Un crudo relato del Dr. Julio César Guerini

Recién ahora

El vértigo del mundo golpea la puerta de la medicina.

Autor/a: Dr. Julio César Guerini

Recién ahora puedo poner en palabras escritas algunas cosas que incluso nunca pude poner en palabras dichas.

En general tengo una muy buena memoria, en la que recuerdo detalles inútiles con precisión quirúrgica. La ropa que llevaba puesta tal persona un día cualquiera, las palabras exactas en una conversación al azar, el perfume de un paciente o el hedor de un cadáver.

Ya pasó más de dos años desde aquel día. Sin embargo, lo de ese día está medio desordenado en mi cabeza, en el pecho, en las manos. De a ratos se me viene la imagen de ese globo desinflado tirado en el piso, con un líquido espeso y rojo alrededor que se confunde con el color rosa del globo. O es el globo el color rojo y el líquido color rosa. No sé, no estoy seguro. No sé si la imagen que me despertó tantas veces de ese sueño, es fiel a la imagen que causó que un par de semanas después que me pasara eso, comenzara a despertarme repasando en mi cabeza una y otra vez, si fue correcto lo que hice. Entiendo que la idea que quiero trasmitir es confusa, pero así me siento también.

Además recuerdo unos gritos lejanos, como apagados, hacia el fondo de un pasillo que no llego a ver pero sé que está allá, al fondo a la derecha, pasando los ascensores. Recuerdo gente parada, vestida de forma similar pero de distintos colores, mirando hacia el lado de ese pasillo. Recuerdo también un camillero que entró corriendo, desesperado. Fernando se llama. Es medio rengo para colmo, lo que hacía que ese correr sea más llamativo aún.

Me veo caminando a paso rápido, pero sin correr, yendo a preguntarle a Fernando qué pasaba. Recuerdo que no entendí la respuesta hasta los 5 segundos siguientes. “Un nene”, llegó a decirme, medio agitado, inclinado hacia adelante, agarrándose las rodillas. Recuerdo el silencio que se hizo de golpe.

Levanté la mirada hacia el pasillo. Sentía el tropel al fondo. De golpe aparecen tres personas corriendo casi sin fuerzas y menos aún con aire. Cuando los tuve a 5 metros, noto que las personas eran cuatro. Tres las que venían corriendo, y una más pequeña, en brazos del que venía al medio.

Recuerdo que eran dos mujeres y dos varones. El varón del medio, llevaba a otro varón (“el nene”) en brazos. A cada lado, una mujer. Una con ropa similar a la gente que tenía distintos colores adentro y la otra, no recuerdo qué traía puesto.

Siento de golpe el peso del nene en mis brazos. Por la fuerza de gravedad actuando, me doy cuenta que ese nene no es tan nene. De forma automática giro y empiezo a correr, ahora sí. Retomo el mismo camino por el que llegué hasta el pasillo. La gente vestida de colores que antes estaba mirando de dónde venían los gritos, ahora estaba agolpada a la entrada del pasillo. Noto que esos colores son ambos médicos. Nadie me mira, sino que miran lo que va colgado en mis brazos. Yo no puedo mirar, no quiero mirar. Pero eso que llevo está helado, frío.

Eso que llevo, es un nene de 9 años. Eso que llevo, me voy a enterar después, se llama Lisandro. 

Paso corriendo entre practicantes de guardia. Al pasar veo a mi compañera, Ileana, que está revisando a otros pacientes. Le grito, suave y haciéndome el tranquilo. Pero estoy sumamente cagado, cagado en las patas de tener en los brazos a un nene muerto. Y muerto de miedo yo, por no saber cómo carajo le voy a decir a sus padres que su hijo está muerto. El tema es que no quiero que nadie se dé cuenta. Hay un señor con un suero en el brazo recostado sobre una camilla en el pasillo. A ese sí le grito, mal, fuerte. Lo corro a los gritos. Casi se cae, pero no me importó.

Pongo al nene, frio, en la camilla. Vuelvo a gritar ¡¡Cristina y Susana, consíganle una vía!! Ellas son dos enfermeras del hospital, y además mis amigas, compañeras, confidentes. Las quiero, por eso me animo a gritarles, porque también me quieren. Saben cómo me pongo cuando caen chicos o “nenes a la guardia”.

