La verdad y otras mentiras | 31 MAR 13

Permiso para morir

Una médica, sola, la noche en que descubrió la dignidad y la muerte.

*Para Florencia que me regaló su historia un mañana de viaje, con un nudo en la garganta".

Cama 460

“El pájaro caído no se puede tocar el ala herida, pero algo que no es él mismo se la toca”, Roberto Juarroz

Florencia siempre ha sido alta, con una voz contundente y convicciones firmes. En el colegio de hermanas aprendió que a veces su figura resultaba intimidante aunque no fuera esa su intención. Era una alumna aplicada, una misionera sensible y una amiga leal. Anduvo arropada por una familia amorosa y una moral estricta hasta que la vida le fue limando las culpas y abriendo las puertas. Casi sin darse cuenta se encontró un día siendo médica, que era una de las cosas que más quería en la vida. Ingresó a la residencia con veinticinco años en un hospital público con el propósito de entrenarse en Terapia Intensiva. Su primer año lo pasó en una sala de Clínica Médica para completar el ciclo introductorio. Se levantaba muy temprano; su mamá le llevaba una taza de café con leche a la cama como cuando era una nena. Ella la bebía con los ojos cerrados y el cuerpo en estado de gracia. Tomaba el colectivo cuando el sol recién se asomaba sobre la avenida. Era de las primeras en llegar al hospital. Trabajaba con ese ritmo intenso y desalmado con que la medicina recibe a los novatos. Sabía que era necesario pasar por esa etapa, más como un rito de iniciación que como un programa de aprendizaje.

Los primeros meses el agotamiento no le permitió reflexionar acerca de lo que estaba viviendo. Siempre estaba cansada, con sueño, sin tiempo para ver a sus amigas de la infancia ni para tomarse unos mates con la familia. Llegaba a su casa y caía rendida sobre la cama. Casi no leía las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban, ni los diarios; ya no miraba películas, ni televisión. Por primera vez en muchos años tenía las uñas de las manos sin pintar. No recordaba cuándo había sido la última vez que había ido a la peluquería. Se dormía en el colectivo, en la cena familiar, incluso un par de veces se había quedado dormida en el baño. Todo su pequeño mundo pasaba por el hospital. Las tareas eran tantas, tan nuevas y tan variadas que no le quedaba más remedio que aprenderlas mientras las hacía. Fue adquiriendo sus primeras herramientas para comunicarse con los pacientes y con sus familias, conociendo a personas con distintos lenguajes, costumbres y actitudes. Le llevó un tiempo asimilar las reglas implícitas de la profesión. Los códigos tácitos acerca de los que nadie habla pero que funcionan como una ley dura e inflexible que nadie se anima a nombrar.

Sus compañeras eran casi todas mujeres, también sus jefes. Los varones eran una minoría. Recorrían la sala todas las mañana pasando las novedades de la evolución de cada paciente. Los médicos con más experiencia daban sus opiniones, los más jóvenes tomaban nota de sus sugerencias. Florencia tenía una obsesión con el orden y la prolijidad desde que era una niña. Anotaba las tareas en una libreta de tapas duras rosada repleta de dibujitos de Sarah Kay. Resaltaba lo que escribía con distintos colores de acuerdo al tipo de actividad y a la prioridad que le asignaba: rojo el laboratorio, amarillo radiología, verde interconsultas, azul indicaciones médicas. Nunca se iba hasta completar el trabajo pendiente. Sabía que si algo no quedaba resuelto no podría soportarlo. Anticipaba ese malestar que la perseguiría hasta el día siguiente yendo de un lado para el otro hasta que la lista de su libreta quedaba cerrada.

