Un abuelo, su nieto y la pérdida de sí mismo | 23 ENE 22

Ficciones

La realidad y las ficciones consensuadas en un tramo dramático de la vida
Autor/a: Julio César Guerini 

El estruendo a madera rompiéndose, me sacó del sueño profundo en el que acababa de entrar hacía pocos minutos. El sonido fue casi idéntico al que se generaba cuando despedazaba los cajones de la verdulería para empezar el fueguito del asado.

Era como la quinta vez en menos de una hora que mi cerebro, pero sobre todo mi cuerpo, trataba de acomodarse al descanso intermitente. No era la única noche que ocurría, sino más bien era la nueva habitualidad de la casa. Por diferentes motivos, pero cada diez minutos me había despertado para ayudar en algo. Ésta vez, primero se despertaron mis oídos y después mis ojos. Me quedé tieso tratando de contextualizar lo que había pasado. El grito de dolor que vino desde la otra habitación hizo que se despertara el resto de mi cuerpo. Me levanté de un salto y a los manotazos limpios busqué la tecla de la luz en la pared. Cuando la encontré y logré prenderla, el reflejo del pasillo que unía las dos habitaciones (con el baño al medio) dejó ver a mi abuelo tirado en el suelo, medio de costadito, con la cabeza contra la puerta del ropero que estaba partida a la mitad. Parecía un trípode, apoyando la cadera izquierda y el codo izquierdo en el piso con un charquito de sangre alrededor y la mano derecha hacia adelante tratando que el cuerpo mantenga cierto equilibrio. Tenía un brillo en los ojos que no era sólo por el insomnio, sino también por lágrimas contenidas. Un temblor fino de frío y miedo le dominaba el cuerpo; pero quizás se sumaba al de su Parkinson y demencia.

En dos zancadas llegué a la pieza y vi a mi abuela en cuatro patas sobre la cama de dos plazas, buscando alcanzar la mesita de luz para prender el velador. Fue una imagen de mierda. Mi abuelo en el piso, mi abuela en la cama. Los dos asustados (los tres en verdad, yo me incluyo), los dos sin los dientes postizos colocados, lo que hacía parecer que no tuviesen labios y que la boca se hubiese convertido solo en piel fruncida como si fuese una bolsita de nylon en el fuego. Dos cuerpos esmirriados, pero sobre todo el de mi abuelo. Dos cuerpos que con el paso del tiempo y en particular de los últimos meses, habían comenzado una implosión de manera descomunal.

Sin dejar de pensar y sobre todo de sentir lo que estaba pasando, agarré a mi abuelo de las axilas y lo levanté sin el más mínimo esfuerzo. Había perdido muchísimo peso. Los dedos pulgar e índice casi se me juntaban por encima de su hombro. Era piel y huesos.

Mientras lo llevaba prácticamente en el aire hasta la cama, pisé un líquido que había en el suelo. El líquido era orina, su orina. No sé si fue por la adrenalina o por el amor que le tenía, pero no me dio asco.

No puedo evitar hablar o escribir en pasado, cuando se trata de él. Un par de renglones antes puse “el amor que le tenía”. Pasa que al verlo así, como está en este momento, el razbliuto me invade. Me siento una verdadera mierda al decirlo, pero es lo que me atraviesa. Es que el duelo lo vengo haciendo hace tiempo ya. Quizás suena raro, egoísta, desinteresado o incluso hasta demasiado sincero. Su muerte, aunque esté vivo, comenzó hace unos años; viene muriendo de a poco y hace tiempo.

El día que no supo más quienes eran sus nietos y reemplazó los nombres por “vos sos el más chico, el más grande o el del medio”, se murió un poquito; el día que no supo quién era su compañera de vida, otro poquito; el día que no supo cuál era su casa, un poquito más. Luego empezó con las frases a completar al estilo de “el hijo de ..., cuando fui a la…, tráeme el…”. Esos puntitos suspensivos quedaban en el aire como cachetazos en la oscuridad. Pero el día que me dijo “y usted quién es”, grabé esa frase como la esquela definitiva. No había más qué hacer. Porque no fue transitorio e intermitente, allí fue definitivo. Se murió del todo, por lo menos para mi.

Era literalmente desgarrador y no metafórico, ver a una persona que toda su vida se había hecho cargo de todos nosotros, no poder si quiera hacerse cargo de él mismo.

Ahí en su habitación mientras lo miraba sentado, encerrado en esa bolsa de piel y huesos en la que se había ido transformando, cubierto parcialmente con una musculosa blanca como la que usaba Freddy Mercury, no pude evitar detenerme a pensar en todo. Tratar de anular lo que veía e imaginarlo, o mejor dicho recordarlo, como era antes. No supe darme cuenta que lo que estaba empezando a hacer era peor. Tratar de poner una luz de esperanza allá lejos, en mi infancia como si la cosa fuera a mejorar. Iluminar un pasado que obviamente fue y que de ninguna manera va a volver a ser. Es que cuando uno pone una luz demasiado lejos para alumbrar, no se da cuenta del todo que las sombras se alargan, se agrandan, hacen que las cosas pierdan sus contornos, sus límites. Todo se vuelve difuso, borroso.

Era literalmente desgarrador y no metafórico, ver a una persona que a lo largo de su vida se había hecho cargo de todos nosotros, no poder ahora si quiera hacerse cargo de él mismo. Traté de conectar una mirada con él, pero fue en vano. Tenía clavado sus ojos en el charco de meada que había en el piso y sobre el cual yo seguía teniendo los pies descalzos.Se quiso parar, pero no tenía fuerza. Como tantas otras veces, puso sus manos al costado de la cadera para empujarse, inclinó la cabeza y el tórax hacia adelante e intentó levantar la cola. No pudo. Últimamente parecía más un camello que una persona en la forma que intentaba pararse. Lo ayudé y quedó estaqueado a mi lado, temblando, balanceándose como un potrillo recién nacido. Ahí sí nos miramos unos segundos hasta que me dijo “quiero mear”. Mi abuela, de la cual me había olvidado, estaba parada al otro lado de la cama mirando todo. Me alcanzó un recipiente que parecía el culo de una botella de plástico de lavandina, de unos quince centímetros de alto. “Él hace pis ahí de noche, porque no puede llegar hasta el baño, tampoco le gusta lo del papagayo y mucho menos el tema del pañal”. Pañal, pañal, pañal…me quedó haciendo eco, resonando ¿En qué momento mi abuelo había empezado a usar pañales? Encerrado en ese pensamiento volví a la realidad cuando me repitió “nene, quiero mear”.

 

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