La información genética: ¿La fuerza del destino?
“-Dr. Álvarez, dos de los pacientes a los que les hicimos una prueba para detectar la predisposición a problemas deficiencias coronarias, resultaron ser positivos para el gen ApoE”, comentó, preocupada, la Dra. Ayerza.
“-¿Tenemos la obligación de informarles que corren el riesgo de desarrollar Alzheimer?”
-“Para nada”, respondió sin dudar un instante el Dr. Álvarez. “-Es más: si tenemos alguna obligación, es la de no informarles. ¿Qué bien les haríamos si supieran de que corren el riesgo de sufrir una enfermedad para la que no hay prevención ni tratamiento? Sólo les causaría angustia.”
El hecho de que el descubrimiento del riesgo de desarrollar una enfermedad se deba al azar, sin ser solicitado por el paciente ¿exime al médico de informarle otros hallazgos genéticos? ¿Acaso la postura del Dr. Álvarez no es excesivamente paternalista, en la medida en que él, personal y unilateralmente, toma la decisión de omitir información importante para otros?
Pero los interrogantes no se agotan en circunstancias como las descriptas ¿Acaso la gente tiene el deber de conocer su condición genética, aun cuando prefirieran ignorarla? Y el, por su parte, médico ¿tiene el deber de informar al paciente, aun cuando el paciente haya declarado que no quiere conocer el resultado de la prueba?
La paradoja a la que se enfrentan los profesionales en la práctica del asesoramiento genético es que se puede descubrir casi todo y curar casi nada. Y no es mera retórica: el peso de esta afirmación en nuestras vidas se vuelve patente cuando tomamos conciencia de que las enfermedades genéticas o, cuanto menos, la predisposición a contraerlas, es un riesgo que todos corremos, sin contar con que entre ellas se encuentran enfermedades tan comunes como lo son el cáncer, las enfermedades coronarias y la diabetes.
Valiéndose de una prueba genética y una vez que se identifica el gen que causa determinada enfermedad, hoy es posible detectar si un individuo es portador de ese gen. En algunos casos, la aparición de una mutación genética puede causar por sí sola la enfermedad. Pero no necesariamente: en muchos otros la presencia del gen alterado sólo indica una mera predisposición a llegar a padecerla, esto es, un aumento en las probabilidades de que la enfermedad se desarrolle. Y tal vez no se desarrolle nunca.
Esta incertidumbre no frena las investigaciones en biotecnología. Por el contrario, es posible pronosticar que pruebas que hoy son complejas y costosas, probablemente pronto serán simples y económicas de llevar a cabo. Este progreso vuelve a la información genética una caja de Pandora, y plantea dilemas éticos impensables unos años atrás:
El empleador ¿tiene derecho a conocer la predisposición genética del empleado?
El seguro o las prepagas médicas ¿pueden exigir una batería de pruebas genéticas como requisito para aceptar a alguien en calidad de afiliado?
Y las compañías de seguros ¿pueden pedirlas como condición sine qua non al solicitante de una póliza?
El genetista ¿qué cantidad y calidad de información debe brindar al asesorar a un paciente –adulto o menor–?
¿Y a una pareja que espera un hijo? Antes de contraer matrimonio ¿se debe hacer partícipe de esa información al futuro cónyuge?
Información en el ámbito laboral
“-El programa de pruebas genéticas que ofrece la empresa es absolutamente necesario”, prosiguió el Gerente de Personal. “Nuestro proceso productivo involucra agentes radiológicos y sustancias químicas potencialmente nocivas. Es una locura exponer a las mujeres embarazadas al azar de la radiación, porque podría provocar graves deformidades en el niño. Pero como a veces las mujeres están embarazadas sin saberlo, es mejor no emplear a mujeres en edad fértil”.
“-No estoy de acuerdo”, respondió Susana R., claramente disgustada. “-Usted se está valiendo de la política de la empresa para tomar decisiones que la gente debería tomar por sí misma. Si una mujer quiere correr el riesgo, debería permitírsele correrlo. Después de todo, la radiación puede volver a los hombres estériles, así como puede provocarles un daño severo. La política de la empresa es discriminatoria.”
La Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires promulgó en 2001 la ley Nº 712 llamada ‘Garantías al patrimonio genético’ que prohíbe a los empleadores utilizar información genética como criterio de contratación o de promoción de empleados (art. 9). El espíritu que anima la norma es, sin lugar a dudas, digno de elogio. No obstante, los empleadores pueden creer que tienen buenas razones para conocer cualquier factor que pueda afectar la salud y grado de cumplimiento de las personas a su cargo. Y puesto que, al tener empleados a su cargo, deben responder a obligaciones financieras y legales, puede parecerles lícito reclamar el derecho a conocer toda información importante sobre su salud.