Comenzamos a desvestir a ese nene. Tiene un pijama gris, con elefantitos. Se lo hacemos mierda, lo cortamos. Lo miro a la cara por primera vez. Todavía me arrepiento. Tiene los ojos verdes, hermosos. También tiene las pupilas como dos botones de un saco negro. Enormes, enormes y negras.

Empezamos, con Ileana, a reanimarlo. Sigue helado, se le notan las livideces. Lleva un tiempo muerto. Me lo hacen ver, me lo dicen los que me rodean como si no me hubiese dado cuenta, pero sigo reanimando. No porque piense que vaya a revertir el paro, sino porque me da tiempo a pensar como mierda voy a hablar con los padres para confirmarles que su hijo está muerto.

En mi trabajo como forense es más fácil, en cierto sentido, lidiar con la muerte. Cuando llegamos a un lugar del hecho, nadie duda que el muerto está muerto. Incluso “resolvemos” un problema al llevarnos el muerto del lugar.

Pero acá es distinto. En un hospital es muy distinto. Más aún, en un hospital de adultos, es muy distinto que te traigan un muerto y vos le digas que sigue muerto porque no pudiste revertir el paro. Siempre, los que esperan afuera, aguardan la noticia del milagro de la vida ¡¡Ay, gracias a Dios!! escuché decir mil veces, mientras mi respuesta interna era ¡¡Ay, gracias a las ampollas de Adrenalina y a las cardioversiones!!. Sin embrago, ese milagrito muy pocas veces ocurre. Pero más aún, que a un hospital de adultos traigan un nene muerto, es peor. En general, los que tratamos adultos, nos descolocamos con los niños.

En eso, mientras seguía comprimiéndole el tórax, tratando de regular la fuerza para no fracturarlo todo, una practicante se acerca y nos dice “la familia cuenta que el nene se tragó un globo”. Vuelvo a gritar, pidiendo un laringoscopio y una pinza. Cristina me grita que ya le consiguió una vía. Le indico la adrenalina, seguimos reanimando, me traen el laringoscopio, lo ubico, veo un redondel rosa de goma por detrás de la epiglotis, lo agarro con la pinza, lo saco, alguien sigue comprimiendo el pecho del nene, tiro la pinza y el globo rosa al piso. Lo empezamos a ventilar, seguimos comprimiendo el pecho. Cuando rotamos y me toca comprimir a mí, siento en las palmas de mi mano una tibieza que quema.

Por segunda vez, miro a Lisandro a la cara. Las pupilas se achicaron, la piel esta rosada y él está calentito. Desparece la llanura electrocardiográfica y aparecen las montañitas de vida en ese papel. Se repiten una y otra vez esas montañitas. Hermosas.

Pedimos la derivación a un hospital infantil. Le derivamos como “código rojo”, con diagnóstico de “paro reanimado”. Fin del tema para mí, no me gusta atender pacientes pediátricos. Practicantes de la guardia, personal de enfermería, colegas, etc., todos felices por el desenlace que había tenido la situación.  Habíamos (supuestamente) salvado una vida. Seguimos el resto de la guardia con otras urgencias, pero de personas adultas.

A las dos semanas, mientras realizaba una autopsia, conversaba con la practicante que tenía en frente. Era una colega que nunca había visto. De hecho, solo le estaba viendo los ojos porque ingresó a la sala de autopsias cuando yo ya había comenzado. Estábamos los dos vestidos con batas, barbijos, antiparras, cofias. El cuerpo sobre el que estábamos trabajando era de un pibe de 16 años que se había ahorcado por la mañana. Mientras disecábamos el cuello para observar las lesiones, comentábamos sobre la frecuencia y la incidencia de las asfixias mecánicas como mecanismo suicida. Era una charla netamente técnica. En eso y como al pasar, me dijo que ella también veía en su hospital asfixias mecánicas accidentales, lo cual no es muy frecuente.

