Por el Dr. Olindo Martino | 29 JUL 08

"La Infectología que aprendí, viví y sentí"

¿Usted pensaba que ya no había ejemplos? Un recorrido por la intensa y apasionada vida de un infectólogo ilustre y un hombre admirable.

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Conferencia de cierre del VIII Congreso Argentino de la Sociedad Argentina de Infectología- SADI 2008 y III Congreso Hispano- Argentino de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica SADI- SEIMC, 22, 23 y 24 de mayo – Mar del Plata- Argentina

Se acercaba el otoño de aquella hoy  ya remota década del ’50. Iniciaba un nuevo año universitario que, a igual de los precedentes, sería sin duda arduo y exigente. Corría entonces el año 1953. Tocaba enfrentarme con una de las materias acaso más difíciles de la carrera médica: Enfermedades Infecciosas que forzosamente debía cursarse en el célebre y espectral Hospital Muñiz, antiguo lazareto creado tras  la apocalipsis  sanitaria dejada por la epidemia amarílica. 

La materia era anual y sabíamos que para aprobarla había que cumplir con intensas prácticas semanales que incluían  clases recuperatorias  sabatinas.

Todavía me parece   que fue ayer, enfrentándome con aquel imponente caserón  de aislamiento que cobijaba tan sufrida humanidad. No imaginaba siquiera que ese inmenso y conmovedor solar sería, a partir de aquel comienzo, mi definitiva segunda morada. Allí me foguearía como médico,  me haría también hombre y continuaría por largos años transitando por esos  ondulados senderos que hoy ya enriquecen mis reminiscencias. 

Recorrer cada fresca mañana otoñal ese  inmenso  espacio y sentirse de pronto    aprisionado por las  añejas y tupidas arboledas, con sus  largas callejas y atajos caprichosos y a cada lado del camino las salas de internación encajonadas, simulando  féretros sombríos a la espera del infectado o del pobre desahuciado.

Comenzaron así las tempranas matinatas  de prácticas en la difícil disciplina, por cierto aledaña con la vasta medicina interna y que a poco de  trasponerlas nos transformaría en imberbes doctorzuelos. Faltaba poco para alcanzar el preciado laureo, sin embargo presentía que el camino que pronto iniciaría sería empinado y pedregoso. 

En aquella época universitaria solía existir un  vacío de orfandad para el  egresado de humilde cuna y, todavía más, si proclamaba abierta y desafiante una oposición política. Sufrí entonces la opresión,  pero bajo mi guardapolvo blanco yacía siempre, y a viva voz, una indeclinable vocación y entrega hacia mis principios de libertad. Esa impostergable libertad que pregonaba Alberdi,"… como instrumento indispensable y único para alcanzar la civilización"

Llegó por fin el examen. Había quedado atrás un año de prácticas exigentes, la mayoría conducidas por docentes y jefes de servicio con sólida formación académica, como lo fue acaso el más  genuino, brillante y humano jefe de trabajos prácticos que hoy todavía mantengo vívido en mis esparcidos recuerdos: El Dr. José Cohen, quien supo pacientemente llevarme de la mano en la  comprensión de aquella abrumadora materia. Hoy todavía puedo evocarlo, su figura señoril y paternal, la sonrisa irónica del clínico avezado y el  dúctil análisis que hacía con cada paciente y que solía rematar con un matizado y profundo razonamiento. Fue, sin duda,  un genuino paradigma  de la escuela francesa.

Razones sobraron para que mi examen tuviera un trasfondo singular y anecdótico. A lo largo de la carrera fui largamente tatuado por mi ideología socialista y la defensa de  los principios de ecuanimidad social, casi siempre  fustigados y mal interpretados. Hoy pienso que refugiarse en la soledad del  pensamiento  no pocas veces torna al protagonista testarudo y hasta soberbio en su comportamiento. Quizás porque lo motive el desnudo instinto de  sobrevivir en pos de un utópico ideal de vida.

Lo cierto y concreto era que el examen iba a comenzar. Frente a mí el paciente que me había tocado en suerte. Sin imaginarlo el azar me enfrentaría con una probabilidad incierta de arrivar  al diagnóstico pues el enfermo había ingresado apenas esa madrugada. Es cierto que, en ese entonces, se conocían casi todos los diagnósticos que irían a sorteo, pero aún así la prueba solía ser larga y rigurosa.

Cumplida la hora reglamentaria que disponíamos para el interrogatorio y el examen clínico del paciente, comenzaron a ingresar a la sala las siluetas de los profesores que, salvo contadas excepciones, constituían seres poco menos que ¨inabordables ¨ En ese entonces era infrecuente el diálogo entre profesor y alumno y menos aún observar destellos de empatía hacia este último. Por mi parte confieso que durante el año de cursada sostuve varios altercados con un ilustre intocable  quien  frente a mis compañeros solía provocarme con maliciosas preguntas surgidas de novedades científicas acumuladas seguramente en sus noches de insomnio.

