Historias de un cirujano de trauma

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Escenas dramáticas en un escenario donde el conocimiento y la actitud pueden salvar vidas

Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro

— No puedo conseguir a alguien que me reemplace en la guardia de este domingo y tengo que viajar…—me comentó con preocupación Eugenia España — ¿Vos podrías? …Te devuelvo esa guardia más adelante.

Uno de mis turnos de guardia correspondía a los sábados, por lo que si aceptaba ese reemplazo significaría que ese fin de semana haría dos guardias consecutivas, que estaría 48 horas dentro del hospital. Entonces las palabras de Eugenia trajeron imágenes que comenzaron a desfilar como flashes dentro de mi cabeza. De inmediato vi pasar a una sucesión de fotos, donde yo estaba en el Shock room de día, de noche, y luego nuevamente de día y de noche. Y me veía operando junto a varios residentes, que daban vueltas a mi alrededor en una ronda interminable.

Vamos a operar de todo.

—¡Yo te cubro, si, no hay problema!

Eugenia se sorprendió un poco por mi respuesta tan rápida.

—   ¿Seguro?

—   Si, perfecto.

—   Bueno, pero después arreglamos para devolvértela, eh….

—   Tranquila, todo bien.

Estuve a punto de hacer una exclamación y agitar los puños como si festejara un gol, pero me contuve y celebré en silencio. Eugenia no se dio cuenta de la euforia que me había provocado y se marchó al consultorio externo de cirugía.

Me quedé con las expectativas luminosas de un próximo viaje, algo que se avecinaba en una fecha muy cercana y que minutos antes no esperaba. Reminiscencias de otros momentos en los que había recibido una sorpresa agradable.

Armá tu bolso.

Salimos mañana, bien temprano.

Me quedé con la ilusión de experimentar de nuevo algo que ya conocía. De repetir una experiencia que deseaba que comenzara de inmediato, ahí mismo. Y en el comienzo de ese día en el que me hallaba, agradecí de antemano por lo que vendría.

Alguna vez temí quedar fuera de ese ambiente, el de las emergencias, con una sensación parecida a la de un exilio triste. Un sentimiento amargo, solo vencido por el inicio de un nuevo turno de guardia, solo aplacado por el momento en que aquella tristeza era reemplazada por otro sentimiento, uno de agradecimiento, el cual felizmente se repetía con frecuencia.

Pero había algo más en todo eso. Se trataba de que en aquella oportunidad el antídoto sería doble. Serían 48 horas con una inevitable y alta exposición a pacientes, lo cual nos pondría en contacto con una variada gama de urgencias. El Trauma estaba lejos de desaparecer en nuestra sociedad y quien estuviera en la puerta de Emergencias de modo continuo se bañaría con su más potente abanico de expresiones. Estar allí era el camino más directo para acrecentar a grandes pasos una experiencia personal, ese tesoro codiciado solo por algunos. Un tesoro invisible a los ojos de otros y que uno descubría en las madrugadas, en silencio, totalmente ajeno a intereses médicos económicos y competitivos. Una joya que mis compañeros cercanos y yo encontrábamos dentro de esa extraña soledad asistencial.

El privilegio de que ese caso raro, difícil, con esa presentación, le toque a uno en medio de la noche.

Y ese otro. Y aquel otro. Y los próximos que vendrían, de modo inevitable.

No me los contaron: yo los vi, los toqué, los experimenté.

Solo así, con esta sumatoria constante, ladrillo sobre ladrillo, caso sobre caso, se puede lograr una construcción profesional viva.

Una evolución en la que cada vez actuamos mejor, porque los casos del pasado vienen a iluminar los casos del presente. Como si estuviésemos operándolos a todos al mismo tiempo, pero ese momento fuera cada vez más perfecto.

La extraordinaria riqueza de la experiencia de primera mano.

La experiencia radical de la cirugía de urgencias.

Un hallazgo que uno compartiría con pocas personas, esas que estuvieran allí en ese momento y se conectaran con lo que sucedía. Porque se trataba de eso: había que estar ahí, en ese momento, y abrirse a las enseñanzas que se derramaban. Luego uno podría relatar lo que había sucedido, mostrar fotos o videos, pero para los demás ya no sería lo mismo. Ya no sería esa experiencia, presente cuando el reloj nos mostraba su marcha implacable y uno introducía las manos en el interior de los pacientes, en una excursión en solitario donde nos aventurábamos a través de zonas no exploradas. 

Y las experiencias más álgidas estaban en los sábados y domingos, lapso que coincidía con esa versión extendida de mi turno que aguardaba impaciente para el próximo fin de semana. Desde mis épocas como estudiante de medicina y como residente de cirugía, desde que me había introducido en esa área, siempre había estado de guardia los días sábados. Desde largo tiempo conocía la riqueza que se ocultaba detrás de esos turnos del fin de semana, los mismos que provocan irritación en muchos médicos, quienes los eludían o deseaban ansiosos abandonar en cuanto pudieran. En esa fracción del tiempo era más probable estadísticamente que uno se encontrara con lo más desafiante y complejo, alimentado por una turbulencia que experimentaba escaladas en ese momento de la semana. Una turbulencia cíclica provocada por movimientos nerviosos de personas, consumo compulsivo de tóxicos, y violencia ciega que explotaba en las calles. Si: tóxicos, violencia y locura vial, la Santísima Trinidad del Trauma.

En la noche anterior y en el viaje en ómnibus por la mañana temprano, tuve el sueño irregular. Y luego, ya en el arranque de esas 48 horas, me noté demasiado cargado de energías. Antes de pasar desde la sala de médicos a la sala de Emergencias me senté unos minutos en una de las camas de mi habitación. Noté mi respiración superficial, mi pulso acelerado y los fuertes latidos en mi pecho.

Reacciones físicas preparatorias para la lucha.

Pero debo controlarme a mí mismo primero, si pretendo controlar luego al personal y a los pacientes.

Frené mi ritmo respiratorio, experimente la sensación de observarme desde afuera y comencé a notarme más sereno. Me concentré en mi respiración y procuré no adherirme a tantas cosas entre las cuales mis pensamientos estaban saltando. Y salí.

En la sala de shock me encontré con Alejandro el Cata, el R3 de cirugía, y me di cuenta que ambos estábamos en la misma sintonía. Comenzamos a hablar de los pacientes y me pareció que estaba frente a un espejo. Nos entendíamos muy bien y que yo mostrara su mismo nivel de energía y de movilidad me hizo pensar que había cambiado poco desde mis días de residente.

A continuación, se trataba de dosificar con buen criterio el combustible para esa larga carrera que se iniciaba. Había reconocido que me costaba levantar el pie del acelerador y que solía mimetizarme con los residentes con los cuales trabajaba. Iba de un sector a otro del hospital y empujaba camillas.   Me expandía hacia otras especialidades ayudándole al traumatólogo a reducir luxaciones, al vascular con una lesión periférica y al neurocirujano con una craneotomía. Me iba fundiendo con el servicio de Emergencias, al que sentía como una unidad, y esa era la puerta de entrada a un estado de felicidad donde perdía la noción del tiempo.

Pero había algo más en esos movimientos. Algo que se había tornado muy importante para prevenir el desgaste: no dejar que los obstáculos consumieran nuestras energías y alteraran nuestro ánimo. Llevar puesto un escudo, un camisolín impermeable a prueba de eventos desfavorables. Esas situaciones estaban presentes todos los días en distinto grado, y consistían en ausencias dentro del material de trabajo o bien en conflictos con otros compañeros por diferencias de criterios.

Hoy, como siempre, habrá dificultades

Dificultades de todo tipo.

Y comenzando por el propio paciente, que ya ingresa al hospital complicado por su enfermedad.

Eran desafíos que no tardarían en aparecer desde distintos ángulos y que podía irritarnos o desconcentrarnos si no los enfrentábamos con espíritu positivo y cooperador. Y eso lo había aprendido de ese residente que estaba ahí, a mi lado.

—Tenemos varios pacientes para ver y definir…—comenzó diciendo con un gesto de seriedad, mientras desplegaba una hoja que llevaba en el bolsillo de su ambo verde y almidonado.

— ¿Y cuál es el número 1? —me apresuré a decirle, antes de que me relatara su listado.

Esa era una forma rápida de evaluar la capacidad de un residente para definir las prioridades.

—El paciente que operaron hace 3 días, con una lesión rectal por empalamiento— respondió, sin mirar la lista que tenía en su mano—…No me gusta nada como viene. Febril en todos los registros.