Durante una de aquellas recorridas se discutió el caso de una paciente con fiebre prolongada y sin foco infeccioso evidente. Se evaluaron las posibilidades y se recomendó tomarle muestras para hemocultivos con el propósito de descartar la circulación de algún microrganismo en su sangre. Una vez finalizado el pase de sala, Florencia subió al laboratorio para obtener tubos estériles. Volvió hasta la cama de su paciente, se higienizó metódicamente las manos, se puso un camisolín, barbijo y cofia estéril y, con la ayuda de la enfermera, tomó las muestras sanguíneas que repartió en tubos de cultivo. Mientras rotulaba el material entró su residente de segundo año. Se acercó para observar lo que estaba haciendo y miró los materiales utilizados como si los estuviera fotografiando. Su disgusto era evidente, aunque Florencia no alcanzaba a comprender el motivo. Lo miró, interrogándolo, pero él permaneció callado. Terminó con el trabajo y salió de la habitación. Él la siguió hasta el pasillo.

—¿Por qué tomaste los hemocultivos sola, sin esperarme?
—No sabía que tenía que esperarte.
—Siempre tenés que esperar a un residente superior cuando vas a hacer un procedimiento por primera vez.
—No es la primera vez. Doy clases de microbiología en la facultad desde hace años y este es un tema que he enseñado muchas veces. Lo conozco muy bien.
—Acá no importa lo que sepas. Acá estás para aprender de los que lo hemos hecho antes que vos.
—Entiendo que eso sea así para lo que no sé hacer, pero no tiene sentido para lo que ya sé.
—Lo que tiene sentido y lo que no tiene sentido en este servicio no lo decidís vos. Espero que te quede claro desde ahora.

El residente se fue sin saludarla. Florencia lo siguió con la mirada, incrédula, hasta que su silueta desapareció por el hueco de la escalera. Se sintió incómoda y desorientada. Subió hasta el quinto piso para entregar las muestras en el laboratorio. Cuando volvió a la sala, estaba más furiosa que confundida. No lo comentó con nadie. Todavía no había aprendido que allí era mejor no mostrar lo que uno sabía quitándoles la oportunidad a los más antiguos de mostrar lo que sabían ellos. Muchas de las reglas tácitas que gobernaban las relaciones en el hospital eran simplemente gestos confirmatorios de un orden jerárquico y del principio de autoridad basado en el tiempo que cada uno llevaba en ese lugar. El novato, por definición, no debía saber, no podía opinar, no tenía que hacer nada si alguien no lo habilitaba para ello. Desde aquel día algo se tensó en el vínculo con sus jefes. Sin proponérselo, había desafiado al orden establecido. Y eso resultaba intolerable.

Algunas tardes Florencia daba clases en una cátedra de la Facultad de Medicina de la que había sido alumna. Cuando le ofrecieron un cargo como jefa de trabajos prácticos, creyó que era una oportunidad de formación y para adquirir experiencia en la enseñanza con mayor responsabilidad. Les pidió a su jefa de residentes y a su instructora autorización para salir un rato antes los martes y los jueves. Les ofreció devolver esas horas quedándose hasta más tarde los otros días. Se la negaron. Entendió de inmediato que no había motivos razonables para impedirle lo que era a todas luces algo de interés, no sólo para ella, sino para enriquecer su trabajo y, por lo tanto, el de todos. La negativa era una cuestión de poder, un ejercicio de autoridad minúscula y sin fundamento. Peleó. Discutió durante varios días con la energía de quien sabe que tiene razón y que tiene derecho. Los residentes de primer año no discuten, obedecen. No tienen derechos sino obligaciones. La actitud enturbió el clima, y la relación con sus superiores se puso áspera y distante. Reclamar merecía un castigo, y se lo impusieron. Finalmente la autorizaron a retirarse para ir a la facultad pero la condenaron a hacer guardia los domingos durante seis meses, sola, sin supervisores ni compañeros. Lo aceptó con la obstinada tozudez que la acompañaba desde el jardín de infantes.