Fue así como al verlo ingresar a la sala y resuelto dirigirse hacia mí, una súbita apnea de terror casi detuvo mi existir. Hoy todavía recuerdo  el breve monólogo destilado de su mueca cáustica.

- ¡Bien, Bien!, nos volvemos a encontrar .- Vamos a ver cómo me presenta este enfermo que ingresó anoche y todavía sigue sin diagnóstico…

Silencio profundo… luego el escalofrío seguido de un gélido sudor… y faltó apenas la fiebre para que me transformara en un palúdico en capilla! Hasta creo que algunas de mis vísceras gemelas subieron de lugar.
Comenzó entonces la letanía. Ordenadamente empecé a desenrollar  todo mi machete cerebral. Mientras tanto el verdugo, cómodamente sentado  al pie de la cama, prendió un cigarrillo. Yo seguía presentando el caso. El escuchaba. Yo sudaba. El imperturbable. Yo casi afónico y  sin saliva seguía hablando…

De pronto me interrumpió: - Suficiente- me dijo- y con su  acostumbrada mueca sobradora empezó a  estrujarme como arpillera mojada

-Dígame Señor-preguntó: ¿Cuáles diagnósticos arriesgaría frente a un paciente procedente de Formosa, adelgazado, con un cuadro de enfermedad pulmonar crónica que, además, presenta en la axila una lesión úlcero- granulomatosa de larga evolución? Ahí no más comenzó la tortura de los diagnósticos diferenciales. Yo exprimiendo a mi memoria. Él machacando:- ¿Y qué otro diagnóstico cabría Señor?,  pregunta tras pregunta que sonaba como la campana de un próximo  round que ladinamente buscaba mandarme a la lona…

Pasadas hora y media de andanadas me di cuenta que era el único que todavía seguía rindiendo, a punto tal que comenzaron a acercarse alumnos y médicos de otras salas a presenciar el inusual acontecimiento. Mi examen todavía se prolongó pero con diálogo más distendido. Siguieron preguntas de otros temas que eran por costumbre formularladas para confirmar o acrecentar la nota.     Finalizado el examen recuerdo que me estrechó la mano, deseándome suerte, y manteniendo inamovible su veta jerárquica me invitó con gesto cordial, si lo deseaba, a ingresar como practicante de sala.

Poco después me incorporé a  la gran familia del hospital Muñiz, crisol preclaro de la infectología y de la tisioneumonología de la época donde Yo  apenas figuraría, aunque orgulloso, como  un plebeyo estudiante. 
Dos años después me recibí de médico y pasé a integrar el staff de la guardia de urgencia del hospital, cuyo reglamento apenas permitía el acceso a graduados. En ese entonces la urgencia infectológica era monopolizada exclusivamente por médicos tisiólogos, circunstancia que tornaba difícil a  los infectólogos acceder al medicato  interno. Además, la formación académica de ellos era llamativamente eficiente y competitiva con las patologías infecciosas . Basta con recordar que antes de producirse la separación de ambas cátedras el profesor titular de tales disciplinas fue Raúl Vacarezza quien durante varios años  esgrimió con habilidad política el poder científico y universitario de ambas materias del pregrado.

Aprendiz y soñador  inicié así la exigente vida como médico en aquella enguantada y erudita casta. Por mi parte me sentía  como un insignificante papelito llevado por el fuerte viento de esa inmensidad intelectual. Con todo  me encontraba feliz, en libertad y con  esa robustez espiritual que al decir de Paulo Coelho "está férreamente hecha de convicción, sacrificio y también de superación frente a la adversidad".

Corría el mes de enero de 1955. Era domingo y cumplíamos una guardia rotativa. Nuestro médico interno y jefe de guardia era el  Dr. Jorge Pilheu, tisiólogo y distinguido endoscopista  formado en los Estados Unidos y en Francia. 

Por entonces circulaban noticias, procedentes del Hospital de Niños Ricardo Gutierrez, sobre el ingreso de pequeños con fiebre, compromiso meníngeo y rápida evolución hacia la insuficiencia respiratoria. El número de casos iba creciendo y la letalidad era elevada. Como  nuestro hospital admitía sólo patologías infecciosas del adulto no habíamos registrado tal acontecimiento como tampoco idea teníamos de la etiología del proceso. 

Caía la tarde y el calor estival era agobiante. Más de cinco décadas quedaron atrás  y  sin embargo las imágenes todavía las  mantengo diáfanas y prendidas en mi lejana vestimenta de guardia. El rojizo cielo y la pegajosa humedad parecían presagiar algo. Recuerdo que veníamos de  practicar un neumoperitoneo a un paciente tuberculoso que presentaba una caverna en la base pulmonar y no paraba de sangrar. Esa práctica era habitual frente a hemóptisis incontrolables.  Yo acompañaba al Dr. Carlos Urtubey , mayor de la guardia, tisiólogo brillante, quien sería mi tutor y consejero y, tiempo después, un inseparable amigo. Espíritu bondadoso, humilde y generoso en transmitir conocimientos.  A pesar de su juventud, eran envidiables su cultura, solidez  clínica y una  llamativa manualidad que  evidenciaba, sobre todo, frente al paciente crítico. Dominaba la semiología y la radiología torácicas como pocos y hasta superaba diagnósticos de sus pares, jefes de servicio  y profesores. No era de extrañar entonces, que fuese distinguido por el maestro Vaccarezza  para la presentación regular de enfermos en los ateneos clínico-quirúrgicos de la entonces Cátedra de Tisiología.

