La verdad y otras mentiras | 01 JUL 09

Detrás de los barbijos

Estrellas que no salen en TV
Fuente: IntraMed 

Es suficiente con darse una vuelta por cualquiera de los hospitales que hoy asisten a una multitud de personas con sospecha de Influenza A  para trazar el perfil de quienes allí trabajan. Enfermeras, médicos, técnicos o mucamas, todos dejan en esos edificios repletos de gente mucho más de lo que cualquier otra tarea reclama a quienes la ejercen. Nadie mide el esfuerzo, nadie pone límites burocráticos o temor ante los riesgos para su propia salud cuando la situación los reclama. Hay necesidades y ellos están allí para hacer lo posible por encontrarles una respuesta.

Incluso cuando las condiciones resultan desfavorables, los recursos insuficientes o las directivas confusas, se entregan sin retaceos porque sienten que eso es lo que deben hacer. Estos días he caminado por los pasillos, las salas de internación, las de cuidados intensivos y de emergencias de varios de esos lugares. En todos me he encontrado con los mismos rostros fatigados, mal dormidos, a veces exhaustos. Pero también con una voluntad extraordinaria, una curiosidad y un deseo de aprender acerca de una enfermedad sobre la que todos somos novatos.

En la guardia de pediatría una enfermera corre de un lado a otro. Nebuliza a más de diez niños al mismo tiempo sentados sobre las faldas aterradas de sus madres. Extrae termómetros de su chaqueta y se los va colocando a cada uno. Moja paños con agua helada en un recipiente de plástico, los retuerce y los extiende sobre las cabezas calientes de algunos de ellos. Cambia los frascos de solución fisiológica y ajusta las tubuladuras. Luego hace una nueva recorrida, retira los termómetros, anota la temperatura en una planilla. Se escuchan llantos, toses, ruidos sibilantes, órdenes, pedidos impacientes, reclamos airados. Una madre se ha dormido con su bebé sobre el pecho. La cabeza apoyada en la pared y la boca oculta detrás de un barbijo sucio. Los párpados pesados la obligaron a una tregua. Está agotada. La enfermera la ve. Se acerca con las manos repletas de objetos. Le coloca una almohada vieja y sin funda detrás de la nuca. Extiende una sábana que alguna vez fue blanca y la cubre a ella y a su hijo. Él la mira. Una extraña serenidad le baja desde la frente. Hunde la nariz sobre el cuello tibio de su madre y cierra sus ojos pequeños. El ruido es ensordecedor. Es casi imposible distinguir una escena de otra. Pero esa mujer lo hizo. Tuvo la habilidad de percibir que alguien la necesitaba. Y se decidió a hacer algo que nadie le pidió pero que era imprescindible. Creo que fui el único en advertir lo que ocurrió en aquellos pocos segundos. Pero no pude no verlo. Y ahora no puedo callarlo.

Hace demasiado tiempo que soy médico. Ya he visto cosas como éstas en otras circunstancias. He participado decenas de veces de la tempestad de una catástrofe o de una demanda  que nos desborda. Pero siempre que sucede vuelvo a sentir que algo extraordinario mueve a estas personas. Cada vez que la mezquindad, el esfuerzo que sólo se ofrece en función del propio beneficio o la mediocridad que estaciona a tantas vidas en lugares tan patéticos, amenaza con convencerme de que nada tiene remedio, mis compañeros me sacuden y me rescatan de la derrota. Esta profesión te da una oportunidad. Uno puede tomarla o dejarla pasar. No hay garantías. Es una decisión. Podemos encerrarnos en círculos concéntricos dibujados por nuestros propios dedos. Ajustarlos a fuerza de deseos rastreros y de bajezas absurdas. Reptar a ras del piso. Hasta que una noche sin luna, la oscuridad te gana, el aire te falta y una revelación te desnuda la certeza de que ya es tarde, irremediable, final. Cada uno conoce sus rincones vergonzantes y sus sueños enanos. Lo terrible, lo intolerable es el momento en que la ceguera cotidiana deja entrar un mínimo rayo de luz que te hace ver al tipo despreciable en que te has convertido. No conozco nada de otras profesiones, no creo que carezcan de méritos, pero permanecer indiferente a las escenas que veo durante estos días, callarlas, me haría sentir un miserable. Alguien debería decirlo.

Una médica le explica a una madre como debe aplicar un broncodilatador en aerosol a su niña. Le recomienda que compre una aerocámara como la que ella ahora deposita en sus manos. La mujer la mira con los brazos aún extendidos mientras repasa con los dedos la extraña anatomía de ese objeto desconocido. Le pide que repita la maniobra para garantizar que comprendió el modo apropiado de hacerlo. La mujer lo hace. Se demora unos segundos y le devuelve el artefacto. Toma a su niña en brazos y sale. Ella se queda de pie con la cámara en la mano. Piensa. Mira hacia todos lados para averiguar si alguien la observa. Corre hasta alcanzarla. Vuelve a mirar hacia atrás. Introduce con disimulo la cámara en el bolso que cuelga abierto del hombro de la mujer. Entonces me ve. Nos miramos. No nos decimos nada.

 

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