“Me consumo, pero no les parece suficiente”, se quejaba | 08 FEB 14

“Quiero morir porque amo la vida”

José Luis, con cáncer terminal, luchó por una sedación que acabó con su vida la semana pasada.

Emilio de Benito

“Quiero morir porque amo la vida”. A sus 63 años, José Luis Sagüés, madrileño de ascendencia vasco-navarra, tuvo que enfrentarse al sistema para conseguir su objetivo: “Decidir cuándo me muero”. Al final lo consiguió con la ayuda de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Esta ONG apreció en el hombre un estado de angustia y deterioro que consideró suficiente para sedarle, aunque ello tuviera como efecto secundario acortar su vida, algo que el servicio de cuidados paliativos que le atendía le negaba. Fue lo más que consiguió este luchador que tenía muy claro que no quería consumirse hasta el final. “Quiero despedirme con los míos, después de tomar un vino”. Según uno de los médicos que le atendieron al final, lo consiguió. “Fue como en la película de Las invasiones bárbaras, con toda la familia alrededor. Nos hicimos fotos y brindamos. Se despidió y luego le sedamos”, cuenta. La indignación ante la negativa del sistema a ofrecerle una salida (con la eutanasia prohibida, la única opción legal en España es una sedación terminal) le llevó a contar su historia a EL PAÍS.

Lo hizo el pasado 24 de enero. Su idea era esperar al 1 de febrero para solicitar el tratamiento definitivo. Pero no aguantó tanto. Un empeoramiento que sufrió el domingo 26 le hizo adelantar el proceso. Médicos de Derecho a Morir Dignamente, que certificaron su estado de “angustia física y psicológica”, le aplicaron el correspondiente tratamiento el lunes 27. Falleció al día siguiente.

Dos días antes de esa última crisis, en la cama de una luminosa habitación de la casita que Concha, su mujer —“a ella no le gusta, pero yo quiero que salga”, dice con picardía—, tiene en El Álamo, un pueblo a 40 kilómetros de Madrid, José Luis es un torbellino de ideas y citas. “No os creáis, me he tenido que meter de todo para aguantar esta entrevista. Hay veces que no puedo ni hablar”, casi se disculpa. La morfina y las anfetaminas le convierten en un conversador acelerado, y le provoca algún pequeño lapso que no enturbia su lucidez.
 
“Eso es lo que me pasa: cuando viene la médica de cuidados paliativos me dice que aguante, que todavía tengo la cabeza bien. Pero por eso mismo quiero irme ahora. No quiero esperar a consumirme, a perder la consciencia. Y ya me consumo, pero no les parece suficiente”, dice indignado. Fue —cuentan los médicos que le atendieron al final— lo mismo que le dijeron el lunes, después de la crisis del domingo por la noche en que llegó a caerse de la cama y que le llenó de inquietud por si perdía el control de la situación. “Ya ni pidió a los cuidados paliativos que le sedaran; sabía la respuesta”, dice el doctor que finalmente le atendió.

Profesor de Filología Alemana en la Universidad Complutense de Madrid, José Luis ha visto cómo, en el último año, ha tenido que aparcar su vida. “Como decía Cortázar, ‘ya no hay nada que hacer, el fósforo se apaga’. Pues a mí la cerilla ya me está quemando los dedos”, dice.

La firmeza solo se resquebraja en un par de ocasiones. Una, cuando asegura que la decisión de pedir una sedación paliativa solo la puede llevar a cabo gracias al apoyo de sus cinco hermanos, de sus sobrinos, de algunos amigos. Otra, cuando recuerda que, precisamente, a su hermana Regina, la pequeña, con 50 años, no le dieron esa oportunidad. “La torturaron. Estaba casada con un italiano de Berlusconi que se empeñó en que le hicieran de todo aun sabiendo que aquello no servía para nada”. Justo lo que José Luis no quería para él. Su muerte ha sido, seguro, también un intento de resarcirse del sufrimiento de su hermana.

“Me quiero morir porque amo la vida, porque estoy contento de estar vivo, y si a uno le encanta la vida tiene que saber morir, es parte del proceso. Y yo quiero hacerlo contento. No estoy desesperado, no tengo miedo. Se vive mucho mejor sin miedo. Pero ahora solo aguanto, no me extingo, porque me queda algo de fuerza biológica. Y no tiene sentido esperar a que esta desaparezca. No quiero llegar a esa situación. Bastante consumido estoy ya. No quiero que me ofusquen la morfina, ni [el obispo] Rouco Varela ni los paliativos”, dice convencido.

“Ateo, republicano y comunista”, José Luis también estuvo en la cárcel en el franquismo. “Era lo que tocaba. No me arrepiento”, cuenta. Estas convicciones han marcado su vida. “Como dice Feuerbach, de lo que se trata es de transformar el mundo. Y yo estoy satisfecho”.