Mientras regresábamos a la sala de guardia por uno de los tantos senderos del hospital, de pronto divisamos a un hombre con un niño en brazos corriendo hacia la sala de admisión y gritando desaforado : - Por favor, por favor mi chiquito hierve en fiebre y no puede respirar…

Se trataba de un niño de aproximadamente 4 años, casi inconsciente, con la cara vultuosa por la elevadísima fiebre. Llamaban la atención las cortas crisis de sofocación que cianotizaban sus manitos y, a la vez, un  sugestivo tremular  del hueco epigástrico y de los espacios intercostales. Una escasa secreción serosa escurría por sus comisuras. El Dr. Urtubey constató al momento una rigidez de nuca. Mientras se decidía la punción lumbar para luego derivarlo al hospital pediátrico, el pequeño quedó sumergido en  una profunda apnea, entró en convulsión pero, insólitamente,  una de sus piernitas no participó de la sacudida. Poco después, invadido por un manto de azul cobalto el niño falleció en insuficiencia respiratoria. Fue entonces que pensé: ¿No sería  la misma enfermedad que tenía preocupados a los pediatras del hospital de niños? 
  
En mi condición de recién iniciado aquel episodio representó  el primero e inatajable golpe a mis sentimientos todavía no habituados  con el pesado dolor humano. La imagen de aquella pequeña rigidez cadavérica, el imparable llanto de un padre inconsolable y el vacío de impotencia ante tamaña frustración…Pensé nuevamente: -¿Se estaría cumpliendo entonces el incierto presagio? Sin duda fue así. Horas más tarde comenzaron  a llegar  otros niños y también adolescentes y algún adulto y a poco estalló el mare mágnum sanitario frente a lo que parecía ser una enfermedad virósica que afectaba a las meninges, producía parálisis asimétrica , comprometía los músculos respiratorios y llevaba a la muerte por parada bulboprotuberancial.    

La insospechada  tragedia comenzó a envolver a Buenos Aires. Una nueva epopeya de dolor cubrió por meses nuestra ciudad extendiéndose luego por el resto del país. La historia se repetía implacable pero con otra fisonomía . Aquel  dolor humano se acompañaba con el penoso espectáculo de observar segmentos de cuerpo cual frágiles polichinelas. Cierto que la historia se repetía. Porque así como el Hospital Muñiz fue creado como casa de aislamiento luego de la  flagrante epidemia de fiebre amarilla en 1871, ahora esa  misma casa de aislamiento sería recipiendaria de una de las más tristes, inesperadas e invalidantes epidemias registradas en nuestra historia: la parálisis infantil o poliomielitis anterior aguda.

Epidemia! que equivalía a decir: pánico, desorden, anarquía, huidas, curanderos, drogas milagrosas, amuletos y estampas religiosas mezcladas con pastillas de alcanfor colgando del cuello de los niños para ahuyentar imaginarias miasmas contaminantes, y en las calles, el frenético blanqueado de los árboles con lechada de cal con el inocente propósito de impedir la fuga de malignos virus por ramas y follaje.

Por imperiosa necesidad fuimos entrenados en el manejo del pulmotor, aparato espeluznante que golpeó aún más nuestra impotencia profesional. 

Pocas semanas después se equipó al hospital con catorce respiradores mecánicos utilizando estratégicamente a una sala contigua a la guardia de urgencia. Fue así como de pronto el hospital cambió su estructura funcional y asistencial pero con ella también nuestra  conducta médica. Ya a pocos de nosotros   les alcanzaría el tiempo para ocuparse de los tosedores crónicos.

El aprendizaje y manejo del pulmón de acero  no fue fácil. Había que conocer física y química respiratoria y el oportuno manejo de las presiones positivas y negativas para adecuarlas a la frecuencia y presión de expansión torácicas deseadas. A todo ello se agregaba el desequilibrante componente emotivo por tener que enfrentarnos a criaturas que vencidas e inmóviles dentro del macabro cilindro de acero, se iban tiñendo de azul y morían por falla respiratoria.

Acaso lo menos soportable fue para mí ingresar a la sala de respiradores. La cadenciosa y torturante sinfonía de aquella ronca maquinaria que marcaba con su monótona batuta ¨ il tempo de  morire ¨ Porque muchos partían dentro de aquellas tumbas de acero. Y ya eran tantos que los pequeños cadáveres eran identificados apenas con una tarjeta colgada de un dedo gordo. Pero todavía más insoportable era asistir al  espectáculo de padres encaramados en los amplios ventanales de esa antesala del infierno con sus sollozantes expresiones pegadas al vidrio.

