¿Por qué la mentira tiene éxito? | 27 OCT 14

Charlatanes

"Las mentiras tienen las patas cortas pero los charlatanes las piernas muy largas". Un estudio antropológico de la charlatanería.
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“Soy un charlatán”
 
por IRINA PODGORNY
Museo de La Plata - CONICET, Argentina

 
En 1884, el darwinista Michele Lessona, profesor de Zoología y director del museo local de la universidad de Turín, publicaba una serie de historias de la vida piamontesa del Risorgimento. En una de ellas, relataba lo sucedido en la mañana de un sábado de 1864 en la plaza de Tortona, provincia de Alessandria. Al rayo del sol, rodeado de hombres, mujeres y niños, había visto a un caballero bien vestido, muy alto, rubio, de buen aspecto, voz sonora y simpática, pecho acorazado por cientos de cadenas de oro refulgente, parado en una carroza imponente, tirada por cinco caballos adornados con grandes penachos en la cabeza. Este caballero vociferaba rodeado de dos siervos de librea, un gran moro con camisa blanca y birrete rojo, y dos colosos que, con todas sus fuerzas, tocaban la trompeta. A cada lado del carromato se amontonaba la multitud, que escuchaba con la boca abierta. No sólo por admiración: el hombre de las cadenas de oro, con una llave inglesa en la mano, aprovechaba para ir arrancando, con golpe maestro, uno, dos o tres dientes, mientras gritaba:
“–¡Soy un charlatán, señores, sí, un charlatán; pero lo que hago lo hago bien! Vengan: no cobro, doy dinero a los pobres, sólo los ricos me pagan (...) Soy comendador, estudié en las mejores escuelas de Italia, hice mis pruebas en la Legión Extranjera en África; la reina de Inglaterra me gira cuarenta francos por día, tengo doce caballos, seis siervos, un médico y dos secretarios a mi cargo, recorro el mundo por gusto, por hacer el bien a ustedes, los pobres, y para hacer pagar a los ricos”.

Así hablaba el comendador Guido Bennati, dentista y cirujano-operador, nacido en Pisa alrededor de 1827, uno de los tantos médicos ambulantes que aún abundaban en las ciudades europeas de la segunda mitad del siglo XIX. Es difícil constatar el año en el que obtuvo el título de Comendador de la Orden Moral Universal de la Sultana Alina Deldir, famosa magnetizadora parisina, supuesta heredera del Gran Mogol. Lo cierto es que las crónicas de la década de 1860 ya lo incluyen con ese título.

Y AUNQUE “CHARLATÁN” PARECE DESIGNAR A UN IGNORANTE QUE, RIMBOMBANTEMENTE, PROMETE COSAS QUE NO PUEDE CUMPLIR, EN ITALIA SE DESIGNABA ASÍ A AQUELLOS PEQUEÑOS MERCADERES QUE FABRICABAN Y VENDÍAN UNGÜENTOS, COMPUESTOS CON HIERBAS CURATIVAS, BÁLSAMOS, COLIRIOS Y ACEITES, BAJO LICENCIA DE LA AUTORIDAD DE LOS PROTOMÉDICOS.

Los espacios públicos de la plaza y el mercado, recordemos, continuaban siendo uno de los escenarios privilegiados de charlatanes, cirujanos, magnetizadores y curanderos. Y aunque “charlatán” parece designar a un ignorante que, rimbombantemente, promete cosas que no puede cumplir, en Italia se designaba así a aquellos pequeños mercaderes que fabricaban y vendían ungüentos, compuestos con hierbas curativas, bálsamos, colirios y aceites, bajo licencia de la autoridad de los protomédicos. Estos personajes, además, traficaban falsas reliquias.

La figura del “charlatán” adquirió tal visibilidad en Italia que la palabra se adoptó en casi todas las lenguas europeas para referirse a esta actividad de médicos itinerantes y de feria. Para Guido Bennati, identificarse ante su público como “charlatán” significaba colocarse en un dominio diferente del gobernado por los doctores en medicina y los colegios médicos, que seguía sus propias reglas y que, por entonces, mantenía sus propios circuitos de legitimidad con relación a la administración de la salud. Y si bien los pacientes de Bennati surgían de las clases populares, no faltaban los ricos que se hacían operar por él a tarifas mucho más convenientes. Ambas estrategias se alimentaban entre sí: la fama de benefactor de la humanidad despojada ayudaba a crear una red de pacientes acaudalados no dispuestos a pagar más de lo necesario.

BENNATI TUVO LA SUFICIENTE SENSIBILIDAD E INTELIGENCIA PARA ADAPTAR ESTE ARTE A LOS NUEVOS INTERESES DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX, DONDE LOS MUSEOS, LAS COLECCIONES PALEONTOLÓGICAS Y LAS MOMIAS YA GENERABAN EL MISMO TIPO DE ATRACCIÓN QUE LOS SALTIMBANQUIS.

Bennati, como médico itinerante, circuló con sus carromatos, sus caballos y sus cambiantes socios por las provincias de Francia, las ciudades italianas, Mónaco y algunas regiones de España. Probablemente se haya embarcado en Cádiz a fines de la década de 1860 hacia América del Sur, donde moriría en 1898, en Buenos Aires, luego de haber recorrido la frontera sur, las provincias de Cuyo, el litoral del Paraná y el Uruguay, el Paraguay, el Chaco, las provincias bolivianas y las del Norte argentino. El Comendador se asoció con varios médicos que –como en otras sociedades entre doctores en medicina, sonámbulos clarividentes y profesores de magnetismo– hacían de gerentes y pantalla de sus negocios. Asimismo, iría cambiando de sirvientes y secretarios, que siempre cumplirían el papel de agregar un sabor no europeo a su comitiva. De esa manera, el moro y los colosos de Tortona fueron reemplazados en Buenos Aires por dos indias bolivianas.

