Acompañamiento de pacientes terminales | 27 OCT 11

“Yo era sus ojos”

La práctica del acompañamiento terapéutico –desarrollada en la Argentina en las últimas décadas, en relación con nuevas perspectivas en salud mental– vale también para pacientes oncológicos terminales: una joven profesional relata, con matices conmovedores, la experiencia de su pasantía.

Por Vivian Woodward *

Opté por realizar mi pasantía de acompañamiento terapéutico con pacientes oncológicos, específicamente en cuidados paliativos. En el marco de un equipo interdisciplinario para el abordaje de pacientes oncológicos, la médica especialista en oncología me presentó el caso: nuestro paciente, a quien llamaré Juan, de 63 años, ex alcohólico, padecía cáncer de esófago-cuello. Había sido intervenido quirúrgicamente en diciembre de 2009 y se nutría mediante balón gástrico, una especie de sonda conectada a su estómago, por donde le llegaba el alimento con una textura de papilla. Como consecuencia de esa alimentación, de haber recibido la primera quimioterapia y otros tratamientos, Juan había descendido notablemente de peso, presentando un cuadro de desnutrición. Su médica me contó también que él ponía de manifiesto su angustia a lo largo de períodos de depresión. La depresión suele sumarse al cuadro doloroso. Juan presentaba un cuadro de dolor total como lo define Cicely Saunders: dolor definido desde el conjunto de los factores psicológicos, sociales, espirituales, económicos y otros.

El primer objetivo era que Juan aumentara de peso; esto permitiría practicarle la segunda quimioterapia; en relación con esto, se procuraba animarlo a comer un caramelo o a tomar agua con limón (él decía que le caía mal) para así poder estimular sus papilas gustativas. Desde hacía nueve meses Juan no ingería ningún alimento sólido por la boca; sólo tomaba agua y té con leche por medio de jeringas descartables (a modo de mamadera). El paciente estaba internado desde diciembre de 2009 en un área de rehabilitación que tiene PAMI en el hospital.

La doctora me advirtió que Juan era un hombre de carácter fuerte, que se enojaba con facilidad con enfermeras y doctores. También solía hacer preguntas directas, como por ejemplo si se moriría o cuánto tiempo le quedaba. De todos modos, tanto Juan como su familia –un hermano y una hermana– habían aceptado la presencia de un acompañante terapéutico.

Al día siguiente, fui a presentarme a Juan. Era una tarde de septiembre. Cuando caminaba hacia el hospital sentí mucha ansiedad; después, en supervisión, entendí que es común a todos los acompañantes terapéuticos: ansiedad, incertidumbre, uno se enfrenta al miedo de que tal vez no pueda llegar al paciente, de no estar suficientemente capacitado, uno siente que todo lo leído no alcanza; después entendí que lo leído nunca alcanza, que sólo sirve de base. Juan estaba en una sala con varias personas más. Me acerqué a su cama y lo desperté. Le dije que yo era la persona de quien le había hablado la doctora, que estaba ahí para lo que él necesitara. Charlamos de fútbol, de folklore. Mis preguntas estaban dirigidas para ver si podía pescar en su discurso cuál era su deseo pero, en realidad, confieso, prevalecía mi deseo de encontrar la puerta que me acercara a él. Juan se despidió y me pidió que volviera el sábado a la tarde. Los fines de semana era cuando menos lo visitaban.

Volví el sábado, como habíamos acordado. Cuando se trata con pacientes graves, que tienen una tolerancia mínima a la frustración y a quienes no se les puede fallar, los que podrían pasar como detalles intrascendentes, el atraso de unos minutos, un cambio de horario o una ausencia sin aviso, suelen generar en el paciente intensas reacciones de odio. Estas pueden ser autodestructivas –por considerarse culpable y merecedor de esos “castigos”– o heterodestructivas –porque reviven situaciones primitivas de abandono y reaccionan actuando, vengándose, atacando los vínculos–. Es fundamental mantener en forma estricta el compromiso asumido, porque el paciente nos pone permanentemente a prueba. Necesitan comprobar una y otra vez que cuentan con la presencia, el apoyo y la escucha del acompañante (Marcos Gómez Sancho, Aspectos emocionales del dolor del cáncer).

A lo largo de nuestros encuentros, hubo días difíciles: “Hoy estoy muy cansado”, “Tengo sueño”, “Si quiere quédese veinte minutos”... Después de algunos encuentros, me fui acomodando a las idas y vueltas que el paciente me iba planteando. Más allá de todo esto, siempre me pidió que volviera. Fue de suma importancia la supervisión, me daba seguridad cuando no sabía si el camino que había tomado era el correcto. Cuando Juan me decía que estaba cansado le decía que lo entendía y que no había problema, que descansara y que yo me quedaría a su lado por si necesitaba algo. Pasé tardes mirándolo dormir; me preguntaba cómo habría sido su vida antes de la internación, de qué trabajaría, dónde viviría. Nadie sabía sobre su vida, ni las doctoras ni las enfermeras, él no hablaba de su pasado. Pensé que tal vez, en una etapa más avanzada de nuestro vínculo, lograría abrirse.

 

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