Día tras día. Mes tras mes fue transcurriendo aquel año fatídico donde viví en el hospital, casi sin moverme, queriéndolo como mi segundo hogar a pesar de la fatigosa y desalentadora faena que tenía por delante. 
Suele decirse que la lucha enconada frente a la  adversidad acrisola cuerpo y espíritu. Y que en tal sacudida es  donde afloran las virtudes que tanto inspiraron a Santo Tomás de Aquino: la fe, la esperanza y la caridad.
Creo que es allí donde pude encontrarlas: la fe que me permitió seguir luchando frente a ese desconocido y malvado genio epidémico que, implacable, se llevaba a tiernas existencias, o que a su paso las dejaba con la mustia flacidez de una estopa. También la esperanza de que tanta lucha por recuperar vidas nos brindaría a  cada día frescas y nuevas  fortalezas para el manejo asistencial de los enfermos. Y, por último, la necesaria  caridad para enfrentar con la entereza de un espíritu indeclinable el dolor de ese Ser en nuestras manos.

Con el transcurrir de los meses pasó la epidemia de la polio dejando un  penoso tendal de secuelas paralíticas y el triste espectáculo de piernas inválidas e hierros protésicos sosteniendo lo que sería para siempre un miembro inútil.

Así transcurrió ese inesperado y aciago castigo! 

Al cabo de varios años de trabajo en distintas áreas de la infectología que desarrollaba el hospital,  donde particularmente me interesé por las enfermedades exantemáticas, neurología, patología, radiología torácica y dermatología, tuve la oportunidad de ganar una beca de capacitación en el Instituto de Medicina Tropical de Sao Paulo y en la Residencia de Enfermedades Infecciosas y Parasitarias en el Hospital de Clínicas, dependientes ambos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sao Paulo, Brasil. Fueron aquellos largos y enjundiosos meses de intenso trabajo en las áreas de clínica, laboratorio y trabajos sobre terreno.

Era la primera vez que dejaba mi tierra y que me alejaba de mi hogar, de mi mujer, de mi hija de apenas  meses, y de mis compañeros y amigos. Cuántas veces en aquellos descansos dominicales, caminando por las anchurosas y onduladas calles de Sao Paulo, sentía un indescriptible vacío de soledad que ni el fragor de las bulliciosas calles podían quebrar. Fue así como la sentí. Esa soledad que tantas veces sería compinche de mi silencio.

Fue allí y en esa época de formación académica donde volví a enriquecer mi todavía joven mochila de infectólogo. Otra vez el genio hostil se ensañaría con el débil substrato humano. Una mañana de enero del año 1961 me encontraba rotando por el hospital de aislamiento ¨Emilio Ribas¨ donde ingresaban los enfermos graves y de difícil manejo.

La alarma sanitaria comenzó a esparcirse por todo Brasil. No había dudas. Otra vez el genio epidémico había comenzado su implacable descarga Un enfermo tras otro ingresaba con cuadro clínico similar: fiebre elevada con intensa raquialgia, síntoma éste de alta fidelidad diagnóstica. A las pocas horas  seguía una erupción monomorfa  de distribución centrífuga, como queriendo escaparse del cuerpo, que partiendo de una mácula congestiva maduraba en pústulas, duras, umbilicadas y fuertemente engastadas en la dermis. No olvidaré la exclamación de mi apreciado, y ya entrado en años, instructor y  consejero paulistano, Dr Gildo del Negro: ¨Meu Deus, isto e variola¨ ( Mi Dios, esto es viruela). Y no se equivocó. En la práctica médica no es infrecuente observar talentosos médicos con perfil bajo, casi desapercibidos, con discreto  currículum pero que manejan su profesión con criterio, intuición y con un profundo sentido de observación. Así era este humilde y gran tropicalista  brasileño.

A pesar del terror en contagiarme, volvía por la tarde y la noche al Emilio Ribas para observar la evolución del exantema del alastrin que ¨a priori¨ bien  podía confundirse con la varicela alastrinoide o la erupción variceliforme de Kaposi, frecuentes de constatar en pacientes debilitados o inmunodeficientes.

La epidemia de alastrin también pasó y, como otras, quedó en el olvido. Sin embargo todavía me pregunto:-¿Quedará así acuñado como otra trágica anécdota sanitaria, o debemos estar prevenidos ante la posibilidad de una reemergencia? reflexión que se apoya en el ¨suspenso¨ de una guerra biológica que apelaría a la diabólica modalidad operativa de aerolización de partículas virales  de pox-virus.

Luego de varios meses de estadía como residente y maestrando en aquel frondoso y educativo escenario brasileño, faltaba insertar en mi formación de posgrado una disciplina holística,  hasta ese momento para mí desconocida. Me refiero a la Geografía Médica y sus dos cohortes: Ecología Sanitaria y Epidemiología de terreno, en su conjnto ampliamente desarrolladas en la prestigiosa Escuela de Medicina Tropical de Sao Paulo. 
Dichos programas de entrenamiento incluían, estadística y cálculo probabilístico, edafología y perfiles de suelos, ingeniería sanitaria, flora y fauna y, con énfasis, bioclimopatología. Hoy está comprobado que este pretencioso y ampliado enfoque de nuestra disciplina  permite al  infectólogo de campo comprender la genuina esencia de los mecanismos que conforman el intrincado soporte biótico de una noxa transmisible. Al decir de los epidemiólogos rusos permitiría descifrar el paisaje epidemiológico de una enfermedad en el seno de Natura.