Al mismo tiempo que recordaba al paciente del cual me hablaba, yo pensaba acerca de lo que ese residente podría sentir por el hecho de compartir un turno de guardia conmigo.

¿Se sentirá cómodo?

¿Se sentirá con mayor libertad cuando trabaja conmigo? ¿Más libre para hablar, para opinar, para tomar decisiones, para realizar maniobras quirúrgicas?

¿Se sentirá más seguro trabajando conmigo? ¿Pensará que tengo una respuesta para cada una de sus preguntas, o que puedo ayudarlo a operar con solvencia cualquier patología de las urgencias?

Volví a verme a mí mismo desde afuera, como si yo fuera el residente de cirugía que compartía las emergencias con ese médico de planta. Y en esa intimidad me sentí afortunado de estar con ese guía, que no sería perfecto pero que ya había subido varias veces a esa y otras montañas. En un desliz de egocentrismo celebré estar con alguien así, alguien que me demandaría esfuerzos y conocimientos pero que también estaría a mi lado, compartiendo todo lo que pudiera saber, permanentemente atento al paciente y al discípulo. 

— ¿Qué es lo primero que pensamos de un traumatizado operado, que pronto evoluciona mal?

El Cata mostró una mueca triste.

—…Una lesión desapercibida

—Vamos a verlo.

El paciente estaba en una habitación individual del tercer piso. Tendría alrededor de 25 años. Apenas ingresé el cuadro me impactó desde su única imagen: el color terroso de su rostro y la agitación en su respiración.  Corrí sus sábanas y vi un drenaje con contenido purulento en su flanco izquierdo. Retiré el colector donde se volcaba ese débito y percibí su olor: fétido. Palpé su abdomen: muy tenso y doloroso.

No era necesario ningún estudio complementario.

—Muchacho, vamos a llevarlo a quirófano…Hay una infección y debemos tratarla para que usted no se complique más todavía.

El dolor abdominal intenso le impedía hablar mucho. Solo asintió, e hizo un único pedido:

—Avísenle a mi familia.

Salimos al pasillo y aproveché para hacerle unas preguntas al Cata, lejos del paciente.

—Contame de la cirugía previa. 

—Fue un empalamiento auto infringido… Se introdujo un palo de escoba. Lo contó así y pidió varias veces que no le digamos nada de eso a su familia...— el Cata levantó las cejas con esa aclaración, y prosiguió—encontraron una perforación en el sigmoides distal, por encima de la unión con el recto. Una herida fea, anfractuosa, con más de doce horas de evolución y en un ambiente muy contaminado… Resecaron ese sector del sigmoides y cerraron el muñón rectal a lo Hartmann. La colostomía esta vital, le cambié la bolsa hace un rato.

Recorrí en mi mente a otros casos que recordaba de pacientes con lesiones similares y que se habían complicado en el postoperatorio. A veces el objeto que ingresaba por el ano provocaba más de una lesión en el recto, al cual ensartaba como si fuera una brocheta. Podía atravesar el recto extraperitoneal y luego volver a perforar el recto en un nivel más alto, intraperitoneal. O  a veces incluso podía lesionar también a la vejiga, que se ubicaba por delante del recto.

— ¿No había otras lesiones? ¿No estaba perforado el recto extraperitoneal?

—No. Incluso le hicieron una TAC con contraste endovenoso y urinario antes de operarlo, y la vejiga y el uréter se vieron bien.

—No tiene anastomosis que filtren... Entonces ¿por qué está mal? O hay una contaminación persistente debida a la infección previa, o hay una lesión de intestino delgado…Para el caso, da igual. La indicación es reoperarlo. Esta peritonítico y séptico.

Pasamos por quirófano y le comentamos el caso a Leila Clapton, la anestesista de turno. Leila era muy tranquila y además una excelente docente para los residentes de su área. Me conocía desde muchos años antes y esa confianza simplificaba nuestros diálogos.

—Traelo—era una de las frases que más le oía decir cuando compartíamos una guardia. 

Mientras Carlos 9, el residente inferior, llevaba al paciente a quirófano, volvimos a la sala de emergencias para dejar todo bajo control antes de irnos a operar. Cuando bajábamos por las escaleras  le pregunté al Cata.

—¿Y ayer como estaba?

—Mal. Estuvo febril todo el día.

— ¿Y qué dijeron ayer?

El Cata volvió a levantar las cejas al hablar, como siempre lo hacía para remarcar detalles de su relato.

—Pensaban que la fiebre era de origen extraabdominal... Pensaban en una atelectasia o neumonía, dada la dificultad respiratoria. Y le hicieron una radiografía torácica donde se vio un infiltrado pulmonar.

Pulmón de sepsis.   

En cuarenta y cinco minutos ya estábamos en la re intervención. Arrancamos junto con la transfusión de plasma que habíamos pedido, dada la presencia de una coagulopatía en el último laboratorio.

 — ¿Tenemos cama en terapia intensiva? Está mal, eh, requiere de bastante dosis de inotrópicos para sostener la tensión arterial…Y sale intubado, seguro —advirtió Leila, haciendo referencia a las fallas orgánicas que ya presentaba el paciente: cardiovascular y respiratoria.

Junto con Carlos 9 le ayudábamos al Cata, quien actuaba como cirujano.  En la reapertura de la cavidad abdominal a través de la misma incisión mediana previa de inmediato emergieron pus y gas, con olor de materia fecal. De modo automático comenzamos a aspirar ese contenido y a lavar la cavidad peritoneal con abundante solución fisiológica caliente. Esa maniobra era muy terapéutica, tanto para el operado como para nosotros, la llamábamos “inundación” y la acompañábamos siempre con el mismo comentario:

— ¡Mujeres y niños primero!

Despejada la visión de ese líquido marrón que todo lo cubría, continuamos devanando a las asas del intestino delgado en busca de una perforación. Pero solo encontramos placas amarronadas de fibrina. No había ninguna lesión desapercibida en el intestino delgado, el cual por otra parte estaba cada vez más dilatado y dificultaba los movimientos.

—Ampliá la mediana,  que viene pus desde arriba…— le indiqué al Cata.

El residente extendió la incisión en dirección craneal, con lo cual tuvimos un mejor campo para la limpieza peritoneal que realizábamos.  En el extremo superior de la herida apareció la guirnalda del colon transverso, al cual descendimos para lavar los sectores altos del abdomen.

Entonces vimos lo que había provocado la peritonitis fecal: una perforación en la cara inferior de ese colon transverso. Hasta ahí arriba había llegado el objeto en el momento del traumatismo.

—Nooo…—exclamó el Cata.

—Largo el palo…Hasta ahí llegó—manifesté, mientras exploraba en todo su contorno a ese sector del colon.

Busqué que no hubiera otra lesión ahí, dado que esos traumatismos penetrantes solían ser dobles, o al menos con un número par de perforaciones.    

Nuestro turno de guardia había comenzado así en forma potente. En el arranque nomás, en la primera cirugía, ya teníamos entre manos a un paciente grave y que estaba dejando una pesada experiencia.

¿No querías tener un caso grosso, en tu fin de semana tan esperado?

Bueno, acá esta.

Pero noté que esa excitación quirúrgica comenzaba a disminuir, a la vez que crecía la perturbación por el hallazgo de una lesión desapercibida.

¿Podría haberse detectado esto en la primera cirugía?

Es una lesión muy rara. Es excepcional que, en un mecanismo de auto empalamiento, cuando el paciente mismo es quien se introduce el objeto, que este llegue tan alto dentro del vientre.

Algo impensado. Nunca había visto algo así.

¿Acaso deberíamos manejar umbrales cada vez más bajos en la sospecha de las lesiones traumáticas?

Los límites para la búsqueda y diagnóstico de esas lesiones parecían estar alejándose permanentemente, de la mano de todo lo que habíamos presenciado durante tantos años: mecanismos de trauma, lesiones traumáticas y presentaciones clínicas de todo tipo.

Pensé que el paciente podía morir y que eso no debería sorprender a nadie, más allá de que costara resignarse a un desenlace así. Y si eso sucedía, la causa de la muerte seria multifactorial, comenzando por el propio paciente quien se había provocado a sí mismo una brutal lesión.

Una vaga inquietud comenzó a deslizarse por debajo de la atención que yo estaba prestando a la intervención. Toda esa patología de la que nos ocupábamos parecía creada para derribar al paciente.

Necesitaba hablar para no continuar con los pensamientos perturbadores.

— ¿Qué hacemos con esta perforación, en medio de esta peritonitis fecal? —pregunté, mirando hacia la lámpara cialítica que pendía del techo del quirófano.

