Abuso de antibióticos | 09 AGO 16

La victoria de las bacterias

La era de Fleming puede estar tocando a su fin. Y aún no tenemos un buen relevo
Autor/a: Javier Sampedro Materia / El País

La medicina es como la geología. No progresa de manera paulatina, sino que se estanca durante largos lapsos, puntuados por breves periodos de creatividad. Y de muerte. La duplicación de la esperanza de vida durante el siglo XX —de los 40 a los 80 años en los países occidentales— tuvo solo tres causas de excepcional importancia: el saneamiento de las aguas, los programas de vacunación y los antibióticos, desarrollados a partir de la penicilina de Fleming en la II Guerra Mundial. Pero los antibióticos se están muriendo de éxito porque los usamos tanto que hemos forzado a las bacterias a evolucionar para neutralizarlos. La era de Fleming puede estar tocando a su fin. Y aún no tenemos un buen relevo.

Que los antibióticos dejen de funcionar no implica que vayamos a volver a las eras oscuras de la lepra, el cólera y la tuberculosis, cuando la forma más sofisticada de guerra bacteriológica consistía en tirar una vaca infectada por encima de las defensas (no se rían: la peste negra que masacró Europa en el siglo XIV pudo muy bien empezar así). Las pandemias bacterianas que cambiaban el curso de la historia no volverán. No al menos mientras no arruinemos el alcantarillado y las campañas de vacunación.

Pero eso no resta un ápice de gravedad al problema. El año pasado murieron 700.000 pacientes en el mundo por culpa de la resistencia a los antibióticos y, de seguir las tendencias actuales, alcanzaremos los 10 millones en 2050. Lo peor de estos cálculos, sin embargo, es que obviamente no pueden tener en cuenta lo impredecible, y la tasa de evolución de las bacterias encaja en esa categoría. La evolución microbiana es bastante rápida cuando el entorno lo exige. Y el abuso de los antibióticos ha creado ya ese entorno. No solo en el mundo desarrollado, sino también en la parte del otro mundo que ha empezado a importar nuestras costumbres.

Hay hechos que son noticia porque acaban de ocurrir en el último día, y luego caen en el olvido con la misma rapidez. La resistencia a los antibióticos es noticia por todo lo contrario. Su percepción es tan antigua como la primera utilización extendida de la penicilina, durante la II Guerra Mundial. El mismo Ernst Chain que, junto a Walter Florey, purificó la penicilina y la llevó a sus primeros ensayos clínicos, descubrió ya en los inicios de los años cuarenta una enzima, la beta-lactamasa, que era segregada por otras bacterias y destruía el antibiótico con eficacia.

Los antibióticos matan a las bacterias, no a los virus ni a los hongos

La invención de los antibióticos fue un golpe de genio de Fleming, Chain, Florey y los demás clásicos del género. El final de la era de los antibióticos, sin embargo, se debe más bien a un mal hábito masivo, un paradigma de la estupidez colectiva, donde médicos, farmacéuticos y pacientes —es decir, todo el mundo— han colaborado durante décadas para arruinar la eficacia de una de las herramientas esenciales de la medicina moderna.

La situación ha ido empeorando paulatinamente hasta llegar a la calamidad actual. Los CDC de Atlanta (centros para el control de enfermedades de Estados Unidos, una referencia mundial en el sector) han calculado que los casos de sepsis (infección generalizada) aumentaron de 620.000 (en 2000) hasta 1,14 millones (en 2008) solo en EE UU, con el número de muertes superando las 200.000 en ese año, y todo indica que la tendencia se ha mantenido en el último decenio. Estados Unidos, obviamente, no es el país del mundo que está peor en esta cuestión. Solo es el que se ha tomado más en serio la obtención de datos al respecto.

 

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