Cómo explicarles las intensas vivencias acumuladas en aquellos  laboriosos períodos de entrenamiento, atravesando  serranías, espejos de agua, montes  y selvas con sus caprichosas lianas serpenteando las gigantes y verdes copas. Cuánta belleza es cierto pero donde, solapada y   naturalmente camuflada, palpitaba la  historia natural de una enfermedad, muchas veces impredecible. Y era justamente eso lo que teníamos que aprender  a interpretar y saber rescatar apelando a la observación, intuición, imaginación, estudio y paciencia. 

En aquellas incursiones aprendí a reconocer áreas endémicas de necatoriasis, filariosis, Esquistosomiasis mansoni, Kala-Azar americano, malaria y por supuesto extensas regiones chagásicas. Aprendí también a capturar y reconocer vectores biológicos; a sangrar y a biopsiar animales centinela y reservatorios silvestres; y hasta conseguí extraer fragmentos de hígado de monos muertos en regiones prevalentes de fiebre amarilla selvática.

Por cierto que el disciplinado entrenamiento fue duro. Me instruí, aguanté  y sufrí. No había cansancio, ni calor, ni mosquitos, ni sed, ni claudicación. Había que seguir adelante y cumplir la tarea porque luego, en los laboratorios del Instituto, quedaba por procesar el material recogido en terreno y dar cuenta de los hallazgos.

Pero a la par de soportar  tales exigencias mi espíritu consiguió atesorar otra inefable enseñanza que no encontraría ni  en los textos ni en las aulas. El espontáneo y cálido sentimiento de  camaradería de nuestros instructores, esforzados y humildes operarios de la salud de tantas recónditas e inhóspitas regiones del trópico brasileño, allí donde el aislamiento, la pobreza, la marginación, el analfabetismo y la infaltable enfermedad marchitaban poco a poco el deseo de vivir. Fue en tales lejanías donde además me di cuenta cuán  necesario era estrecharse fuertemente las manos para comprender y sobrellevar ese infortunio social y, sin titubeos, aprender a decir: ¨no camines delante mío, puedo no seguirte. No camines a mis espaldas, puedo perderte. Apenas camina a mi lado y sé mi compañía…¨

A poco de finalizar esa etapa intensa y marcadora en mi especialización de postgrado tuve la oportunidad de acceder a otra beca de la Oficina Panamericana de la Salud, la cual me permitiría ingresar en lo que hoy acostumbro en llamar el genuino¨ oráculo de la verdad ¨ Me refiero al entramado fisiopatológico que rotula una enfermedad infecciosa: la patología basada en la evidencia macro y microscópica.

Fue entonces cuando empecé a  enfrentarme con el  mudo y enigmático cadáver, al lado del virtuoso pero más aún generoso profesor de Patología, el Dr. Thales de Brito, quien había regresado, hacía poco, de Estados Unidos con el merecido título de master en patología otorgado por la Universidad de Harvard.

Frente al cadáver el Dr. Thales. con su habitual y cadencioso monólogo iniciaba la minuciosa descripción de la tragedia macroscópica. A su lado Yo lo observaba atento y maravillado por la habilidad  con que evisceraba órgano por órgano. Era aquella una austera ceremonia científica donde ambos, sin romper la quietud de la muerte, experimentábamos el profundo  respeto hacia esa ineludible realidad,la misma que por antojo nos lleva sin piedad y sin retorno! 

Luego de varios meses de entrenamiento regresé a la diaria tarea de mi hospital llevando en el íntimo arcón de remembranzas aquellas imborrables lecciones de vida que supieron enraizar  una utilitaria formación académica. Ello afianzó más aún mi sentimiento de lealtad hacia la figura  de tres inequívocos paradigmas del humanismo médico y de quienes fui su entusiasta discípulo: los Profesores Alfredo Manzullo, brillante bacteriólogo e inmunólogo argentino; Carlos da Silva Lacaz, eminente micólogo brasileño  y  acaso el máximo exponente de la Medicina Tropical Latinoamericana, mi querido maestro ¨mineiro¨ Aluizio Prata.

Desde mi regreso definitivo sentía que aquellas ilusiones un tanto deshilvanadas a las que aludí comenzaron a arremolinarse en mi ánimo aventurero. Deseaba aplicar cuanto antes todo aquello que había aprendido. Temía, por cierto, que el tiempo aplacara mi ya impaciente vocación de terreno. Fue entonces cuando me jugué y a riesgo de sufrir las sanciones disciplinarias por parte de la dirección del hospital debido a mis  escapadas al interior, decidí con todo  "tirarme de la General Paz" e iniciar el temerario  peregrinaje por el empobrecido techo  norteño donde la belleza sin par de valles y quebradas, sus apretados montes y enmarañadas selvas  contrastaban  con una lamentable carencia societaria. 