Estas razones se expresan en cuestiones de relevancia social vinculadas con las pruebas genéticas, que no pueden ser pasadas por alto: ¿deberían los empleadores obligar a los trabajadores a hacer las pruebas genéticas con el propósito de que, una vez con los resultados a la vista, no dar trabajo, o incluso despedir, a quienes tienen predisposición a contraer alguna enfermedad desencadenada por las condiciones laborales?
Al evitar riesgos ¿acaso no están protegiendo al empleado? ¿Pero acaso ésta no es una excusa que los exime de procurar mejorar las condiciones del medio laboral? ¿Y qué decir si la oferta de trabajo es escasa, y el empleado prefiere correr el riesgo a quedarse en la calle? Estas cuestiones fácticas ocultan serios dilemas morales. En la esfera privada, nadie desea que su empleador conozca su predisposición genética. Concomitantemente, en la esfera pública, la ley contempla apropiadamente el derecho a la privacidad y a la intimidad de las personas por sobre los otros intereses laborales en juego.
Información en pólizas de seguros y seguros médicos
¿Se debería informar a las compañías de seguros sobre los resultados de las pruebas genéticas?
La mencionada ley 712 prohíbe a las compañías de seguro, obras sociales, empresas de medicina prepaga y aseguradoras de riesgo de trabajo solicitar, requerir para la afiliación, o entregar a terceros información genética (art.8). Las razones que fundan la norma alegan que permitir el acceso a la información genética puede dar lugar a que, antes de admitir el ingreso en su sistema a un aspirante a ser asegurado, las compañías de seguros exijan una prueba genética y, una vez calculada la prima que deberá pagar, hasta pueden incrementar sus precios a quienes padecen ciertas predisposiciones genéticas. Pero además, los seguros médicos o las empresas de medicina prepaga pueden cancelar la cobertura existente.
Ahora bien: ¿acaso las compañías aseguradoras o las prepagas no tienen el derecho de conocer los riesgos que corren antes de asegurar a un potencial beneficiario? En contrapartida, ¿acaso los individuos no tienen el derecho de mantener en privado esa información? Se ha dicho que uno de los principios que deben animar a estas instituciones es el propósito social de proteger al beneficiario. Y, por cierto, este propósito sería socavado si se autorizaran las pruebas genéticas para determinar si una persona puede ser o no asegurada o afiliada.
Información familiar
Otro es el panorama cuando el asesoramiento genético se lleva a cabo en el marco de la relación médico-paciente. Ante la predisposición a contraer enfermedades tratables, informar al portador del gen puede beneficiarlo, pues puede alertarlo a que inicie un seguimiento médico para que, en caso de que llegue a desarrollar la enfermedad, reciba lo antes posible el tratamiento apropiado. Conociendo su predisposición, puede también evitar los factores ambientales que pueden llegar a desencadenarla.
Muy distinto es el caso de las enfermedades intratables: en los desórdenes de un único gen –tal como es el Corea de Huntington, enfermedad hereditaria que aparece cerca de los treinta años, y provoca la pérdida progresiva de las funciones motrices, trastornos del lenguaje y demencia–, y pese al reconocimiento de este gen, ni siquiera una intervención médica prematura puede modificar el curso de la enfermedad. Y por el momento no hay cura. Es comprensible entonces que mientras que hay quienes desearían conocer si son portadores del gen para poder tomar decisiones informadas en cuestiones personales tales como el casamiento, la crianza de los hijos o el estilo de vida, otros prefieren no hacerse las pruebas por temor a la depresión, al estigma social o incluso, aun cuando finalmente se descubra que no se es portador del gen pero sí lo es un hermano, la sola culpa de sobrevivir.
Información prenatal
“-Carlos y yo no querríamos criar un hijo normal”, dijo Anamaría. “Los dos sabemos lo que es sufrir de enanismo, y podríamos ayudar a un niño enano”.
“-Entonces usted quiere que yo le haga una amniocentesis, y después le informe el resultado?” Le preguntó, entre dubitativo y asustado el Dr. Nicolini.
“-Precisamente, queremos un hijo como nosotros”, dijo sin dudar Anamaría. “Estamos orgullosos de ser enanos, y nosotros militamos para que la gente reconozca que nuestra cultura y modo de vida son tan buenos como los de los demás. Tener un hijo normal sería una traición a nuestros ideales y a nuestro modo de vida.”
“-La verdad es que no sé qué decirle”, respondió el Dr. Nicolini. “Normalmente, la gente quiere evitar tener un hijo con la mutación que produce el enanismo.”
Las pruebas más corrientes son las prenatales, en las que se intenta detectar anormalidades cromosómicas en el feto. La práctica usual en casi todo el mundo occidental es que el médico genetista informe a los padres, quienes deben decidir si interrumpir o no el embarazo. Otras decisiones complejas son aquellas que involucran enfermedades hereditarias que pueden afectar más tarde a los que hoy son niños. Algunos están convencidos de que puesto que lo esencial es proteger los intereses del niño, se debe pensar muy bien antes de hacer una prueba cuya información produzca efectos negativos sin beneficio alguno: mientras que tiene sentido hacer una prueba genética de una enfermedad para la cual existe cura, hacer la prueba para una enfermedad que no puede ser tratada o que no se va a manifestar hasta que el individuo sea adulto, es una decisión éticamente mucho más controvertida.