En el torbellino de su mente, la última frase tiene varias lecturas. Puede ser por el éxito de hace menos de tres meses, justo antes de su último ingreso hospitalario, cuando montó una dramatización sobre un poeta alemán en el Instituto Goethe. O por la tranquilidad de que ha hecho todo lo posible para llegar al final “con todo el bagaje”.

Y eso que no ha sido un año fácil. “Empecé a sentirme mal a finales de 2012. Me ahogaba. Pero estábamos en San Sebastián, y cualquiera va a urgencias en vacaciones de Navidad. Por si era del corazón, hice una prueba: fui a un asador, y me tomé un buen chuletón, con su ensalada, sus pimientos, su vino. Si aquello no me sentaba mal, es que no era del corazón”. No lo fue, dice, y parece relamerse aún del gusto de aquella comida de buen vividor —“no como ahora, que con la morfina tengo la boca acartonada y nada me sabe a nada—”.

Volvió a Madrid conduciendo desde San Sebastián, y fue derecho a urgencias. “Poco a poco, prueba tras prueba, veía claro que lo que tenía era un cáncer. Pero había que saber cuál”. Al final, hubo un diagnóstico: “Un adenocarcinoma de pulmón de cuarto grado con el mediastino [la cavidad donde está el corazón] afectado. Me dieron un año de vida, justo lo que he vivido. Es un cáncer genético, porque yo no he fumado en mi vida y he sido muy deportista. De fútbol no, pero he hecho mucha bici y piragüismo”.

“A mi hermana le hicieron de todo sabiendo que no servía para nada”

No se rindió. Eso no va con él. El relato se enmaraña a veces por efecto de la medicación y las ganas que tiene de dejar claro el mensaje, pero la narración muestra la lucha simultánea a los preparativos para el final. “En marzo me casé con Concha. Debió de ser el 20 o el 21 de marzo”, afirma con un despiste sintomático. Porque después de años de convivencia, esa fecha no era la importante para él. Lo que cuenta es que “así a ella le puede quedar mejor pensión”, y que, aprovechando el cumpleaños de su madre, lo celebraron el 14 de abril, día de la proclamación de la República. “Es una tradición que tenemos”. “Llegué hecho una máscara de pus. Es uno de los efectos de la medicación que estaba tomando”.

Se ríe al recordar el momento en que empezó el primero de los tratamientos. “Me dijeron que tenía que tomarme la pastilla a las ocho de la mañana, así que ese día me puse el despertador, me alcé, puse el himno de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y ahí, con el puño en alto, me la tomé”. Aquel ataque de heroicidad no va con él. “Al día siguiente, me di cuenta de que aquello había sido, más bien, un ataque de estulticia. Así que me levante, cogí la pastilla, pero no me la tomé con la Internacional. Puse a Krahe versionando a Brassens. Ahí estaba yo, ‘como un gilipollas, madre”, tararea y ríe a la vez.

A los tres meses, los chequeos demostraron que aquel tratamiento no funcionaba. Todavía probó otro. “Pero tuve todos los efectos adversos posibles”, dice. Ahí se desata su indignación. “Le dije a los médicos que lo dejáramos, que aquello no servía para nada. Pero ellos se empeñaron en que siguiera más, que era el protocolo. ¡Y qué cojones me importa a mí el protocolo, si me iba a morir! Eso es lo malo de los médicos. No tienen una visión holística, del conjunto de la persona. Saben mucho de lo suyo, pero estos médicos jóvenes, tan eficaces, ni te miran a la cara. No se atreven a decidir. La Ilustración no ha llegado a la medicina. Se agarran al juramento hipocrático, cuando ese señor murió hace miles de años, pero no han leído a Kant. O sí, pero no se han enterado. Y yo les digo como el filósofo: ¡Sapere aude!, ¡atrévete a saber! Que piensen con su cabeza”.

No quiere, sin embargo, cargar las tintas con los profesionales. “Las enfermeras han sido todas magníficas. Son la columna vertebral del sistema. Y conste que con los médicos me llevé muy bien. Siempre fueron claros. Se ve que sabían que trataban con alguien preparado para aceptar lo que fuera. El problema es del sistema, que no les permite pensar. Me voy degradando de tal manera que ya ni siquiera alcanzo a levantarme. No puedo llegar ni al pico de la mesa. Y las médicas de paliativos aún me dicen que tengo que luchar más, que todavía estoy bien de la cabeza. Pero lo que yo quiero es decidir, es un derecho. Uno tiene que decidir cuándo va a morirse porque es un derecho que vamos a ganar. Y hay que hacerlo con una sonrisa”.

 

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