Ayudar a morir

La lección de Mónica

Otras miradas.

Fuente: La Nación

Mónica fue una de mis amigas más queridas y valoradas. Tenía 42 años recién cumplidos cuando murió de un tumor de ovario, un cáncer difícilmente detectable en estadios tempranos.

Cuando le dieron el diagnóstico, pasó un tiempo desconcertada por lo titánico de la tarea que debía enfrentar. Aceptó casi sin reparos la misión de hacer caso a todas las indicaciones de los médicos, y tomó en cuenta varias alternativas no tradicionales; después de las quimios eligió los mejores sombreritos para tapar su cabeza sin pelo. Y no dejó de sonreír.

Mónica tenía los ojos bien oscuros, la mirada profunda e inquieta, una voz pequeña pero bien sonora que ella usó durante su breve e intensa vida para cantar sus canciones, en las que solían habitar por partes iguales la melancolía, la crítica más ácida y despierta, los encuentros y desencuentros, la humedad de los cuerpos fatigados por pasiones que explotaban una y otra vez en hogueras, siempre encendidas. La estética de Mónica (y también su forma de andar por la vida, como ella misma solía decir) era algo así como una celebración de las orillas, un ir y venir de borde a borde, con fraseos inesperados colgados de esas sorprendentes armonías de guitarra, el instrumento que llegó a manejar con una creatividad asombrosa.

Ella cumplió con todo. Pero su hora no tardaría en llegar ¿Morirse? ¿Morirse poco después de los 40?

Yo sabía, porque había hecho notas y leído unos cuantos libros, que existían especialistas dedicados a una misión que a muchos les causa escozor: ayudar a morir. Menuda tarea, cuando todo parece orientado a una función distinta. "La soberbia de la medicina científica alimenta cada vez más expectativas de salud perfecta y de longevidad (...) En buena medida, el objetivo de la atención médica y el límite respecto del cual se la evalúa pasó a ser la simple prolongación de la vida", escribe la médica inglesa Iona Heath enAyudar a morir (Ed. Katz).

Mónica estaba muy débil, delgadísima; tenía mucha dificultad para tragar, su abdomen muy dilatado y -sobre todo- una enorme tristeza que hasta entonces le había resultado imposible de compartir en su sentido más profundo.

Cuando una médica y una enfermera de Pallium -fundación dirigida por el doctor Gustavo de Simone que brinda cuidados paliativos; www.pallium.org - la visitaron por primera vez pasaron con ella más de una hora. Mónica no contó de qué habían hablado. Pero algo parecía seguro: había encontrado un espacio donde decir y escuchar lo que necesitaba.

Entonces, con naturalidad, empezó a tomar decisiones. Buscó escribana para trámites, festejó su cumpleaños con velitas y regalos, y quiso volver a su casa cerca de la playa, en San Clemente del Tuyú.

Mónica no dejó de estar triste, ni de llorar cuando le hizo falta ni de quejarse cuando los síntomas la agobiaban. Pero sí pudo dejar y hacer que todos dejáramos de lado esa exasperante costumbre de palmear la espalda y decir: "Dale, ¿eh? y cuando te pongas bien hacemos un asadito..." (o alguna estupidez similar).

Mónica se estaba muriendo y tuvo la inteligencia y la generosidad de compartirlo con todos los que decidimos (o pudimos) quedarnos cerca. "Compruebo -escribe la doctora Heath, que preside el comité de ética de la distinguidísima British Medical Journal- que para muchos una buena muerte es aquella en la que el moribundo puede controlar el proceso y morir con dignidad y calma, y todos los que lo rodean se sienten privilegiados, en cierta forma enriquecidos por la situación."

Esta clase de muerte no es la que abunda: lo habitual es que personas sin posibilidades de supervivencia mueran internadas en terapia intensiva, lejos de sus seres queridos, solos e inconscientes, hipermedicados con sedantes, con los tubos de alimentación forzada puestos o asistencia respiratoria mecánica.

Mónica fue ayudada a morir con dignidad. Por eso tuvo espacio para ser humana hasta el final. Y para darnos una lección de vida a los que nos iremos más adelante, una lección que a mí (y sé que también a otros) nos hizo mejores.

gnavarra@lanacion.com.ar
La autora es subeditora de LNR