El Cata contestó mientras seguía lavando el abdomen:

—Exteriorización sobre varilla…Y dejar el abdomen abierto para volver a revisarlo.

— ¿Che, ¿qué les falta hacer?  –interrumpió Leila, sin su buen humor habitual.

Anestesista preocupado: mal signo.

—Solo sacar el colon...  Le vamos a dejar abierto el abdomen. Nos vamos rápido.

Leila no contestó y se quedó mirando el monitor. Percibí su preocupación y tuve un súbito deseo de que ese paciente no muriera. Aceleramos la parte final de la cirugía y colocamos nuestro sistema aspirativo de factura artesanal para el cierre transitorio del abdomen.

Mientras llevábamos al paciente a la UCI, Carlos 9 y el Cata no dejaban de hablar de la rareza del caso, mientras yo había perdido el deseo de hacer más comentarios. En mi silencio pensaba en el informe que le iba a dar la familia, lo cual se perfilaba como un terreno resbaladizo. Luego que dejamos al paciente en su cama en la UCI y mientras los residentes completaban la historia clínica, salí y me detuve frente a la puerta de la entrada a la UCI. Del otro lado estaba los allegados al joven, quienes nos habían acompañado en el traslado desde quirófano mientras algunos de ellos lloraban. Recordé que cuando estaba consciente el paciente había pedido en varias oportunidades que su familia no supiera como había sido el mecanismo de su lesión colónica. Y pensé también en cómo había sido la evolución de esa historia desde que había comenzado.

¿Cómo explicarles las causas que llevaron a este presente y que comprometen su futuro?

Esto parece más difícil que tomar decisiones dentro del quirófano.

Decidí ser lo más claro y honesto posible, pero también decidí simplificar la información. De lo contrario, se iba a tornar muy difícil para esas personas asimilar la realidad que los rodeaba.

—El paciente presenta complicaciones relacionadas con la infección original y con la perforación del intestino grueso. A pesar de todos los esfuerzos y de los cuidados, la infección no está controlada aún. Debimos dejar su herida operatoria abierta, para asegurarnos justamente de poder lograr ese control y va a necesitar más cirugías.  Lo que le ha sucedido es muy grave y hay posibilidad de que tenga más complicaciones, pero en la medida en que se le esté encima y se vayan tratando todas las amenazas, podrá tener más chances de salir adelante…

La familia no formuló muchas preguntas y eso facilitó la misión de dar el informe. Parecían estar ya en una fase de angustia y de pesar, y no hubo cuestionamientos.

Pero yo no estaba más tranquilo cuando retorné a la sala, donde el Cata aseguraba el sistema aspirativo abdominal en el paciente. Percibía en mi interior la misma sensación de turbulencia profunda que había experimentado en el quirófano.  Sentí necesidad de caminar, y fui a dar unas vueltas por la sala de emergencia primero y luego por los pisos del hospital. Más que con el objeto de ver pacientes, en realidad necesitaba moverme y subir escaleras. Notaba que esa actividad física me ayudaba a pensar más claramente.

¿Eso que había visto, podría haberme sucedido también a mí en la primera asistencia?

Un auditor interno e invisible me sigue a todos lados. Aparece sin previo aviso, y luego evalúa y juzga de modo implacable todo lo que pasa por mi conciencia.

Lo que hago yo, lo que hacen otros, lo que hace el equipo en el que estoy, lo que sucede en los hospitales en los que trabajo.

Un mecanismo instintivo de supervivencia para todos: pacientes, compañeros, yo mismo. 

Pero formo parte de todo esto, y no puedo despegarme de esas unidades que se han transformado en mi segundo hogar. Un paciente complicado, algo relacionado con su patología compleja, también me involucra.

Una frase del coach vino a mi mente: si no me considero parte de este problema, luego no seré parte de las soluciones que anhelo.

Los juicios y las comparaciones dentro de mi cabeza fueron inevitables durante mucho tiempo, y venían sin que yo las llamara. Pero ahora emergen mucho menos desde mi interior. Comenzaron en parte a quedarse allí dentro y en parte a desaparecer, y entonces pude trabajar mucho más con esas cuestiones, para extraer y difundir desde ellas solo lo positivo. Solo lo que eduque. Solo lo que ayude.

No debo compararme con nadie, ni juzgar de modo peyorativo a nadie.

Basta de forcejeos y de boludeces. Vayamos juntos   detrás de los mismos objetivos, porque solo así podremos ayudar mucho más a los pacientes.

No se trata de las personas sino de los hechos. Los sucesos tienen grandes revelaciones para nosotros y para todos quienes realmente deseen mejorar la calidad de la asistencia. Conceptos que serán muy útiles para los pacientes del futuro.

Eso es lo que hay que rescatar.

El peor error seria desechar esa información.

Un rato después me noté más tranquilo y comencé a alejarme de aquellos pensamientos a través del trabajo con otros pacientes, ya de regreso en la sala de Emergencias. Entre una cosa y otra llegó el mediodía y experimenté apetito. Se me hizo larga la espera hasta la llegada del carro de la comida a la sala de médicos. Y cuando arribó, pasada la 1.30 p.m., les avisé a los residentes que bajaran.

Almorcé algo distraído y cuando llegó el esperado momento de comer las naranjas, apareció uno de los emergentólogos.

—Un politraumatizado, grave… —anunció con llamativa parsimonia.   

Muchas veces había reflexionado acerca de cómo pensarían mis compañeros de guardia sobre un traumatizado en grave estado. Siempre concluía que era de mil formas distintas. Y pensaba así después de haber compartido cientos de guardias con distintos médicos.

Pobre pibe, que dolor.

Pero qué boludo, sin casco y al taco.

Va a zafar, va a andar bien.

Este se va a morir.

Yo no solía pensar mucho cuando me dirigía al Shock room. Solo pensaba que ese traumatizado estaría mal hasta que se demostrara lo contrario. No quería que nada nos sorprendiera ni nos tomara mal parados, mientras oía detrás de mí los pasos ruidosos de los residentes subiendo por esos escalones.

— ¡¿Cómo estamos?! —al llegar arrojé la pregunta al aire, como si se la estuviera haciendo a la sala de shock.

—Voy a intubarlo— me anunció Gustavo K., el otro emergentólogo, quien aplicaba la mascarilla del oxígeno a la cara de un joven delgado, inmóvil y muy pálido.

Los enfermeros le estaban quitando las ropas. Verónica, la residente de imágenes, comenzó a practicarle una ecografía en el abdomen, donde mostraba una excoriación roja y ancha.

—Ingresó inconsciente… Me dijeron que fue con un cuatriciclo—continuó relatando Gustavo, mientras ya tenía en su mano izquierda el laringoscopio para realizar la intubación orotraqueal.

Como un relámpago pasaron por mi mente algunas imágenes de traumatizados a los que había asistido en el pasado, luego de que cayeran con sus cuatriciclos. Había visto todo tipo de lesiones con ese mecanismo, y la mayoría eran severas o graves. Era un vehículo muy pesado pero también veloz, y a menudo inexplicablemente conducido por gente que no tenía experiencia con ellos. Ya fuera por el vuelco o porque el cuadriciclo les caía encima, esas personas podían presentar un espectro muy amplio de lesiones, las cuales iban desde la muerte súbita hasta cualquier tipo de fractura, pasando por traumatismos del torso o secciones de la médula espinal. Por esos motivos y más allá de cualquier análisis objetivo acerca del mecanismo, en mi fuero íntimo yo odiaba a los cuatriciclos.

— ¡Tiene mucho líquido libre! —exclamó Verónica.

Intenté palpar su pulso radial, pero estaba ausente.

—Carlos, ponele una vía en la vena femoral… ¿Sacaron una muestra para el grupo y factor sanguíneo? —pregunté, y una de las enfermeras me respondió que no —sacale una muestra, Carlos.

Junto con el Cata comenzamos a apretar los envases de Ringer Lactato para  perfundirlo a través de dos vías venosas de los brazos. Luego de la intubación le habían realizado las radiografías de tórax y de pelvis, y al cabo de 5 minutos percibí que el pulso radial había reaparecido.

—Vamos a hacerle una tomografía de cráneo—dijo Gustavo.

Esa frase sonó como una alarma para mí.

— ¿Que presión tiene? —le pregunté a la enfermera de la cabecera, mientras se quitaba  el estetoscopio de sus oídos.

—…80—me respondió.

Imaginé a la sangre acumulándose dentro de la cavidad del vientre.