Por el invierno del año ‘68 y en un descampado formoseño vecino al río Teuco fue donde me inicié como médico de campo, junto a un grupo humano interdisciplinario que más tarde seguiría acompañándome  en los viajes de reconocimiento sanitario y que abarcarían comunidades indígenas wichi, toba  y guaraní, asentadas en las provincias de Salta, Formosa, Chaco y Misiones. También allí me impregnaría con la miseria humana que representaba otro mojón inocultable de la vergüenza de mi  tierra.

Frente a esas genuinas etnias de nuestro suelo tuve que esforzarme por entender  su vernácula doctrina, única manera de ser aceptado  por ellas y llegar a entender  la inexplicable exclusión social. Fueron trece años de ardua tarea, con idas y retornos, casi sin apoyo privado, institucional y menos aún de algunos funcionarios de turno que consideraban al indígena nómade, desleal, vago e in integrable a la comunidad de ¨ paisanos¨ blancos. Esos mismos paisanos que, al igual que Yo, no podrán ya eludir las miradas de demanda de esos seres postergados.

Todavía hoy me resulta ingrato resumir a Ustedes la deplorable forma de vida de aquellas comunidades donde todavía hoy, por trágico antojo del destino, siguen en una lánguida e inexorable extinción, consecuencia de la insensible conducta de la sociedad circundante. Tales núcleos humanos sedentarios solían agruparse en familias donde el hombre debía alejarse al monte por largos períodos en busca de trabajo. Obligado siempre a extenuantes jornadas en casi su exclusiva labor como hachero, y retribuido con un misérrimo salario que a poco  de finalizada la misma malgasta en la ingesta de alcohol de bajísima calidad.

Conocido el techo norteño como región endémica de chagas, durante mi permanencia tuve la oportunidad  de asistir al penoso espectáculo de ver morir por falla cardiaca (el clásico síncope chagásico descrito por Salvador Mazza y su patólogo Eduardo Jörg) a más de un joven mataco. Recuerdo la ocasión donde  tras el fuerte hachazo asestado en un enorme eucalipto, la maciza herramienta quedó vibrando, temblorosa, tras  la  caída sin vida de un indígena ignorado.

Las viviendas o enramadas utilizadas por estos pobladores eran frágiles y precarias por estar construidas apenas con ramas entrelazadas y ¨sopapeadas  ¨con barro. No debía asombrar entonces el rescate, a mano llena, de vinchucas y otros especímenes de la fauna insectil.

Como era de imaginar ninguna vivienda disponía de agua potable ni de letrina. Mientras que el agua era tomada de riachos y diversos espejos de agua, las  deyecciones era costumbre depositarlas bajo árboles a poca distancia  de la vivienda. De igual modo procedían con los  desperdicios habitacionales esparcidas dondequiera, expresando la desidia de comunidades que mostraban estar detenidas en el tiempo y desamparadas culturalmente. Entonces,¿ era esa la pretendida razón por la cual ciertos paisanos blancos tiznaron con los humillantes atributos de vagos, desleales e inintegrables a los históricos herederos de tantos soleados y polvorientos horizontes de nuestra tierra norteña; y además poseedores de  una capacidad intelectual inesperadamente superior a los sujetos mestizos?  ¿ O acaso la razón humillante radicaba en que tales individuos se hallaban inmersos en un existencialismo  de casta reñido con las supuestas costumbres  europeas? Sea como fuere, todavía hoy es penoso reconocer que en el escaso retazo que  aún queda de la noble historia indígena, no se vislumbra siquiera un gesto de generosa y espontánea reivindicación hacia esos hijos de la pacha mama.  

Sin que a nadie importara, aquella ambiencia descontrolada representaba  un ecosistema yermo y altamente contaminado. Por supuesto mantenido por una relegada e iletrada conducta humanas. Así, los muestreos microbiológicos realizados en diferentes horizontes ecológicos evidenciaron la exuberante prevalencia de bacilos tíficos y disentéricos, leptospiras, protozoarios intestinales y una exuberante fauna insectil constituida por triatominos, ácaros, pulgas, piojos e insectos excrementófilos; además de roedores, ratas y …más ratas . Qué más quedaba por ver en aquel  lamentable desaseo viviente que a modo de niebla perdurable desdibujaba la imponente  belleza nativa del norte argentino.

Pero en  aquel escenario deplorable todavía me faltaría por conocer los acostumbrados sortilegios  utilizados en  el culto de la brujería y la  profunda superstición, ese invisible amuleto en el cual  tantas veces busca amparado el débil e indigente.
                                          
Los años fueron así pasando, casi  vertiginosamente, donde me tocaría  enfrentar, además de la habitual tarea hospitalaria, el desafío de algo nuevo, miserable o insólito, por ejemplo el desgajado mendigo cubierto de larvas de moscas o, de pronto, aquel despavorido sujeto que acudía, medio asfixiado, agarrándose el cuello por habérsele atravesado un hueso de pollo en la encrucijada aerodigestiva.