Los “raros talentos” de Bennati contribuyeron a cimentar su reputación de “gran operador”: diversos sonetos escritos en Siena y otras ciudades celebraban la gloria del “sublime, sommo operatore”, que con mano magistral extirpaba tenias de raíz. Bennati era reconocido principalmente por dos cosas: las operaciones de quistes, tumores, hernias y cataratas, y la aplicación de una famosa “manteca” para la extirpación de verrugas y otras malformaciones cutáneas. La milagrosa pomada –autorizada en Parma en 1858 como “bálsamo del ejército”, remedio de uso externo– estaba compuesta por trementina, colofonia y sebo. Bennati, además de sacar dientes, promocionaba, a través de un billete, este bálsamo de su invención. Al billete le sucedía la demostración de curaciones cercanas a lo milagroso: esa misma mañana de 1864, que relataba Lessona, mientras sonaba el ruego del Moisés y el allegro de una sinfonía, Bennati aplicaba el ungüento con masajes lentos e intensos a un desgraciado que se presentaba en muletas. Rojo por la intensidad de las fricciones, en diez minutos despojaba al desconocido de una invalidez arrastrada por dieciocho años. La curación finalizaba con el coro de Norma: “Guerra, guerra, sterminio, vendetta”, que acompañaba el giro triunfal del enfermo y del Comendador por la plaza. Pero, en vez de recibir dinero del antiguo inválido, Bennati le daba dos escudos, lo embadurnaba con ungüento y lo encargaba a Dios. Durante las tres horas de despliegue de fricciones y prodigiosos alivios, el público aplaudía con frenesí y admiración, hasta que, fanfarria mediante, Bennati finalmente se despedía de la plaza. Su domicilio se atiborraba de interesados y en cuatro días el Comendador amasaba unas doce mil liras.

Estos recuerdos de feria apuntaban a una práctica artística en desaparición, en el marco de la reunificación italiana de 1859. Bennati constituía uno de los tipos de la “raza charlatanesca” y una muestra también del gusto decimonónico por la invocación de lugares exóticos como referencia a cierta universalidad de los poderes del taumaturgo y la importancia de los títulos y diplomas; así el espectáculo en la plaza se combinaba con un paseo por las más extrañas culturas. Bennati, de alguna manera, experimentaba con el montaje de una escenografía antropológica o etnográfica para sus terapéuticas. Sus itinerarios por las antiguas provincias del Plata le darían la oportunidad de perfeccionarlo, reemplazando la representación en la plaza por el “museo sudamericano” y recuperando, de este modo, el carácter de los primeros museos abiertos al público de la Inglaterra de fines del siglo XVII, planteados en estrecha continuidad espacial y sensorial con el mercado

Los escenarios de la cirugía de plaza, recordemos, incluían las carpas y las ferias, donde acudían los médicos viajeros, los “operadores” y los pacientes de hernias, cataratas, cálculos, quistes y verrugas, a curarse pero también a mirar y a aprender. El público de las ferias observaba con admiración cómo estos operadores profesionales devolvían la vista en un instante a los afectados de cataratas, en una suerte de escenario al aire libre. Las atracciones de saltimbanqui precedían estas demostraciones, anunciaban la próxima llegada del “operador” y, una vez iniciadas las sesiones de cura, distraían a los pacientes en espera de su turno. Las plazas de las ciudades italianas han sido llamadas “el gran teatro de la medicina charlatana”; allí, por siglos los espectáculos de los charlatanes permanecerán casi idénticos a los del teatro popular: los charlatanes y los actores llevan el mismo tipo de vida errante y su éxito se vincula a sus capacidades de hablar en público, organizar una puesta en escena y saber utilizar los gestos, las palabras, las astucias, los sobreentendidos y los dobles sentidos de sus espectadores.

Bennati tuvo la suficiente sensibilidad e inteligencia para adaptar este arte a los nuevos intereses de la segunda mitad del siglo XIX, donde los museos, las colecciones paleontológicas y las momias ya generaban el mismo tipo de atracción que los saltimbanquis: en América, el Comendador adoptaría la identidad de un naturalista viajero, promotor de la masonería y la riqueza de estas latitudes para el fomento de la inmigración europea. Armaría su gabinete médico con un museo igual de itinerante que su dueño, colaboraría con varias provincias en el montaje de sus muestras para distintas exposiciones nacionales o internacionales y, sobre todas las cosas, sabría explotar el valor agregado de la antigüedad local. Para 1880, el bálsamo del ejército se había transformado en una “crema incásica” descubierta en unas tinajas procedentes de una excavación arqueológica en Bolivia. La atracción de la ópera, por su lado, se había desplazado a las “momias incaicas” exhibidas en el museo del Comendador, testigos no tan mudos de épocas pasadas: como en el cuento de Poe, esas momias hablarían gracias a los poderes hipnóticos del doctor Bennati y se reirían de las imperfecciones del presente argentino.

Esta historia, de la que muchos dudarán, permite, sin embargo, vislumbrar que en los últimos charlatanes del “siglo del progreso” podrían buscarse algunas claves para entender los cruces múltiples y complejos que constituyeron la cultura de nuestro pasado siglo XX.

 

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