—No, vamos a quirófano porque está sangrando en el abdomen… ¡Eso lo va a matar más rápido  que lo que pueda tener en la cabeza!

Gustavo había amagado con mover la camilla, pero me miró sorprendido y dudó durante unos segundos.

—Tranquilo, la TAC de cráneo se la hacemos no bien terminemos de operar, pero ahora la prioridad es el abdomen... ¡Vamos! —le aclaré, porque quería que supiera todo lo que yo pensaba.

Y luego agregué, para Carlos 9:

—Llamá a quirófano para avisar que subimos, y a hemoterapia para que nos lleven 6 unidades de sangre y 6  de plasma  a quirófano. 

Era habitual la necesidad de tomar decisiones sobre la marcha, de un momento a otro, con los pacientes  en grave estado, y siempre escuchaba lo que opinaban al respecto los demás. Cualquier comentario podía aportar algo útil. Pero en muchas ocasiones se trataba  de lo que llamábamos pacientes quirúrgicos duros: aquellos que requerían de conductas operatorias urgentes para asegurar su supervivencia. Entonces el rol de los cirujanos resultaba  decisivo y debía imponerse, aunque sin dejar de verbalizar los pensamientos en curso, de modo que las decisiones resultaran cristalinas. Desde un tiempo atrás había notado que esa comunicación fluida fortalecía a los equipos, tanto como que una falla en la misma era uno de los errores más frecuentes, y había aprendido a valorar ese recurso.

En el trayecto al quirófano se nos unió un allegado del paciente: otro joven, vestido con ropa de mecánico engrasada. Luego de notificarle de la gravedad del hecho, aproveché a ese interlocutor para preguntarle cómo había sucedido.

Me respondió con gestos de pesar.

—   Estábamos en un asado, y me pidió el cuatriciclo para ir a dar una vuelta a la manzana…No llegó ni a dos cuadras.

Pensé en lo que diría ese paciente si estuviera despierto y en cómo se arrepentiría de haberse subido al cuatriciclo.

Cuando llegamos a quirófano, lo hicimos junto con aquello que habíamos solicitado antes: las radiografías y las unidades de los hemoderivados. Las radiografías no mostraron anormalidades groseras, y me alegró que la sangre y el plasma estuvieran ya disponibles, dada la condición del paciente.

—No me limpiaste la columna…. No tiene radiografía de la columna cervical—dijo de pronto Leila, con un gesto de disconformidad.

—Esa radiografía no hubiera salido muy bien en la sala de shock…—me disculpé— debimos traerlo pronto por la descompensación hemodinámica... Le dejamos el collar cervical y después de la cirugía lo vamos a bajar a TAC para ver la cabeza y el cuello.

Con la intubación orotraqueal ya realizada y con la mesa de la instrumentadora ya preparada, pudimos comenzar de inmediato con la cirugía y con las transfusiones.

La velocidad con la que estábamos manejando ese caso súbitamente elevó mi ánimo.

Todo sobre rieles.

Como debe ser cuando un paciente esta shockado y apura.

Dada la descompensación hemodinámica preferí que  el cirujano fuera el Cata, quien era un residente más avanzado que Carlos 9. Realizó una larga incisión mediana en la parte alta del abdomen, sobrepasando el ombligo hacia  la pelvis. El ingreso a la cavidad evacuó una gran cantidad de sangre y de coágulos.

— ¿Qué puede estar sangrando luego de un trauma cerrado…? —pregunté, mientras colocábamos coágulos en un bol que nos ofrecía María Film, la instrumentadora.

Comenzamos a eviscerar el intestino delgado para ver mejor.

—Hígado, bazo o mesenterio— fue la respuesta automática de Carlos 9.

Manteniendo el pensamiento de “primero lo peor posible”, introduje mi mano izquierda por encima del lóbulo derecho del hígado, de modo de palpar toda su superficie, y luego recorrí el lóbulo izquierdo. Descartada así una lesión de quien era el peor enemigo posible por su capacidad hemorrágica, pasamos a examinar el mesenterio y allí tampoco encontramos una lesión sangrante. Entonces el Cata introdujo su mano derecha en el lado opuesto del abdomen y palpó el bazo.

 —¡Bazo destrozado, Doc!

Observé el monitor y vi que la tensión arterial sistólica era de 60. Las bolsas de sangre se estaban vaciando desde las alturas, enarboladas como banderas de guerra.

Podemos perder esta batalla.

Conozco a este enemigo poderoso. Pero él también se ha transformado, con el paso del tiempo, en un maestro para nosotros. Un maestro cruel que nos fue enseñando todo lo que sabe, a través de las heridas y de las reacciones que provocaba en los cuerpos.

Si lo atacamos ciegamente, nos desangraremos.

La hipotensión del paciente se profundizó en ese momento, como era de esperar, y por eso decidí que  lo primero sería comprimir y reanimar.

—Vamos, packing  contra el bazo, y apretá ahí, Cata! ….Carlos, apretá la aorta contra la columna!

Decidí que nos detuviéramos y les diéramos 15 minutos al paciente y al equipo de anestesiología para la reanimación. Buenas vías, sangre, plasma y  un mayor llenado vascular lo pondrían en mejores condiciones para seguir peleando.

Observé al reservorio de la aspiración del campo operatorio. Estaba repleto de sangre y una instrumentadora se aprestaba a cambiarlo por uno vacío.

¿Habremos llegado a tiempo?

— ¿Cómo está ese latido aórtico? —le pregunté a Carlos al cabo de un par de minutos.

—Cada vez más fuerte—respondió con su habitual tranquilidad.

—…Buena, bien —respiré profundamente.

— ¡¿Podemos seguir?! —preguntó a su vez el Cata.

—Tranquilo, fiera…Esperemos a que esté bien lleno… —respiré hondo de nuevo, y cambié el tema de conversación para bajar la ansiedad —Y malditos sean los cuatriciclos, los odio…Que vehículo de mierda, vector de los peores traumas. No deberían existir...

— ¿Los cuatriciclos, Doc., o los que lo manejan son los responsables? — inquirió el Cata.

Una frase apareció espontáneamente en mi cabeza.

—La gente siempre va a ser imprudente… Entonces no le podes dejar a mano un revólver para que se disparen a sí mismos.

Observé el monitor. La tensión arterial se había elevado a 90 al cabo de quince minutos.

—Soltá lentamente la aorta, Carlos.

La tensión arterial bajó a 70, y luego subió nuevamente a 90.

— ¡Bueno, vamos!… Organicemos la esplenectomía. Carlos, colgate del reborde costal con dos separadores. Cata, a mano llena cargate el bazo y levantalo, para que podamos poner pinzas desde el polo inferior al superior…Vamos.

Para que el residente pudiera extraer el bazo cumplí con mi rol de primer ayudante, desplazando el colon  hacia abajo y el estómago hacia la derecha. El Cata comenzó a colocar pinzas muy cerca de la cara interna del bazo y a cortar por encima de ellas, de modo de alejarse del estómago y de la cola del páncreas, órganos vecinos que podían ser lesionados inadvertidamente cuando se resecaba el bazo.

Que el paciente tuviera lesionado solo el bazo era una carta a favor de él y de nosotros. Implicaba que podríamos realizar un gesto quirúrgico veloz y sistematizado, al cual practicábamos de memoria. El Cata fue extrayendo el bazo de a pedazos, dado lo destruido que estaba, y luego se dedicó a colocar ligaduras debajo del sendero de pinzas que había dejado en el lecho esplénico.

—Bajale nudos de cirujano— le indiqué para una mayor seguridad y el lecho quedó sin sangrado alguno.

Exploramos el resto de la cavidad abdominal para descartar que no hubiera otra lesión, lo cual no sucedió. Dejamos un drenaje en el espacio subfrénico izquierdo y cerramos velozmente la incisión mediana. La tensión arterial era de 95. Vi la hora en el monitor y supe que habíamos tardado 45 minutos con esa cirugía. Experimenté satisfacción con esa velocidad efectiva y sin fisuras que habíamos desplegado, y ya pensaba en el próximo paso. Ese consistía en un traslado de riesgo para las tomografías de cráneo y de columna cervical. El joven seguía en una condición crítica, pero se encontraba más compensado y yo creía que estábamos cumpliendo con el que me parecía el mejor plan posible.  

Junto con los residentes y con Gonzalo V., un R2 de anestesiología, acompañamos al paciente al tomógrafo mientras le prestábamos la ventilación asistida. No quería desprenderme de él en ningún momento y temía que algo le sucediera. No quería que ningún incidente malograra el manejo expeditivo previo. En esos viajes peligrosos todo podía pasar: la detención del funcionamiento de una de las bombas de las drogas vasoactivas, la salida del tubo orotraqueal, un despertar inoportuno y accidentado…. Y repasar esa lista de alarmas con luces rojas era imprescindible: una falla podía tirar por tierra todo lo antes logrado.

