Un libro imprescindible que desnuda un problema cotidiano | 05 AGO 13

"Ayudar a morir"

“El desafío tecnológico de prolongar la vida fue adquiriendo prioridad sobre la calidad de vida.” Un polémico libro de la Dra. Iona Heath con un prefacio y doce tesis de John Berger. Comentarios de la Dra. Diana Cohen Agrest y del Dr. Carlos Gherardi.
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Dra. Diana Cohen Agrest:
Filósofa (UBA), especialista en Bioética. Autora del libro "Por mano propia", Planeta.

Sobre las formas del morir

Cuando Iona Heath retrata la forma de morir que desearíamos para nuestros seres queridos y para nosotros mismos alude a aquel proceso en la que “el moribundo parece poder controlar y orquestar el proceso y morir con tal dignidad y calma que todos los que lo rodean, entre ellos el médico, se sienten privilegiados por la vivencia de esa situación y, en cierta forma extraña, enriquecidos por ella”. Creo que hoy muchos de nosotros coincidiríamos con esa visión donde el morir es concebido como un ritual comunitario, como una ceremonia paradójicamente vital.

No obstante, lo cierto es que no todos pueden morir de ese modo: ¿qué es la dignidad en el morir de aquellos que mueren sin conciencia? ¿Qué significado posee la dignidad para quienes se hunden en una enfermedad degenerativa como el Alzheimer, donde la persona deja de ser quien fue, pierde toda identidad, mucho tiempo antes de la agonía final?

Vida y muerte: ¿antinomia o continuidad?

La autora declara: “La muerte forma parte de la vida” aludiendo indirectamente a uno de los problemas más complejos de nuestra cultura light. En defensa de la absolutización de valores asociados con la juventud, la belleza y el placer, negamos la muerte. Y cuando acontece, en algunas instalaciones vip se ofrece personal especializado puede maquillar al muerto a demanda. El glamour puede llegar más lejos: en el hemisferio norte, hasta se solicitan cirugías estéticas post mortem para que el finado pueda lucirse ante deudos y conocidos. (Increíble, pero real, para valerse de una frase hecha pero justa).

Modificar esta visión distorsionada de la existencia humana, cuando menos de aquella vivida con algo de sentido, implica comprender que la muerte no está más allá del mundo de los vivos. Porque la muerte forma parte del proyecto vital, el último toque del cincel para el relato que es una vida.

Creo que la vida, cuando menos como un ideal, debería ser proyectada como una especie de obra de arte, como una escultura que vamos esculpiendo con un martillo y un cincel, con nuestros actos y nuestras decisiones. Como bien dice Iona Heath, la muerte repentina trunca esa obra, y si bien es una bendición para quien muere (porque lo terrible del morir, creo yo, es sobre todas las cosas la conciencia del morir, no la muerte como hecho biológico), no lo es para quienes lo sobreviven, quienes no tienen tiempo de despedirse y elaborar la desaparición del ser que se va.

La muerte como fracaso

En las primeras líneas del capítulo titulado “El tiempo y la eternidad”, la autora sostiene que la visión lineal del tiempo heredada del Iluminismo, asociada a la idea de progreso, “homologa el carácter definitivo de la muerte a la suspensión de toda actividad, transmitiendo una sensación de fracaso.

Bien vale mencionar un giro diferente que se le ha conferido a la pareja en apariencia inescindible de la muerte y el fracaso: Jean Améry, escritor austriaco que -tras participar en la resistencia contra los nazis, fue torturado en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, de los cuales sobrevivió para finalmente suicidarse en 1978-, nos presenta una visión alternativa. En Levantar la mano sobre uno mismo, en un lenguaje tan descarnado como conmovedor, declara que quienes escogieron la muerte voluntaria, desafiando a una cultura que santifica la vida, probaron con su “acto absurdo” que la vida no es el bien supremo. Más aún: han resuelto la contradicción vivir-morir, aun cuando debieron pagar el precio de una contradicción más terrible: “muero, luego soy”. Toda muerte natural, observa, la cual puede sobrevenir súbitamente o tras un prolongado dolor, en la juventud o en la vejez (en cualquier caso, lo mismo da), esa muerte es el máximo fracaso que puede advenirle a aquel que muere, pues la vida por definición es, sartreanamente, una pasión inútil, un mundo en vano que se desmorona, un absurdo. Por el contrario, la muerte voluntaria es el desenlace de un fracaso, pero ella misma se transforma en promesa, sea ésta una promesa de cesar de sufrir, de despedir la vergüenza o de cualesquiera sean los motivos intransferibles de los que se trate. Mientras que cualquier ser vivo ha de morir, “la muerte voluntaria es un privilegio del ser humano”, dice Améry, y es la muerte genuinamente natural para el individuo que muere, pues con su acto niega el atronador fracaso de la existencia.
 
Paraísos perdidos

Cuando asocia la muerte al fracaso, la autora sugiere que esa infeliz unión es agravada por el hecho de que mientras que tradicionalmente la felicidad era una recompensa eterna, hoy en día la felicidad es “casi por completo retrospectiva”. Antiguamente, cuando la promesa del reino de los cielos permanecía como un horizonte redentor de la muerte, el ser humano esperaba el suspiro postrero con resignación (porque ese era el orden signado por la Providencia, y la muerte no era sino el sello de Dios en su criatura).

