La verdad y otras mentiras | 20 MAY 09

¿Quién cuidará de nosotros?

La dimensión olvidada del tratamiento médico.

Las fantásticas transformaciones que el conocimiento médico ha experimentado durante el último siglo ocupan casi todo nuestro tiempo de aprendizaje. Son tantos y tan complejos los temas de los que un médico debe apropiarse que capturan su actividad intelectual sin dejar espacio para pensar en otras cosas. Pero, ¿en qué cosas?

• Reflexionar acerca de lo que se sabe y de lo que aún se ignora.

• Analizar si las respuestas que nos ofrecen responden a las preguntas que nos hacemos.

• Evaluar si los conocimientos disponibles atenúan los padecimientos reales de las personas a las que asistimos.

• Detectar aspectos de la vida cotidiana de nuestros pacientes que inciden sobre lo que hacemos pero que solemos no ver.

La epidemiología contemporánea muestra que en las enfermedades de mayor prevalencia el problema mayor no es que se carezca de recursos para tratarlas, sino que no disponemos de estrategias que permitan implementarlas y mantenerlas durante largos períodos. Entre muchos otros motivos, la dimensión del “cuidado” de las personas ha quedado oscurecida por la proliferación de otros recursos médicos. Lo que podría explicar algunos “fracasos paradójicos” es que ningún tratamiento resulta efectivo si las personas no logran sostenerlo y que las condiciones de vida –que son el escenario donde las recomendaciones médicas deben llevarse a la práctica- también se han modificado de un modo dramático.

El clima cultural de una época impone modos de vivir y estilos emocionales que merecen ser tomados en cuenta al diseñar intervenciones terapéuticas. Varios autores han realizado estudios minuciosos sobre el tema poniendo en evidencia aspectos que a menudo permanecen en un área de penumbra para la perspectiva profesional. Casi todos ellos resultan muy diferentes de acuerdo al estrato social en que una persona vive.

El debilitamiento de la familia y de las instituciones comunitarias (sociales, religiosas, etc) son aspectos inherentes al individualismo social reinante. En algunos sectores se registra un traslado de funciones tradicionalmente  familiares hacia la esfera mercantil  lo que las torna impersonales y estandarizadas. Más allá de emitir un juicio de valor, existen datos que señalan esa realidad inocultable. Aquello que no puede resolverse en una familia sin tiempo se compra en el mercado de servicios. Pese a que imaginamos a las familias como estructuras estables e indestructibles, la realidad las muestra como entes fluidos e inestables.

Bastan algunos ejemplos –mencionados por Arile Russell Hochschild en su libro La mercantilización de la vida íntima- para evaluar la dimensión del tema.

• Las jornadas de trabajo se prolongan.

• Las mujeres trabajan masivamente fuera del hogar.

• Se ha constituido un vacío en torno del cuidado de las personas por sus familias.

• El Estado ha devuelto la pelota del cuidado al ámbito privado del hogar, donde casi no queda nadie que pueda atajarla.

• Muchas tareas que tradicionalmente se realizaban dentro del hogar se han tercerizado y profesionalizado:

Cuidadores de niños
Cuidadores de ancianos
Cuidadores de enfermos
Paseadores de perros
Animadores de fiestas infantiles
Wedding planners
Organizadores de cumpleaños, bautismos, sepelios.
Consejo existencial a cargo de profesionales
Asesores maternales
Asesores de compras
Personal trainers

Servicios como éstos –y muchos otros- cubren necesidades objetivas y no son intrínsecamente ni buenos ni malos. Lo que resulta evidente es que hace algunas décadas eran impensables y que han transformado radicalmente los vínculos y las relaciones personales que aún suponemos inmodificables.

Para quienes tienen acceso a la salud y a muchos de estos servicios, cuidar de un enfermo implica una perturbación de sus rutinas cotidianas. En un universo de valores en el que la vida gira y se organiza alrededor del trabajo desde donde se obtienen, no sólo el dinero para solventar un estilo de vida, sino las señas de una identidad, esto resulta inadmisible. La rueda no puede detenerse. El vértigo de los días se invisibiliza y ni siquiera se concibe que exista otra manera de vivir. La enfermedad rompe de  modo brutal estas certezas para quien la padece, pero no siempre para las personas que los rodean. Un enfermo cercano es un dolor, pero también es un obstáculo y un problema a sortear. Las dinámicas familiares alteradas buscan –casi con desesperación- recomponer sus propios ritmos ya que no es posible concebir ni sostener otros.