Adviértase que la genética, históricamente, gozó de mala prensa debido a los movimientos eugenésicos que culminaron en la experiencia nazi donde, entre otros horrores, se buscaba procrear individuos arios con rasgos puros destinados a ser educados por el Estado. La nueva genética tiene en claro que por respeto a la autonomía parental y a la privacidad familiar, son los padres quienes deberían decidir si hacer o no las pruebas genéticas para saber si su hijo tiene o no predisposición a padecerla, en cuyo caso el genetista tiene la obligación de revelar toda la información disponible. Ocultarla es una forma de paternalismo médico hoy en día severamente criticado.
Lo cierto es que las decisiones genéticas son absolutamente personales porque de ellas depende el bienestar de familias enteras, y como dijo un genetista, “-Yo no me voy a llevar el bebé a casa, los padres lo harán”. El asesoramiento se ha basado en el respeto a la autonomía de los padres que consultan, expresado en la neutralidad valorativa –el valor de la decisión moral es relativa a cada pareja en particular– y en abstenerse de influir en las decisiones de los padres.
Pese a que el genetista se precia de ser ‘valorativamente neutral’, esta misma neutralidad es desafiada cuando una mujer busca tener un niño con un ‘defecto’ de nacimiento específico. El deseo de algunas parejas cuyos miembros padecen ellos mismos discapacidades, de asegurarse de que van a tener hijos con la misma discapacidad –ya sea enanismo o sordera o ceguera–, ha puesto en tela de juicio ese pretendido respeto a la autonomía parental. Pues se suele afirmar que lo que está en juego, en rigor de verdad, no es tanto la autonomía de los padres sino la autonomía potencial de ese niño que será traído al mundo en condiciones desventajosas, aquello que el filósofo Joel Feinberg ha llamado “el derecho del niño a un futuro abierto”.
Información premarital
También es posible realizar pruebas premaritales –especialmente entre grupos étnicos que presentan cierta predisposición a ciertas enfermedades–, que permiten a las parejas elecciones reproductivas informadas. Saber que uno de los miembros de la pareja puede llegar a desarrollar cierta enfermedad puede ayudar a tomar medidas preventivas –ya sea un tratamiento temprano o la decisión conjunta de abstenerse de tener hijos genéticamente propios–.
Pero no siempre sucede de este modo. Pues en contrapartida, los individuos portadores de genes causantes de enfermedades pueden ser ‘esquivados’ como pareja para contraer matrimonio. Uno de los temores es que con el tiempo, las pruebas genéticas tal vez inauguren una nueva forma de discriminación: considerados como parias genéticos, estos genéticamente indeseables pueden llegar a ser una especie de desclasados de la sociedad, estigmatizados por su herencia biológica, rechazados por quienes creen en un incipiente determinismo a ultranza, creencia novedosa y errónea si las hay, porque no toma en cuenta ni los factores ambientales ni los culturales, tan o más importantes que los genéticos en la constitución de la persona. Esperemos que no llegue el día en que, una vez que aspiramos a dejar de ser juzgados por el color de nuestra piel, lo seamos por la calidad de nuestros cromosomas.
Saber o no saber
Aunque los investigadores se encaminan a lograr identificar el catálogo completo de genes y sus enfermedades asociadas, paradójicamente el concepto de enfermedad genética no es tan claro como parece. Muy raramente se da el caso de que si una persona es portadora de cierto gen, invariablemente desarrollará determinada enfermedad. Parecería entonces que no todo lo que se puede conocer, se debe conocer. Especialmente porque la mayor parte de la información genética es tentativa: no nos dice lo que una persona es o padece, sino lo que puede llegar a ser o a padecer, que es muy distinto. Y cuando lo que se halla en juego es el descubrimiento de que se es portador del gen asociado a una enfermedad para la cual no hay cura, el conocimiento genético toma la forma de una amenaza latente, una bomba de tiempo, una espada de Damocles que –al fin y al cabo– socava la vida presente.
Curiosamente, vivimos en una cultura que exalta el conocimiento, estimado como un bien absoluto. Pero ya en el Génesis el árbol de la vida y el árbol del conocimiento son dos árboles diversos. Y cuando Edipo reconoce su verdad, se ciega para no ver. En cuanto a las predisposiciones genéticas, para muchos, tal vez sea mejor vivir sin saber. En el mejor de los mundos posibles estaría disponible un medio de prevenir la aparición de una enfermedad genética o de tratarla efectivamente. En ese mundo, las cuestiones morales y sociales mencionadas se resolverían. Por el momento, ese mundo no llegó.