Un libro del Dr. Carlos Presman | 15 JUN 10

"Letra de médico"

Un texto que le devolverá la felicidad de leer/se como si recorriera con el dedo el contorno de su propia imagen en el espejo. Historias reales de la vida de un médico y sus pacientes.

Hay muchas formas de ejercer la medicina. Pero “ser médico” es otra cosa. Es una forma de vida, una síntesis entre lo que somos y lo que aprendemos. Ya se sabe, importa menos lo que se conoce que lo que se haga con ello. Cualquiera puede aprender, el conocimiento está allí. Las habilidades y las competencias no son imposibles de adquirir. Sólo la arrogancia las hace lucir inaccesibles, inalcanzables. El problema es que mucha gente pasa por la universidad sin que la universidad haya pasado por ellos. La ciencia es maravillosa y excitante. Carga con el prestigio de lo riguroso y el mito de la verdad inapelable. ¡Fantástico! Pero la medicina no es una ciencia.

Dice Edagr Morin: “Ciencia es saber. Pero al científico se le dice -¡No se le ocurra saber!- Usted será dueño de un sector. Tendrá derecho a expulsar a cualquier intruso. Pero renuncie a la idea de comprender el mundo. Abandone la pretensión de saber que usted forma parte de una sociedad en este mundo”. Para conservar la idea de una ciencia con sus pies fuera de la tierra, un médico debería volverse completamente ciego, sordo, insensible. Claro, puedo escuchar sus pensamientos. Tiene usted razón, una educación enfática y un modelo profesional que premia lo que debería castigar son capaces de lograr semejante insensatez.

Es muy curioso que ya nadie se pregunte para qué sirve la literatura en el ejercicio de la medicina. Todavía recuerdo cuando nos parecía alarmante que pocos tuviesen una respuesta a esta pregunta. Pero ahora sucede algo mucho peor. Ya nadie se la formula. Es necesario que haya desaparecido de la imaginación profesional la idea de que la medicina es un continuo tráfico de historias para que tal cosa resulte posible. Alguien tiene que habernos administrado el veneno de los lenguajes asépticos y la palabra unívoca para que hayamos podido achatar de tal modo el denso espesor de la lengua. Las narraciones son el subsuelo que nutre a los signos. La atmósfera donde la clínica respira y el aire que le da significado. Es muy tentadora la ilusión de acceder a las “cosas en sí”. Despojar a la enfermedad de todo padecimiento. Aislar sus esencias puras. Abrir las entrañas de la patología y arrojar a la basura lo que juzgamos inútil hasta dar con su piedra fundamental. Lástima, sería muy sencillo, pero aquello que descartamos se llevaría entera a la persona que sufre. Así, todos los días podríamos estar arrojando al bebé junto con el agua de la bañadera.

Por algún motivo son cada vez más frecuentes los médicos que escriben libros como botellas al mar. Mensajes de náufragos que se resisten a callar el testimonio de su resistencia. Textos que buscan lectores que sientan lo mismo. Un rumor que busca la mano de otras voces. Un temblor que crece bajo el estruendo de la mediocridad y el asentimiento.

Carlos Presman es un médico cordobés. Es hijo de médico. Ha tenido la suerte de tener un modelo profesional desde sus primeros años. No fue necesario explicarle nada. Aprendió con el cuerpo del niño sensible que era entonces. Visitó enfermos de la mano de su viejo y le ingresó por los dedos la vocación que aún lo mueve. Más tarde su padre se quedó a vivir en él. Carlos dejó su tesis doctoral sobre su tumba y se guardó la memoria viva de ese hombre. Ahora la pasea en bicicleta cada tarde de sol y la sienta en el consultorio para que le recuerde quién es. Luego la facultad, el hospital, la academia. Sobre la persona que ya era, la educación inyectó el conocimiento que aún no tenía. Entonces nació la práctica. Como una hija putativa del hombre que siempre ha sido y de la formación que se supo ganar. Sus pacientes recibieron ambas medicinas: su conocimiento y su relación humana. Presman supo muy pronto que ese matrimonio era la llave del cuidado de la gente que confiaba en él.

Hace pocos días asistí a la presentación de su libro “Letra de Médico” en la ciudad de Rosario. Usted y yo sabemos que esos encuentros suelen ser una formalidad. Una oportunidad para alimentar la egolatría y reunir a los amigos. Casi nunca voy a una. Pero esta vez lo hice y debo confesar que mi prejuicio era una desmedida exageración. La sala estaba repleta, hubo que agregar sillas, había mucha gente de pie, yo entre ellos. Hubo comentarios inteligentes y emocionados del profesor Alcides Greca (UNR) y del periodista Sebastián Riestra (diario La Capital). También estuvo la música del exquisito rosarino Jorge Fandermole. Presman presentó su libro como un jirón de su propia vida. Tuvo la delicadeza de no subirse a él para cabalgar sobre el estúpido sendero de la gloria. Nos tocó con textos tibios como caricias. Vimos una serie de videos donde la sabia inteligencia del humor habló sin estridencias de lo único que importa. Del sentido de la vida, de la propia y de las de los otros, que son empecinadamente la misma cosa. Fue muy bueno, también muy raro. Alguien tejió la delicada trama que media entre un libro y sus lectores. Todos salimos de allí con el deseo encendido de leer. ¡Qué cosa tan mágica! Qué forma tan rotunda de la felicidad, tener deseos de leer. ¿Se acuerda?

Esa noche leí este libro de un tirón. Hay en él historias reales de la vida de un médico y sus pacientes. Reflexiones acerca de la medicina que no se rinden a la repetición obediente ni al silencio cómplice. A mí no me alcanza que lo que diga un texto sea correcto. Como con ciertas mujeres y algunas bebidas, necesito que sea una experiencia estética, que me obligue al placer de recorrerlas. Presman me regaló todo eso.

A la mañana siguiente volví a la librería. Quería comprar más ejemplares para regalarles a algunos jóvenes con los que comparto mi trabajo. Hacía tiempo que no sentía esa necesidad. Tal vez desde “La dignidad del otro” de Paco Maglio o “Un hombre afortunado” de John Berger. Pedí tres ejemplares. El librero me miró sorprendido. Llamó a una de sus compañeras y le preguntó: ¿Qué pasa con este libro? Me ofrecieron en el gesto una expresión de disculpa. No había más. Me fui. Caminé por la peatonal con la frustración de no poder llevarle a mi gente lo que quería. Pero también con la satisfacción de saber que esa noche no había sido yo el único que se sentía feliz por no haber podido dormir.

 

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