La tomografía mostró un edema cerebral y entonces retornamos al quirófano, donde el neurocirujano ya notificado le colocó un catéter para medir su presión intracraneana. El procedimiento fue breve y el Cata se quedó en el quirófano hasta su finalización. Entonces coordinamos el último viaje de riesgo hasta la UCI. Cuando finalmente lo dejamos en la cama de ese servicio, suspiré aliviado. Habíamos cumplido con todos los objetivos de la asistencia y esa performance también me trajo alivio de la tensión padecida con el complicado caso de la mañana. Agradecí que esas nuevas oportunidades, esas revanchas precoces, llegaran tan pronto luego de un caso conflictivo, irrumpiendo para levantar nuestra moral.      

Una de cal áspera, para dejarnos experiencias muy valiosas.

Y una de arena suave, para recuperar la alegría.

Los dos vivos, en la UCI, y una discreta satisfacción al pensar que, más allá del resultado final que nos aguardara, estábamos aplicando los conocimientos y recursos que ganamos a lo largo de mucho tiempo.

En la tarde la actividad descendió y celebré que pudiera dormir un rato en mi habitación enrejada del subsuelo. Recordé a tiempo que mi entusiasmo habitual podía hacerme consumir demasiada energía de cara a 48 horas de guardia, y ese descanso fue bienvenido.

Me levanté más relajado, y en el atardecer estaba leyendo en la larga mesa blanca de la sala de médicos del subsuelo. La temperatura de la sala era tibia y percibía un olor a lavanda ahí, mientras los traumatólogos discutían acerca de la cena que se avecinaba. Solo escuchaba sus voces y era inusitado el silencio que llegaba desde afuera. Facundo Goliat era el residente superior de traumatología y eran conocidas por todas sus habilidades como asador de carnes. El proponía ese menú al traumatólogo de planta y yo imaginaba lo que sería esa cena sin comentar nada. De pronto, ese ambiente cálido y sereno no tenía nada que ver con lo que habíamos visto antes en el mismo día. Era tan nítida esa diferencia como el techo y las paredes que nos separaban del Shock room, y me pregunté porque algunas personas estaban en un sitio seguro y otras en un sitio peligroso.

—¿Qué opina, doctor? — Facundo se dirigió sonriendo hacia mí.

Pero no alcancé a responderle. En una foto prácticamente igual a la del mediodía vi surgir a una enfermera desde la puerta que conducía a la Gran Curva, la escalera que conducía directo a la sala de Emergencias.

— ¡Un traumatizado grave!  ¡Traumatólogo y cirujano!

Facundo salió detrás de la enfermera y yo los seguí de modo automático. Cuando llegamos a la sala de shock nos cruzamos con el personal del servicio prehospitalario que había traído al traumatizado. Se llevaban una tabla larga de traslado, la cual chorreaba sangre y estaba dejando un reguero en el pasillo de entrada. Adentro, el emergentólogo Gustavo aplicaba nuevamente la mascarilla de oxígeno contra el rostro de un traumatizado y solicitaba a una enfermera los elementos para realizarle una intubación orotraqueal.

Cuando nos vio, Gustavo exclamó:

—¡Es Cachito! ¡El discapacitado de la rotonda!

Facundo y yo nos quedamos de pie junto a la camilla y sin decir nada. El paciente era un joven muy delgado y con muñones de antiguas amputaciones en ambos muslos.

—Lo atropellaron y lo dejaron tirado en la avenida…—prosiguió Gustavo, mientras lo intubaba rápidamente—siempre anda vendiendo cosas en una silla de ruedas…

Entonces recordé fugazmente la imagen de ese pibe que conocía, como la de un vendedor ambulante inquieto, moviéndose en su silla de ruedas entre los autos, alrededor de la rotonda del Monumento, a pocas cuadras del hospital.

Mire el monitor: 70 de tensión arterial sistólica. Y noté que había llegado Verónica, la residente de imágenes, para hacerle la ecografía.

—Pero que hijos de puta… ¡Lo levantaron como un sorete en pala y lo dejaron tirado! —Facundo cerró sus enormes puños y comenzó a elevar el tono de su voz y de su ira.

—Tiene líquido libre en abdomen. Bastante — manifestó Verónica. 

Me di cuenta que detrás de mí estaba Carlos 9.

—Carlos, pedile sangre y plasma, y llamá a quirófano que vamos a operarlo.

Dos planos mentales pesados compiten por lograr la atención.

Uno de horror. Otro de algoritmo de acción.

Y prevalece el instinto de supervivencia que lleva a la acción. La que sea. Como sea.

—Tiene 100 de sistólica, lo expandí con todo... ¡En este si quiero Pan Tac!—manifestó Gustavo.

Accedí a lo que sugería. Ese traumatizado había logrado una mayor compensación hemodinámica que el del mediodía, y por otro lado el mecanismo del trauma había sido muy duro y nos obligaba a descartar cualquier tipo de lesión.

Lo llevamos con Gustavo y Carlos 9 al tomógrafo. Colgamos los sueros para no interrumpir la reanimación y en el arranque del estudio se apreció edema en el cerebro. Y luego la pasada por el tórax mostró un neumotórax izquierdo grande, rodeado por fracturas costales. Le pedí a Ingrid, la técnica del tomógrafo, que detuviera el estudio. Carlos estaba ventilándolo con la bolsa y ese neumotórax podía tornarse hipertensivo en cualquier momento.

—Neumotórax, lo dreno— le avisé a Carlos, quien estaba del otro lado. 

Saqué la camilla del gantry, y cuando tuve acceso a la axila del chico le clavé allí un catéter número 14, de modo de evacuar aire para que el neumotórax no progresara.

— ¡Listo, sigamos!

En el abdomen se vio mucho líquido libre, sin lesión de ningún órgano sólido, y una fractura isquiopubiana bilateral. Y en el final del estudio, la fractura de ambos muñones de sus fémures. Esas imágenes cruentas me decidieron a llevarlo directamente al quirófano.

— Gustavo, a quirófano, sin escalas…Sumó muchos puntos de hemorragias. Y no tiene mucha reserva.

Se nos unió el Cata para ese traslado frenético y en diez minutos teníamos al paciente en el quirófano. También llegó Facundo, que no dejaba de hacer comentarios acerca del incidente y maldecía a quienes habían atropellado y abandonado al chico. Percibí que algo comenzaba a impregnarme desde una atmósfera de violencia y de furia, como si el cuerpo de ese traumatizado emanara un veneno inoculado por quienes lo habían arrollado.

Deseos de abofetear con mano llena a esa gente, de darles vuelta la cara una y otra vez hasta dejarles las mejillas rojas.

Los veo huyendo a toda velocidad y colisionando en la siguiente esquina contra otro transeúnte.

Impactando contra alguien con esa arma en la que se ha transformado su vehículo.

Porque esa forma de conducirse no puede llevar a otro resultado.

La voz de Leila me trajo a un estado más enfocado en lo que debíamos hacer:

—No se puede creer esto…—dijo, y la vi colgando una tras otra las bolsas de los hemoderivados, a las cuales vaciaba a través de distintas vías venosas.

Carlos colocó un drenaje pleural en el hemitórax que yo había drenado por punción en el tomógrafo y comenzamos con la laparotomía. De nuevo le ayudamos al Cata. Larga incisión mediana y una repetición del escenario: destrucción orgánica y amenaza de muerte.  Mucha sangre y muchos coágulos gelatinosos, esa vez provocados por un gran desgarro del mesenterio.

— ¡Vamos, a poner pinzas! —le ordené al Cata y en segundos el mesenterio, el sector grasoso por el cual transcurría la circulación sanguínea del intestino delgado, quedó inundado por el instrumental. 

El sangrado más grosero se detuvo, pero persistió una hemorragia difusa y acuosa, característico de una coagulopatía en avance. En cuanto la note comenzamos a rellenar toda la cavidad del abdomen con gasas, teniendo cuidado de no comprimir la vena cava y de no afectar así al retorno de sangre al corazón. Las pinzas hemostáticas quedaron emergiendo sobre ese mar de gasas. Observé el reservorio de la aspiración y contenía un litro de sangre. A eso debíamos agregarle los grandes coágulos que habíamos extraído, con lo que la suma de las pérdidas sanguíneas se acercaba a los dos litros.