En alguna medida podría afirmarse que lentamente el trabajo  comienza a ser percibido como una “familia” mientras que la familia se asemeja a un “trabajo”. Se han descripto una serie de modelos de relaciones entre el trabajo y la familia:

Modelo tradicional: la casa y la familia tienen atractivos diferenciados por género. La primera es para las mujeres y el segundo para los hombres.

Modelo del refugio: el trabajo es percibido como un mundo despiadado y la familia como el refugio que repara los daños de la intemperie agresiva y salvaje del espacio laboral.

Modelo de la semejanza entre casa y trabajo: en general adoptado por profesionales de ambos sexos que encuentran satisfacción en sus tareas y trabajo en sus hogares.

Modelo doblemente negativo: ni la casa ni el trabajo aportan sostén emocional y recompensa por lo que éstas se buscan por fuera de ambas: pandillas, grupos de pares, bares, clubes, etc.

Modelo milagroso: parejas con doble ingreso y un infrecuente equilibrio entre la casa y el trabajo.

La consolidación de un modelo cultural de vida organizado alrededor del trabajo incide en  los hábitos familiares y en los estilos emocionales que caracterizan a una época. Los conflictos y angustias se deslizan hacia la consulta psicológica y se confinan al ámbito estrictamente individual e intrapsíquico. Las personas nos hacemos incapaces de transformar nuestros sufrimientos individuales en causas colectivas y en reconocer su origen en un territorio que nos incluye pero que también nos excede. Las fuentes de nuestras alegrías y de nuestros horrores son las mismas. Las satisfacciones hacia las que orientamos nuestros esfuerzos imponen condiciones de acceso tan rigurosas que pueden producir enfermedad u otra forma de padecimiento en los individuos más vulnerables. Al mismo tiempo restringen en nuestros seres más próximos la posibilidad del cuidado personal por lo que esa dimensión del vínculo, tan esencial para el tratamiento de un enfermo, se resiente y se desplaza ilusoriamente hacia otros recursos que jamás podrían reemplazarla. Es imposible nadar y mantenerse seco. Inmersos en el río insaciable del consumo todo es percibido como una mercancía. Lo que no te puedo dar te lo compro. Lo que no puedo recibir lo adquiero. La compañía, el amor, el sexo, el cuidado, el consuelo, la fiesta o el dolor encuentran en el mercado a profesionales expertos en brindarlos a un precio razonable sólo para quien pueda pagarlo.

Más allá de nuestras preferencias y nuestros deseos, por fuera de los juicios de valor, estos hechos existen. Tal vez sólo sean los efectos colaterales de otros beneficios de los que hoy gozamos. Pero ignorarlos no nos permitirá encontrar la manera de convivir con ellos sin dañarnos unos a otros.

El cuidado de los enfermos es una dimensión fundamental de la asistencia. Por razones diversas ese aspecto está hoy devaluado y privatizado. Sin cuidar no es posible curar. Las mejores recomendaciones deberían resultar también las más posibles de implementar en el mundo en que las personas vivimos. Reconstruir ese mundo en que cada enfermo vive y adaptar nuestras recomendaciones a sus posibilidades es parte de los requisitos indispensables para que lo que les indicamos resulte factible. Desconociendo esta dimensión desde el comienzo eliminamos las causas que luego afirmamos no encontrar. Si ello no es tomado en cuenta el fracaso terapéutico será inevitable. Si no lo hacemos visible para quienes tratamos enfermos la solución no llegará jamás. Todos habitamos más o menos el mismo mundo, compartimos sus códigos conductuales y emocionales. Tal vez haya llegado la hora de interrogarnos sobre nuestro propio futuro. Cuando llegue el momento, ¿quién cuidará de nosotros?

 

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