Una vez desaparecida esa promesa, el hombre no espera el más allá: quiere la felicidad ya. Y en su demanda, parece no haber lugar para el revés y la frustración. En ese entorno, cuando se presiente el fin de la vida, la felicidad, como lo expresa admirablemente Iona Heath, “sólo puede ser retrospectiva”. Pero según el célebre poema de Milton, “los únicos paraísos, son los paraísos perdidos”. Y al mirar hacia atrás, corremos el riesgo del espanto. Como la esposa de Lot, aquella bíblica mujer que al volver su mirada hacia Sodoma en llamas, se convirtió en una estatua de sal.

Ayudar a morir ¿es siempre posible?

Una manera de ayudar a morir, dice la autora, es ayudar a mirar hacia atrás, recordando acontecimientos pasados, mirando fotografías, reviviendo a través del relato todo aquello que puede colaborar a que el moribundo complete esa obra que es su vida.

Si bien como desideratum es inobjetable, me pregunto sin embargo si es posible. Para el profesional, es una tarea tan fantástica como compleja: bucear en el pasado implica involucrarse en la historia de vida de un otro. Pero además, esa tarea conmemorativa exige el tiempo disponible para consagrarse a su paciente. Muy lejos de ese desideratum, la realidad cotidiana nos revela un escenario muy distinto: doblegado por una obra social o por una prepaga que lo obliga a trabajar a destajo, el médico de cabecera, incluso el buen médico, difícilmente pueda cumplir esa misión. Y más allá de estas cuestiones fácticas, materiales, el propio médico ve en el moribundo el fantasma de su propia muerte. Puede pedírsele al médico la excelencia profesional… ¿pero quién puede pedir a otro ser un experto en el arte de la vida (y de la muerte a ella asociada)? ¿Quién lo es? Como nos recuerda Spinoza, apenas si somos las olas de un mar embravecido.  

Pero los obstáculos no sólo se interponen en la relación médico-paciente. Tampoco es fácil ayudar a morir para los seres queridos que acompañan al moribundo en sus instantes finales, porque en esa muerte y en el pasado que toda muerte se lleva consigo para siempre, están ellos mismos involucrados. También es “su” pasado, y no resulta nada sencillo procesarlo en una despedida sin retorno. Debe poder ser hecho.

Por cierto, ese gesto pueda ser hecho por motivos casi egoístas. En su defensa, la autora nos advierte sobre una cuestión que hace a los vínculos humanos, en particular, señala que todo malentendido entre dos personas sume en la culpa a ambas. Cuando una de ellas ya no está, la culpa se concentra en el sobreviviente, quien ha perdido al otro contrincante de la contienda. Tal vez se trate, entonces, de tratar de volver a ese pasado, de revivirlo, para resignificarlo y tornarlo un elemento que ayude a morir bien y a hacer el duelo para quien queda.
¿Qué acontece cuando quien muere ha vivido tanto como para ser testigo de la muerte de aquellos otros que conformaban su mundo? “Los muertos ayudan a los vivos a morir”, nos recuerda Iona Heath. Cuando nuestros coetáneos van muriendo, y nuestros afectos y la identidad que nos constituyó como quienes fuimos desaparecen en parte con sus recuerdos, es más fácil morir. Porque pasamos a formar parte de un mundo que ya no sentimos como nuestro, que nos es extraño y hasta nos resulta hostil, amenazante.

La búsqueda de sentido, aun en la agonía

“Necesitamos palabras para tratar de minimizar la inevitable soledad del que muere… palabras para extender la experiencia compartida”, concluye la autora. Permítaseme una anécdota personal a modo de homenaje a una entrañable amiga: sabiendo que sería nuestro último encuentro, fui a visitar a Lidia, quien agonizante me recibiría con estas palabras que aun resuenan entre mis recuerdos: “Diana, no hace falta que disimules. Sé que estoy muriéndome”. Me llevaba unos quince o veinte años, y más que una amiga más entre otras de mi generación, era una suerte de madre por elección. En ciertos momentos cruciales de mi vida, solía aconsejarme sobre lo que debía hacer, y me anticipaba ciertas circunstancias –la maternidad, la lactancia, los avatares del matrimonio- sobre las cuales yo no me atrevía en mi juventud e inexperiencia ni siquiera a nombrar pero que ella, con su sabiduría, me esclarecía aventándome los miedos.

Cuando me encaminaba hacia su casa (porque murió en su casa, consciente y en paz), me preguntaba cómo podía hacer yo algo por ella, en esas horas a todas luces finales. Me di cuenta de que lo mejor para ella no sería llorar juntas, sino apelar a su enorme generosidad, hacerle saber que era importante todavía todo lo que ella podía enseñarme. Fue la última vez que le pedí un consejo. Ella sintió así que todavía era valiosa para el prójimo, que aun en su agonía, era capaz de donar generosamente su palabra nutricia.

Creo que ella así lo reconoció: porque en esos momentos, volvió a ser la de siempre. Con su voz serena, cálida y sensata, me regaló su última gran lección. En su agonía, fue la de siempre. Por breves instantes, la amiga entrañable dotada con esa grandiosa capacidad de dar.

Ayudar a morir… Pensemos. Sintamos.

Diana Cohen Agrest

 

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