Hemorragia de casi la mitad de la volemia. Coagulopatía, hipotermia y toda la rosca, con riesgo de muerte.

¿Habremos llegado a tiempo?  

Mientras Leila y sus residentes transfundían plasma y sangre a través de todas las vías venosas que había, Facundo realizaba la toilette de una de las facturas expuestas de los muñones. Observé el monitor con los números vitales en descenso, y me pareció como si un ancla estuviera llevando mis ánimos hacia las profundidades de ese mar rojo. Le indiqué a Carlos 9 que repitiera la maniobra de unas horas antes, ocluyendo a la aorta abdominal contra la columna vertebral. Entonces me percaté que las gasas de la parte inferior de la cavidad peritoneal se estaban empapando con sangre. Comencé a retirarlas y vimos que un hematoma pelviano estaba roto y vertía sangre hacia la cavidad peritoneal. Recordé a una fractura pélvica que en la tomografía no impresionaba inestable, aunque eso no descartaba un sangrado activo allí.

Una fractura puede ser estable o inestable desde el punto de vista ortopédico, pero ante todo es un signo de impacto.

Detrás de ella puede existir un sangrado arterial más grave que la fractura en sí.

—Está sangrando la pelvis… Vamos a meterle un packing preperitoneal. Dale, vamos—le indiqué al Cata mientras notaba que mi voz estaba más débil. 

— ¿La pelvis? …Que raro, no es una fractura inestable, ni para ponerle una fijación ósea externa—intervino Facundo, mirando hacia nuestro campo operatorio.

Junto con el Cata disecamos todo el anillo pelviano a nivel preperitoneal anterolateral, mientras Carlos 9 sostenía la compresión sobre la aorta por debajo del diafragma. Yo disequé el lado del Cata y el hizo lo propio con mi lado, gesto con el cual esa maniobra nos resultaba más cómoda y efectiva. Colocamos tres gasas de cada lado, tres bollos bien apretados contra el hueso con los cuales intentábamos frenar la hemorragia que venía de ese sector.

—Estamos muy mal — la voz de Leila me sacó de la visión anatómica de lo que estaba sucediendo y me ubicó en la realidad completa del cuadro—…50 de sistólica…

Noté que una sensación progresiva de impotencia y bronca intentaba desconcentrarme. Las decisiones que tomaba seguían surgiendo en forma mecanizada, pero parecían ser cada vez más estériles. El diagrama de acción, con todas sus flechas, se tornaba cada vez más borroso dentro de mi cabeza.

—Vamos a ligar las arterias hipogástricas—dije por lo bajo, como si hablara solo para mí —... ¡Lleven al intestino delgado hacia arriba!

El Cata y Carlos desplazaron el intestino delgado y me dejaron el campo despejado. Disequé y aislé en su nacimiento a ambas arterias hipogástricas, a las cuales ligué con lino grueso produciendo un crujido.

—Masajealo. No tenemos ritmo cardiaco—la voz de Leila también me sonaba cada vez más apagada.

Carlos comenzó a realizar compresiones torácicas, pero lo aparté de ese rol.

—Dejame a mí.

En una recta, a toda velocidad, sin frenos y consumiendo todo el combustible.

Le pedí el bisturí a la instrumentadora y lo que siguió fue una toracotomía anterolateral izquierda para practicar un masaje cardiaco abierto. Pasé el escalpelo con violencia y nada sangró en esa pared torácica blanca. Abrí el saco pericárdico y comencé a masajear con las dos manos al corazón vacío.

La reanimación no duró mucho tiempo.

No respondió en ningún momento, pese a tener todo clampeado y apretado, pese a tener 4 vías venosas gruesas por las cuales seguía recibiendo sangre, plasma y en ese instante también plaquetas y crioprecipitados.

—Ciérrenle solo la piel. Y lávense—les indiqué a los residentes de cirugía.

Comencé a sacarme toda la ropa quirúrgica. El camisolín, la bolsa grande de residuos con la que nos envolvíamos el torso, y las bolsas de los pies, todo empapado con sangre. El par superficial de guantes, las gafas con manchas de sangre y el par profundo de guantes. Me lavé los brazos y la cara en el lavabo, me cambié el gorro y el barbijo, y comencé a escribir. Los residentes hicieron lo mismo y se me unieron para completar la historia clínica. Luego que Facundo se marchó arrojando insultos al aire, el silencio se tornó casi absoluto en quirófano y solo se oían los sonidos de los objetos inanimados manipulados por el personal. Pero por debajo de esa aparente calma, sentí deseos de desatar energías aún contenidas en mi cuerpo. De pronto quería despegarme de todo lo que había pasado, al mismo tiempo que eso mismo se había transformado en una puesta en escena inmóvil dentro de mi cabeza, en una obra de teatro en la que no terminaba de bajar el telón. Quería cumplir con todas las obligaciones para irme de nuevo a caminar dentro del hospital, para subir y bajar escaleras, sin rumbo fijo, pero como un drenaje en sí.

Entendía como había sido el incidente con ese traumatizado, pero no entendía el porqué.

Hechos así no eran infrecuentes, y sin embargo cada vez que uno los apreciaba de cerca parecían adquirir una dimensión distinta. Una dimensión grotesca y absurda, en la cual una nueva forma de violencia dada por la conducción irresponsable de vehículos a motor mostraba consecuencias fatales. Y esas consecuencias solo eran apreciadas por quienes trabajaban en los servicios de Emergencias.

Estamos enfermos.  Más que nunca.

Porque hoy nuestra especie ha tocado fondo de nuevo, en una ciudad perdida de Sudamérica, mientras que en otras ciudades del mundo esta misma escena se está reproduciendo ahora.

¿Cómo hacer para volver a la humanidad después de conducirse con esa alevosía?

Me sorprendió que un rato después pudiéramos estar examinando a otros pacientes en la sala de guardia y les hiciéramos preguntas en un tono calmado y concentrado, como si nada monstruoso hubiera sucedido antes. Igual que en el quirófano, las respuestas mecanizadas venían de la nada y continuaban actuando contra todos los pronósticos, movilizadas por el instinto   de supervivencia, o al menos por el instinto de realizar el trabajo con responsabilidad.

Sin embargo, mas allá de que a cualquier residente de cirugía, ávido por operar, aquel turno de emergencias le pareciera histórico, una capa de tragedia cada vez más gruesa había comenzado a recubrir y opacar todo lo que veíamos en ese día.

Los residentes y yo queríamos dejar controlada la guardia antes de ir a cenar. Quería que compartiéramos ese momento con el resto de los compañeros y que cambiáramos un poco de ambiente y de conversación, luego de lo sucedido con el chico fallecido en quirófano.

Estábamos chequeando a pacientes internados en observación cuando escuché la sirena de una ambulancia que se detuvo en la rampa de la entrada a Emergencias. Ingresaron a un joven con la cara ensangrentada y con el torso con grandes tatuajes. Los paramédicos venían luchando con él para que se quedara acostado en la camilla.

Traumatismo craneofacial, excitación, tendencia persistente a adoptar la posición de sentado: vía aérea amenazada.  

—Accidente de moto, sin casco—anunció el médico de la ambulancia.

—¡Vamos, ¡Cata, vos sos el líder! ¡…Ponete gafas y barbijo!

Uno de los ejercicios que más me gustaban en la formación de los residentes era la rotación dentro del equipo de atención inicial de los traumatizados. Que cumplieran distintos roles en esa asistencia, y con la seguridad y confianza que podían tener al estar acompañados por personal más experimentado.

El Cata se ubicó en la cabecera y lo asistimos junto con Gustavo, quien llegó en ese momento. El paciente tenía el rostro deformado por hematomas y laceraciones, y casi desprendidos el labio inferior y la nariz.  El cuadro que presentaba obligaba a sedarlo e intubarlo, de modo de asegurar su vía aérea y cumplir con la A en la secuencia de las prioridades. Pero se trataba de una vía aérea difícil, esa intubación podía no ser factible por vía oral y podía obligar a un acceso a la tráquea por vía quirúrgica.

—Midazolam y succinilcolina— el Cata le indicó a una enfermera que drogas inyectar para sedar y relajar al paciente.

—Vamos, yo te hago la maniobra de Sellick—le dije a mi vez, y comprimí el cartílago cricoides del paciente en dirección hacia la camilla—y la del gancho—agregué, llevando con mi dedo índice hacia la derecha al carrillo de ese lado de la cara.