Confieso, sin vergüenza, que en aquellas lejanas décadas del medicato interno no había patología más burlona y controvertida que enfrentarse con una   faringoamigdalitis  seudomembranosa, exigente de un presuroso  diagnóstico debido a la vigencia de la temible diftérica. Saber interpretar una garganta diftérica en su contexto fisiopatológico significaba poseer una indudable destreza semiológica. Más  aún,  lograr diferenciarla con certidumbre de otras  anginas seudomembranosas, Apenas agrego que asistir al óbito de un niño diftérico, complicado por una miocarditis sobrevenida por error o demora en el diagnóstico, tal como lo viví en el brote de difteria en la década del ’60, no puede olvidarse. El deceso solía ser tan  inesperado que sorprendía al niño jugando en la cama. El anuncio de la   infausta escena comenzaba con el pequeño extremadamente pálido, quien de pronto se mostraba  indiferente ante sus juguetes y su alrededor. Al momento, como vencido por una profunda astenia,  recostaba su cuerpecito sobre el lado contrario de quien lo observaba,  como queriendo anunciar  a su madre y al médico que estaba listo para dormir… que en realidad era partir. Entonces iniciaba el eterno sueño de la miocarditis diftérica. Mientras tanto la madre y hasta el médico inexperto  suponían que el niño dormía apaciblemente.

También acudían  otras patologías inesperadas y hasta desesperantes; algunas  poco menos que fulminantes, que jugueteaban apenas horas con la vida del enfermo hasta conducirlo al óbito y dejando al médico sin capacidad de respuesta. Era enfrentarse con la gangrena clostridial, el tétanos agudo, la hemoptisis   incoercible, la inexorable rabia y, también, algunas de difícil reconocimientoo como ciertos  emponzoñamientos por arañas o serpientes venenosas, o también de pronóstico reservado y difícil manejo terapéutico como   los síndromes landriformes, el extenuante botulismo y las ya casi olvidadas  meningoencefalomielitis  desmielinizantes post-vaccinales.

Todo eso aprendí y viví en la vieja casona de aislamiento, que  también constituía  un generoso asilo de tantas patologías de la pobreza. Mi querido hospital Muñiz, con quien compartí días intensos y luminosos aunque también tristes  crepúsculos  de grises lloviznas. Esa ya vieja casona que ahora la siento  como el hogar de mis recuerdos! Porque en ella transitó mi vida, desde el lejano practicantado hasta ir ocupando   suscesivos  cargos asistenciales y docentes que culminarían con  la jefatura de unidad y el cargo de Prof. Titular de la disciplina Enfermedades Infecciosas, respectivamente.

Pero aún restaba por llegar el insospechado año ‘96 donde en forma inesperada me toparía con el gran desafío: África, ahora no ya como el jóven médico visitante de un  hospital liberiano sino como experto en medicina tropical, convocado por el alto Comisionado del  las Naciones Unidas, para refugiados de guerra en el continente negro. La misión era mejorar la formación de médicos de distintos países que cumplían la función asistencial en hospitales y centros de salud con pabellón argentino, radicados en Ruanda y Zaire y que respondían a la Organización no Gubernamental Médicos en Catástrofes, liderados por el distinguido cirujano argentino Dr. Abel Pasqualini.

Ruanda, apenas un pañuelito ecológico centrado en  el corazón mismo de la esotérica tierra africana. Sus escasos 26.300 Km2  abrazaban a  un bello  oasis gracias al  imponente paisaje de los vecinos lagos Victoria, Tanganika y Kivu.

Impresiona saber que esa miniatura territorial,  casi superponible a la provincia de Tucumán, albergara cerca de siete millones trescientos mil habitantes poco antes del brutal etnogenocidio  acaecido en el mes de junio de 1994. Más impresiona todavía pensar que en aquella matanza feroz desencadenada por sus propias etnias hutu y tuttsi, en apenas  dos meses, murió un millón de ruandeses a expensas de un fanático primitivismo que  martirizó, decapitó y mutiló a simple filo de machete. A partir de entonces solo quedó un país desolado, huérfano y atestado de epidemias. Luego, en aquella  tierra añosa y formidable, deambularía, y vaya a saber hasta cuando, un pueblo desangrado, rebelde y marginado.

En ese contexto de profundo odio tribal y desintegración social quedó asentada la misión de médicos argentinos con la cooperación de profesionales  de otros países y bajo el emblema patrio celeste y blanco.
Otra vez me encontraba lejos de mi tierra. Tan lejos y rodeado de incertidumbre, odio y enfermedad. Cuántas veces llegué a mirar nostálgico cómo ondeaba sobre el rústico mástil del hospital argentino la elegante y bella enseña de mi añorada patria libre.

En plena jungla y a 85 km de Kigali, capital de Ruanda, se encontraba el hospital de Muhororo, principal baluarte sanitario argentino con una capacidad para 100 camas frente a una demanda de cobertura asistencial vecina a 45.000 habitantes. Era lógico entonces esperar en cada jornada de labor largas y pacientes colas de cabecitas negras rogando asistencia, muchos de ellas huyendo de promiscuos campos de concentración que simulaban campamentos de refugiados.   