La miré y le pregunté donde trabajaba y qué especialidad tenía. Con total naturalidad me respondió que era terapista infantil y trabajaba en un hospital pediátrico. Le sostuve la mirada y no acoté nada, o eso creo. Por como siguió la conversación, no estoy tan seguro de haberme quedado callado. Al toque me dijo: justo hace dos semanas nos derivaron un niño (era sanjuanina la terapista) que se había ahogado con un globo. Lo reanimaron en un hospital de adultos por más de media hora y salió. Igual, quedó re secuelado. Encima ya tenía problemas neurológicos de nacimiento. Caminaba con dificultad, tenía problemas respiratorios y ahora, después de tanto reanimarlo, había quedado trastornos deglutorios, por lo que le habían tenido que hacer una gastrostomía.

Yo no podía bajarle la mirada y tampoco me salía ni una sola palabra para pedirle que se calle, que no me cuente más nada. Sentía que quería vejarme.

Seguí callado y ella siguió contando.

Resulta que Lisandro había sufrido hipoxia perinatal y ese día, el del paro, estaba con su terapeuta. Uno de los ejercicios para poder recuperar la fuerza torácica era inflar y desinflar un globo. Al desinflarlo, se lo aspiró y allá fue a parar, a la laringe. Hizo un paro respiratorio en el centro de rehabilitación que estaba a tres cuadras del hospital. Lo reanimaron sin éxito. Llamaron a una ambulancia pero como tardaba y ya habían pasado como veinte minutos, decidieron llevarlo corriendo al hospital más cercano. En ese hospital, ese día y a esa hora, estaba de guardia yo. El resto de la historia, ya la conocen.

No le contesté ni tampoco le conté nada. Pero la frase final de su relato me detonó la cabeza: “creo que lo mejor para Lisandro y para la familia, hubiese sido que no lo reanimaran o que no saliera del paro. Sabés lo que debe ser para él estar así, y para la familiar verlo en ese estado”.

Le pedí que suturara las incisiones que le habíamos hecho al cadáver y me fui de la sala de autopsias. Busqué la salida trasera que da al patio interno.

Necesitaba una bocanada enorme de aire fresco y limpio. La terapista me acababa de clavar una esquela más a mi colección.

Una vez más, la puta apofenia en mi cabeza ¿Por qué a mí? ¿Por qué acá? ¿Por qué ahora?

A la media hora reingresé a la sala de autopsias. Ya se habían llevado el cuerpo sobre el que estábamos trabajando y la mesa de Morgagni estaba ocupada por un nuevo cadáver. Otro ahorcado. Miré las restantes cuatro mesas. En una había un muerto por accidente de tránsito, y en las otras tres, ahorcados. Ninguno superaba los 25 años de edad.

Me quedé parado, con brazos en jarra. Se acercó la terapista infantil y se ve que había notado mi malestar. Como para alivianarme, me dijo que hubiese sido muy difícil prevenir que ese nene se ahogara con un globo.

Pero lo que mi cabeza estaba pensado, recién ahora, era cómo mierda nadie previene que se suicide tanta gente. El “nene” sobre el que habíamos hecho la autopsia, tenía 16 años.

Estamos llegando tarde, siempre tarde. Salvando las enormes diferencias, hacer una autopsia de un ahorcado es como amputar un pie diabético. Estamos llegando tarde al problema.

No sé el modo, no sé el lugar, no sé. Lo que sí sé, recién ahora, es la necesidad imperiosa que empecemos a hablar de esto, cuanto antes y cada vez más. De lo contrario, vamos a continuar con esta actitud numismática cadavérica.

Esto pasa, está pasando, cada vez más. Lo veo claro, clarísimo, recién ahora.

Dr. Julio César Guerini (Córdoba, Argentina)


 

 

 

El autor

  • Dr Julio César Guerini
  • Oriundo de Venado Tuerto, Santa Fe
  • Médico (UNC)
  • Especialista en Medicina interna (UNC)
  • Especialista en Medicina legal (UNC)
  • Médico del Gabinete Médico-Químico-Psicológico de la Policía Científica de la Dirección General de Policía Judicial. Poder Judicial de la Provincia de Córdoba. Ministerio Público Fiscal.
  • Prof. Asist. de Semiología (Hospital Nacional de Clínicas - Córdoba)
  • Prof. Asist. de Patología (IIda Cátedra de Patología - UNC)
  • Docente de Postgrado en la Especialidad de Medicina Legal (UNC)
  • Fanático de la pesca