Con esas maniobras pretendía que el residente pudiera ver las cuerdas vocales y las atravesara con el tubo orotraqueal. Haber ocupado antes los distintos roles dentro del equipo permitía que cada integrante supiera claramente que era lo que su compañero necesitaba en cada momento. 

El Cata aspiró mucha sangre desde las fauces y a pesar de las dificultades previstas lo intubó en el primer intento. Ese fue un buen comienzo en la asistencia y ausculté una buena entrada de aire bilateral en el tórax. Por lo demás, estaba compensado y la ecografía abdominal no había mostrado líquido libre.

— ¿Cómo seguimos? —  pregunté.

—Pan Tac —contestó nuestro líder, que se había quedado ventilando al paciente—…pero primero coloquemos un packing en la boca, que sangra mucho.

Rellenamos la cavidad oral con gasas y el tubo orotraqueal quedó rodeado por ellas. Entonces comenzó a surgir por ambas fosas nasales un sangrado pertinaz.  

—..Y unas sondas Foley—agregó el Cata, que parecía estar rindiendo un examen.

Carlos colocó una de esas sondas en cada fosa nasal, infló sus balones, y a la vez puso a la nariz en su sitio natural sujetándola con un vendaje. La cabeza y la cara del paciente se asemejaron entonces a las de una momia extraña, de la cual salían tubos y sondas. No me sorprendió ver las reacciones en los rostros de los pacientes internados en los pasillos, cuando nos vieron pasar rumbo al tomógrafo.

—¡No me enchastren la camillaaaa! —fue la advertencia con voz aguda de Ingrid, la técnica del tomógrafo, cuando nos vio llegar.

Pero nuestras maniobras hemostáticas minimalistas impidieron que eso pasara, y pudimos realizar el estudio sin sobresaltos y con prolijidad. No se evidenciaron lesiones cerebrales, pero todo el macizo óseo facial acusó el impacto de la transferencia de energía, mostrando fracturas múltiples y conminutas.

—Bueno, vamos a quirófano…Para todas las suturas y para arreglar lo de la nariz y el labio—les dije a los demás, y llamé al quirófano desde el teléfono del tomógrafo.  

Mientras Cata y Carlos 9 se llevaban al paciente, retorné a la guardia para ver cómo estaba todo antes de irme a la sala de operaciones. Mientras volvía vi mi reloj a las 23 horas y lamenté que no estuviéramos comiendo el asado.

Cuando pasé por el Shock room, Gustavo me contó que habían traído a otro traumatizado.

—Es un señor de 72 años que iba en auto. Lo chocó de costado el flaco de la moto, el de recién…Por suerte, está bastante bien.  Le pedí una tomografía de cráneo, solamente.

Me acerqué para examinarlo, pero también para conocer más acerca del mecanismo de ese trauma importante, del cual ya habíamos visto las consecuencias.

—Pensé que me había explotado el auto…—relató el anciano, con voz temblorosa— yo iba por la avenida y al llegar a una esquina el auto se sacudió como si fuera un terremoto, y se rompieron todos los vidrios... Perdí el control y aparecí en la vereda de enfrente …Me bajé aturdido, y entonces vi la moto y al muchacho tirados. No sé a qué a velocidad venia el pibe, y como se mandó así en la avenida… Una locura, viejo, una locura.

Cuando entre al quirófano sentí que mi ánimo había cambiado. No tenía claro si era por el hambre, por el fastidio que había comenzado a provocarme ese joven traumatizado, o por ambas cosas. Pero me resultaba inevitable y hasta el tono de mi voz había cambiado.

—Cata, baja a comer. Que alguien cene, por lo menos... Me quedo con Carlos. Leila, vamos a suturar varias heridas, y le hacemos también una traqueostomía.

— ¡¿Traqueostomía?! —Leila se sorprendió, ante esa palabra poco habitual en la noche.

—Sí. Está intubado, pero si ese tubo se llega a salir puede ser muy difícil reintubarlo...En poco tiempo van a crecer los hematomas y se va a edematizar todo.. Además, le vamos a dejar el packing en la boca, porque estos sangrados son muy rebeldes… Entonces, traqueostomia para asegurar la vía aérea y control de daños maxilofacial para los sangrados.

Comenzamos con la traqueostomía que realizó Carlos 9, y ya sin el tubo en la boca fuimos retirando de a una a las gasas del taponamiento. Suturamos primero las heridas que sangraban en la lengua y en la cara interna de los carrillos, y luego recolocamos las gasas para frenar un sangrado persistente desde las fracturas del maxilar inferior. Después nos dedicamos a reparar al labio inferior y a la nariz, a los cuales prácticamente reimplantamos, y conservamos las sondas Foley en cada fosa nasal. El plano oscuro del pensamiento acerca de cómo había ocurrido ese incidente traumático comenzó a ser reemplazado felizmente por otro plano, más placentero, relacionado con las reparaciones plásticas. El paciente dormido, una buena luz,  el mejor instrumental y una docena de suturas atraumáticas, nos permitieron disfrutar de ese trabajo que resultó muy satisfactorio.

Pero una vez que salí del campo operatorio, volví a pensar en el modo bizarro en que se había originado todo eso. Y nos habían llamado desde el sector de admisión de la guardia, para avisarnos que la madre del traumatizado esperaba por un informe fuera del quirófano.

Mientras Carlos y los anestesistas preparaban el traslado de un nuevo traumatizado para la UCI, salí al pasillo y vi a la madre del joven junto al ascensor del primer piso. Si el chico tenía alrededor de veinte años, ella tendría alrededor de cuarenta. 

Su hijo es un pelotudo.

Y porque no, también, un asesino encubierto, o inconsciente. Iba en una moto a toda velocidad, sin casco, y así como venía se metió en una avenida. De pedo, pero de pedo nomas, no mató a otras personas y no se mató a si mismo... Por culpa de gente así como él, en nuestro país mueren todos los días muchas personas. Eso es el Trauma. Ya sé que a mucha gente no le interesa este tema, pero usted debe saber porque sucedió todo esto.

Cuando llegué a su lado, noté que estaba llorando.

—Su hijo… Está estable ahora. Controlamos el sangrado en su cara, y está respirando bien. No tuvo una lesión en el cerebro, aparentemente, pero por ahora va a estar dormido y conectado al ventilador. Le hicimos una traqueostomía, que consiste en colocar un tubito, aquí en el cuello. Eso es para que no tenga después problemas con la respiración, pero es algo transitorio, después se le puede sacar…Una lástima que fuera sin casco. Si hubiera llevado el casco puesto, se habría lastimado mucho menos…Pero bueno, confiemos en que se va a recuperar.

Puse brevemente mi mano en uno de sus hombros, y cuando me dirigía hacia la escalera para bajar escuché a mis espaldas su voz entrecortada por el llanto.

— ¡Muchas gracias, doctor!

Mi enojo terminó de disolverse cuando llegué a la sala de médicos. Allí no había nadie, y la larga mesa estaba ocupada por los platos y vasos de la cena que había finalizado. Tomé una manzana de la bolsa que aún contenía algunas frutas y fui a mi habitación. Tenía más sueño que apetito e hice un esfuerzo para dejar de pensar, aunque fuera por un rato.

Al cabo de dar varias vueltas en la cama, me dormí.

Me desperté cuando Carlos entró en mi habitación.

—Doc., necesito que vea a un traumatizado.

Durante unos segundos pensé si no estaría soñando, pero cuando Carlos continuó dando detalles del caso me di cuenta que no era así. Bajé lentamente los pies de la cama y permanecí sentado durante un momento, mientras sufría un brusco dolor de cabeza y me resistía a aceptar que esas historias se repitieran.

—Caído de altura, en la parte de atrás de una discoteca…Está obnubilado, pero no tiene ningún signo de un traumatismo de cráneo.

Miré el reloj: 4.00 a.m. Definitivamente, era real lo que estaba sucediendo.

Me lavé la cara con agua fría y fuimos al Shock room.

Unos de los clínicos y una enfermera trataban de contener a una adolescente semidesnuda y repleta de tatuajes. La chica padecía un cuadro de excitación y pretendía quitarse la sonda nasogástrica que tenía colocada. Al lado estaba el paciente por el cual me había llamado el residente. Era un joven de alrededor de 30 años, somnoliento y sudoroso, quien a pesar del estado alterado de su conciencia acusaba un dolor difuso en su espalda.

—Ecografía de abdomen normal—agregó Carlos.

Percibí que mis pensamientos eran lentos, pero las reacciones automatizadas seguían intactas.

— ¿…Qué te parece una   Pan Tac ?...Puede tener cualquier cosa luego de caerse, y con este examen físico poco confiable podemos pasar por alto algo.