Confieso que sería para mí más que difícil definir la real  magnitud del dolor del hombre negro de esas latitudes. Sobre todo por haberlo presenciado y sentido muy de cerca creo que hasta podría quebrarme. Ese profundo dolor ancestral que aún sigue retorciendo con pesadas cadenas de sudor y resignación la historia de vida del hombre africano. Bastaba apenas observar unos instantes  su mirada: melancólica y  vagando por el horizonte en procura de la ventura perdida. Pero todavía había más porque a ese mudo lamento legendario debía añadirse el surgido como consecuencia de  la  indigencia, la  marginación y carencia alimentaria. Me refiero al desmoronamiento físico.

No creo necesario enumerar todos los  padecimientos identificados en la abultada geografía médica de ese trozo ardiente del continente negro. Sí destacar, en cambio, el difícil reconocimiento clínico y las limitaciones en el manejo de enfermedades que en ocasiones hacían vacilar al médico  más ducho y cultivado. Una de las tantas dificultades era, por ejemplo, reconocer una dermatosis sobre la piel de un sujeto de color. Una falta de libreto, por cierto, no calculada en nuestros libros de semiología. Del mismo modo se tornaba poco menos que irreconocible la incipiente mácula hipoestésica de la lepra o, también, la modalidad dimorfa reaccional. Y qué decir sobre patologías eruptivas pustulares de los niños entre las cuales, por existir en Africa, valía reconocer el simian-pox,  confundido bastante tiempo con la varicela alastrinoide. 

Sumido el pueblo ruandés en  aquel profundo debacle social y  los mutuos hostigamientos guerreros, no  debía sorprender que la figura sanitaria dominante fuera la  desnutrición masiva, esa tan repetida y deshilachada arpillera que pretende cubrir la vergonzante inequidad social, mostrando dos de sus tristes imágenes : el marasmo y el kwashiorkor,  prevalentes sobre todo en  niños menores de tres años.

Tras ellas los padecimientos  multicarenciales que cubrían con lamentables diseños la vulnerable piel bajo el trópico: me refiero a la pelagra, el escorbuto equimótico, la xerodermia fisurada, las cegueras queratomalácicas, la sarna noruega, etc. Y más graves todavía, debido a la   asociación microbiana, la presencia del ectima por Pseudomonas , la torturante úlcera de Buruli por Mycobacterium ulcerans  y el noma o cancrum oris debida a Fusobacterium necroforum.

Creo conveniente recordar aquí  que durante mi formación en el hospital Muñiz tuve ocasión de asistir muchos casos de fiebre tifoidea, desde las formas leves o tifoidetas  hasta aquellas graves y delirantes formas clínicas ataxoadinámicas, el genuino "tifus" de la escuela europea expresando el clásico delirio estuporoso. En tales situaciones había que tener sumo cuidado en palpar el globuloso y casi silente abdomen, sobre todo en invierno, debiéndolo hacer con la mano entibiada para evitar la contracción del endeble intestino, a riesgo de que desprendiera la  escara de la tercera semana y, tras ello, la perforación intestinal. Sin embargo eran contados los casos con este suceso. Todo lo contrario acontecía en el hospital africano, donde la mortal complicación fue comprobada en un elevado porcentaje de casos. Y digo mortal porque ningún tífico perforado lo ví recuperarse salido del quirófano. Estimo que la  elevada letalidad en esta población negra se debió a la frecuente asociación con variadas especies parasitarias, las carencias nutritivas, la virulencia del bacilo tífico y el déficit inmunitario.

Otra patología aciaga, con elevada morbimortalidad, fue la malaria por la especie falciparum con su frecuente localización cerebral en el marco de una extensa  vasculitis  trombosante. Casi siempre obital se tornaba más trágica aún cuando sucedía en una mujer embarazada quien, indefectiblemente, perdía a su hijo.Y agrego todavía otras patologías de pronóstico incierto como la filariasis, Loa Loa, el Kala- Azar africano, la esquistosomiais, el grave prolapso rectal por tricuriasis, la queratitis esclerosante en la oncocerquiosis seguida de ceguera, la elevadísima letalidad por el virus Ebola, el invasivo y destructor linfoma de Burkit y el trágico colofón, la creciente morbimortalidad por la tuberculosis y el SIDA, productos en parte debidos a la infame supervivencia en los pretendidos campos de refugiados.

Fue así como se presentó ante mis ojos de médico aquel inimaginable pandemónium ruandés. En el más pequeño pero acaso más violento país africano que enfrentaba a dos sociedades semi bárbaras en pugna por subsistir. Una, la más opulenta, ejerciendo el brutal poder; la otra resignada soportando la orfandad de una patria negada.

De ese modo Ruanda soportó el tremendo  azote de una antinomia social alentada por el fanatismo tribal, la  violencia, el odio y la herrumbrosa imagen de  la miseria y la enfermedad.

 

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