirujano clásico– pero al llegar a los treinta años ya ejercía la medicina clínica con notable prosperidad. Liberados de la necesidad de visitar mi quirófano en persona, mis pacientes simplemente discaban el número de mi pantalla de televisión. La selección de esas llamadas que recibía –el tacto para despedirme de un ama de casa menopáusica y atender a continuación a un niño disentérico, sin olvidarme de recibir por separado la consulta de los angustiados padres– demandaba una considerable dosis de talento, ante todo porque los propios pacientes compartían esas habilidades. Por lo general los pacientes más neuróticos los superaban ampliamente, presentándose con técnicas de montaje desarticulado, efectos agresivos de cámaras y pantallas de imagen múltiple que iban mucho más allá de los peores excesos del cine experimental. Mi primer encuentro con Margaret tuvo lugar cuando ella me llamó durante una atareada mañana de operaciones. Al echar una mirada a lo que todavía se conocía con nostalgia como “sala de espera” –la muestra visual donde se proyectaban breves perfiles fílmicos de los pacientes del día– habría comúnmente postergado para el día siguiente a cualquier paciente que se hubiese presentado sin una cita. Pero me sentí inmediatamente impresionado, primero por la edad de esa joven –parecía andar cerca de los treinta– y luego por su notable palidez. Bajo un pelo rubio cortado casi al rape, los ojos pocos brillantes y la boca delgada ocupaban un rostro casi ceniciento. Comprendí que, a diferencia de lo que ocurría conmigo y con todos los demás, ella no usaba maquillaje para las cámaras. Eso explicaba tanto sus frígidos tonos cutáneos como su apariencia poco juvenil: en la televisión, gracias al maquillaje, se habían desterrado para siempre las crueles divisiones cronológicas, y todo el mundo tenía veintidós años, fuera cual fuese su edad verdadera. Debe haber sido esa ausencia de maquillaje lo que sembró la idea de conocer a Margaret en persona, una idea que florecería diez años más tarde con consecuencias tan devastadoras. Intrigado por su apariencia inclasificable, deseché a los otros pacientes e inicié nuestra consulta. Me dijo que era masajista, y luego de un peámbulo cortés me planteó su problema. Hacía meses que andaba preocupada por un pequeño bulto en el pecho izquierdo que, sospechaba, podía ser canceroso.

Ningún médico veía jamás a sus pacientes desnudos, y el sitio de cualquier dolencia íntima era siempre indicado por el paciente mediante diagramas

      Ensayé una respuesta tranquilizadora, y le dije que la examinaría. En ese momento, sin advertencia, se inclinó hacia adelante, desabotonó la camisa y mostró el pecho. Sobresaltado, miré ese órgano inmenso, de por lo menos sesenta centímetros de diámetro, que ocupaba toda la pantalla de mi televisor. Un código casi victoriano de ética visual gobernaba la relación médico/paciente, lo mismo que todo otro vínculo social. Ningún médico veía jamás a sus pacientes desnudos, y el sitio de cualquier dolencia íntima era siempre indicado por el paciente mediante diagramas. Hasta entre las parejas casadas la exposición parcial de los cuerpos era una relativa rareza, y los órganos sexuales permanecían velados detrás de los filtros más vaporosos, o se aludía a ellos tímidamente mediante el intercambio de dibujos. Desde luego, funcionaba un canal pornográfico clandestino, y prostitutas de ambos sexos ofrecían su mercadería, pero ni siquiera las más caras aparecerían en vivo, sino que se cambiaban por una tira de película pregrabada que las mostraba en el momento del clímax.

      Esas admirables convenciones eliminaban todos los peligros del enredo personal, y esa liberadora ausencia de afecto permitía a todos los que así lo deseasen explorar el espectro más completo de posibilidades sexuales, y preparaba el terreno para el día en que todos pudiesen disfrutar sin culpa de las perversidades y hasta de las psicopatologías sexuales.

Mientras miraba el pecho y el pezón enormes, con sus geometrías inexorables, decidí que la mejor manera de tratar a esa joven de franqueza tan excéntrica era pasar por alto el hecho de que se hubiese apartado de la convención. Después que el examen infrarrojo confirmó que el nódulo que se sospechaba canceroso era en realidad un quiste benigno se abotonó la camisa y dijo:

      –Es un alivio. Llámeme, doctor, si alguna vez necesita un curso de masajes. Me encantaría devolverle el favor.

      Aunque ella todavía me intrigaba, yo ya iba a pasar los créditos dando por concluida esa extraña consulta cuando su oferta casual anidó en mi cabeza. Curioso por verla de nuevo, arreglé una entrevista para la semana siguiente.

      Sin darme cuenta, yo ya había empezado a cortejar a esa joven insólita. La noche de la cita casi sospeché que era una especie de prostituta novicia. Sin embargo, mientras estaba tendido en el canapé de mi sauna, discretamente vestido, manipulando mi cuerpo según las instrucciones de Margaret, no hubo el menor indicio de lascivia. Durante las noches siguientes nunca detecté un solo rastro de conciencia sexual, aunque a veces, mientras hacíamos juntos los ejercicios, mostrábamos al otro bastante más de nuestros cuerpos que muchas parejas casadas. Margaret, comprendí, era una mujer impúdica, una de esas raras personas sin sentido de la timidez y con poca conciencia de las emociones lujuriosas que pueden despertar en los demás.
Nuestro cortejo entró en una fase más formal. Comenzamos a salir juntos… quiero decir que compartíamos las mismas películas en la televisión, visitábamos los mismos teatros y las mismas salas de concierto, mirábamos las mismas comidas preparadas en restaurantes, todo dentro de la comodidad de nuestras respectivas casas. En realidad, a esa altura yo no tenía la menor idea de dónde vivía Margaret, si a diez o a mil kilómetros de donde yo estaba. Disimuladamente al principio, intercambiamos viejas películas de nosotros mismos, de la infancia y de la escuela, de nuestros sitios de temporada favoritos en el extranjero.

 

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