Cuando llegamos al tomógrafo me noté más reactivo, y había aumentado mi interés por saber si ese paciente tendría algo en el abdomen que requiriera una intervención quirúrgica.

Nos recibió Ingrid con cara de pocos amigos. Después, la pasada tomográfica nos sorprendería. Hallamos una única pero devastadora lesión: un aplastamiento completo de la primera vértebra lumbar, la cual se había introducido en gran parte dentro del conducto raquídeo. Eso significaba que era prácticamente segura una sección de la médula espinal, es decir que ese joven no volvería a caminar.

—Ufff, que lesión…—manifestó Ingrid, quien de pronto había pasado de su irritación nocturna a la compasión.

En silencio trajimos al paciente de nuevo al Shock room y le avisamos a Facundo de su presencia. Aunque ni los traumatólogos ni nadie podrían hacer algo para reparar ese daño.

Volví a mi habitación con los mismos movimientos lentos con los cuales me había desplazado desde que me despertara Carlos, y me arrojé en la cama.

Visualicé en mi mente de nuevo a esa vértebra aplastada, y sentí que la imagen eran tan triste que me había robado las últimas energías que tenía para pensar o moverme.

Suficiente por hoy.

Los operaria a todos, ojalá pudiéramos arreglar todo así operando, pero a veces no alcanza con cirugía.

Volví a despertarme con la alarma de mi teléfono celular a la 7.30 a.m. Quería ver las novedades con los resientes de cirugía que comenzaban en la guardia del domingo. Mariano Pékerman y Santiago Ch. reemplazaron a Carlos 9 y a Alejandro el Cata. A los residentes del sábado se los notaba cansados, pero aun así no dejaban de mostrar cierta excitación en los comentarios que les hacían a sus compañeros, de todo lo que habían visto y hecho. Mientras los recién llegados controlaban a los traumatizados internados en la sala de emergencias, el R1 de traumatología Ariel el Mostri se me acercó para comentarme acerca del paciente parapléjico que yo había visto un par de horas antes.

—Terrible, Doc., usted lo vio…Tiene atónico el esfínter anal, una lesión completa, irreversible. Bueno, recién se despertó y le pregunté cómo se había caído….No lo puedo creer—nos detuvimos en medio del pasillo y Ariel prosiguió—dice que fue a una fiesta electrónica y le dieron una pastilla... Que a partir de ese momento la fiesta se transformó en una pesadilla para él, y comenzaron a perseguirlo unos monstruos. Y que para escapar de ellos debió saltar desde un puente…

Ariel deslizó algunos comentarios más, pero yo había dejado de oírlo y me quedé paralizado en medio del pasillo. Percibí una sensación de opresión como la del tejido neural de ese muchacho aplastado por las espículas óseas.

Ninguno de todos los traumatizados que vimos ayer debió atravesar por esas locuras y ser traídos al hospital.

¿Es adrede todo esto?

En el arranque de esa guardia dominical, todo el resto del personal de Emergencias había cambiado, a excepción de algunas enfermeras de la guardia y de mí. Volvimos a controlar a los operados del día anterior, y pudimos llevar de nuevo a quirófano al joven   que había padecido la lesión de colon por empalamiento y cuya cavidad peritoneal estaba abierta. Lo encontramos algo mejor, tanto a nivel local como sistémico, pero aún tenía bolsillos de líquido purulento que se había reproducido dentro del abdomen. Volvimos a lavarlo profusamente, decidí que no cerráramos todavía esa cavidad, y lo devolvimos a la UCI para que su lucha continuara.

En el resto del día, un domingo triste y nublado, la acción bajó mucho en su intensidad. El plantel de médicos del domingo era más reducido que el del sábado y eso pareció contribuir al inusitado silencio que percibí en la tarde. Una extraña calma donde todo pareció atenuarse, hasta los ecos de lo que había sucedido en las horas previas, de lo cual ya nadie hablaba. Como si un mecanismo protector e invisible estuviera funcionando para ocultar el dolor: pocos médicos en todos los sitios, una menor cantidad de patologías quirúrgicas, y todos los cuerpos de los fallecidos ya retirados de la morgue.

El trabajo del día se completó con dos apendicectomías y dos traqueostomías que le ayudé a operar a Santiago, y la noche llego rápidamente. En la cena hubo pizzas y empanadas, programas de TV con resúmenes deportivos, y esa combinación pareció dar algo de consuelo al escaso personal en medio del encierro.

Me acosté temprano y luego no pude dormirme en la soledad de mi habitación, tras una jornada en la cual había recargado algo de energías. Escuchaba cada tanto gritos atenuados o el sonido del arrastre de un tubo de oxígeno, provenientes de la sala de shock que se hallaba encima del cielorraso de mi habitación. Y pensaba en lo que en ese momento podía estar sucediéndole a alguien en cualquier parte de la ciudad, en el exacto instante en que algún incidente traumático pudiera estar originándose. Alguien a quien balearan. Alguien que colisionara con su auto o su moto. O alguien que se cayera desde otra altura.  Y en la imagen del comienzo de cada uno de esos hechos, imagine también la aparición de una mano invisible que se interpusiera para prevenir más daños. 

Hemos roto el orden natural de la vida. Hemos desobedecido a las leyes universales de la existencia.

Hemos apurado a la enfermedad y a la muerte por desviarnos de los caminos más conscientes de la vida.

Un cóctel de ansiedad recurrente, deseo desenfrenado y evasión alienante nos precipitó por un sendero de violencia y autodestrucción sorprendentes.

Un cóctel preparado por nosotros mismos y que luego tragamos de un sorbo, obnubilados por una sed demencial, cegados por la avidez del placer de jugar con juguetes peligrosos: armas, drogas, alcohol, velocidad.

En el mismo momento en el que como cirujanos habíamos llegado a acumular una gran experiencia para manejar con mejores resultados al Trauma, en el mismo momento en que habíamos llegado a un notable pico luego de años de evolución, una brutal revelación subyacía detrás de ese duro trabajo.

Con nuestras mejor predisposición e inspiración hospitalaria, estábamos tratando las meras consecuencias de algo que nuestra propia sociedad había engendrado y continuaba alimentando. Una aberración prevenible, potencialmente prevenible en una abrumadora mayoría de los casos. Un karma hemorrágico, donde nosotros mismos éramos causa y efecto, y en donde además el fracaso había sido doble.

Primero por dejar que eso sucediera. Y luego, pese a las advertencias silenciosas que se vislumbraban detrás de cada hecho, por no haber llevado a la práctica una prevención efectiva que atacara el origen de esa realidad filosa.

Y no creía que estuviéramos todos tan separados, como para pensar que la culpa fuera solo de unos pocos.

Las aberraciones se habían prolongado indefinidamente en el tiempo, y cada uno de los golpes que dejaba muertos o malheridos volvía a confirmar que habíamos perdido esa batalla antes de empezar a combatir.

Los que nos desempeñábamos en esta área de los cuidados podíamos operar cada vez mejor, y podíamos refinar el manejo integral de cada traumatizado, con o sin tecnología. Y una casuística abultada, quizás con mejores resultados, podía revelar como habíamos absorbido nuestra experiencia y como la aplicábamos con pericia. Pero el fracaso persistiría desde el momento en que se reprodujera cada nuevo hecho traumático prevenible, groseramente prevenible.

Nuestra sociedad creaba al Trauma, y luego ella misma disponía de los efectores para tratar de reparar las secuelas, lo cual no siempre era exitoso.

La satisfacción de asistir a los traumatizados era empañada por el origen del problema. Éramos guerreros quirúrgicos, orgullosos de luchar por nuestros pacientes, pero al final del día, al final de esas guardias que nos sacudían la cabeza, se tornaba evidente la percepción de que ninguna guerra debería existir. Que lo mejor para los pacientes habría sido que nada de eso sucediera.

Cuando en la mañana siguiente me fui del hospital y en el largo pasillo me crucé con los rostros adustos de quienes llegaban para iniciar su jornada, pensé en eso.

En abandonar esa subespecialidad maldita de la cirugía. En dejarla definitivamente, hastiado por el círculo vicioso del Trauma. Por el círculo recurrente de un enemigo oculto en el interior de mucha gente, que volvía a salir para repetir daños y muerte de un modo interminable.

O en seguir combatiendo, siempre y a todo nivel contra el Trauma. En permanecer de este lado. Porque algunos debían hacerse cargo de esa tarea, y si esos fueran personas conscientes de su misión, mucho mejor.


  El autor
Dr. Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.


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