El primer domingo le temblaron las piernas antes de entrar al hospital. La sala de Clínica Médica era un largo pasillo con habitaciones sobre la derecha y ventanales sobre la izquierda. Las camas se agrupaban de a dos o de a cuatro en cuartos austeros y helados. El silencio era lo que más se escuchaba un día feriado. Aunque después de algunos minutos aparecían los ruidos que lo interrumpían con alarmas de monitores, quejidos de algún paciente, el soplido de un respirador o el eco lejano de una radio que anticipaba el fútbol de la tarde.
Se encontró a cargo de cuarenta enfermos con las patologías más diversas y sin nadie con quien consultar las decisiones que hubiese que tomar. El jefe de la guardia la recibió con cordialidad:

—No te preocupes, vos hacé lo que haya que hacer y ante cualquier dificultad no dudes en consultarme.
Eso la tranquilizó un poco, aunque no mucho.

Durante el día el trabajo fue agotador. Pasaron seis ingresos, controles a pacientes a los que no conocía, análisis clínicos, idas y vueltas a la guardia general para evaluar urgencias, indicaciones médicas, informes a familiares. Varias veces sintió la necesidad de consultar a alguien acerca de algún caso. La soledad y el desamparo se le hicieron presentes. Había llevado un grueso tomo del Harrison al que apeló cuando una dosis o un diagnóstico se le pusieron difíciles. El libro era un mamotreto de más de mil páginas, ajado, subrayado y repleto de anotaciones. Sus padres se lo habían regalado cuando ingresó a la Unidad Hospitalaria. Lo habían comprado en cuotas. Se sentía más segura sabiendo que en esas páginas se encontraban la mayoría de las respuestas a sus preguntas.

Casi sin darse cuenta, encontró la noche detrás de los ventanales. No había comido, no había descansado. Tenía los pies hinchados y la espalda dolorida. Fue a la habitación de médicos, se dio una ducha, buscó en la mochila un chocolate Milka que le había dejado su mamá (“Por las dudas”, le había dicho en el umbral de la casa antes de salir hacia el hospital). Se recostó en la cama vestida y desenvolvió la tableta despacio. Empezó a sentir el sabor de las almendras antes de llevársela a la boca. Afuera el silbido del tren cortaba el silencio de la noche. Por primera vez durante ese domingo tomó conciencia de que había un mundo exterior. Golpearon la puerta. Entró la enfermera con una historia clínica en la mano.

—El chico de la cama 460, doctora… lo veo muy mal, creo que se está muriendo —le dijo extendiéndole una carpeta enorme repleta de estudios con la información del paciente.

Florencia envolvió el chocolate con el papel metalizado y caminó detrás de la enfermera sin decir una palabra. Por el pasillo miró de reojo la primera página de la historia clínica. Reconoció palabras sueltas en la penumbra: seminoma, metástasis, quimioterapia, terminal.

Llegaron a la puerta de la habitación donde estaban los padres del enfermo y su hermana. Las dos mujeres permanecían calladas, con los ojos cerrados, tal vez rezaran. El padre tomó a Florencia del brazo:
—¡Haga algo, doctora! ¡Se puso muy mal, no puede respirar, se está muriendo…! —El hombre era robusto, maduro, caminaba nervioso en círculos. Entró al cuarto con paso firme y el corazón saliéndole por la boca. Antes de ver al paciente, escuchó su respiración forzada, un quejido prolongado y tenue pero desgarrador. Se detuvo al costado de la cama y encendió la luz. La cabeza del joven se perdía sobre una serie de almohadas superpuestas que lo mantenían semisentado. La boca se abría buscando el aire con desesperación. Estaba tan adelgazado que le costó reconocer un rostro sobre los huesos filosos y los ojos hundidos en las órbitas.
Miró la ficha clínica. Tenía veinticinco años, su misma edad. Se llamaba Ariel. El chico la miraba con más temor que curiosidad. Florencia le acarició la cabeza.

—Tranquilo —le dijo—, yo te voy a ayudar. —Lo examinó sosteniéndole la espalda. No debería pesar más de cuarenta kilos. La piel era transparente, las conjuntivas pálidas, el abdomen hinchado a tensión atravesado por venas azuladas en todas direcciones, el ombligo protruía hacia afuera como una faro sobre una isla desierta. Las piernas eran un par de huesos sin músculo, las rodillas resaltaban como raíces de un árbol seco. Los tobillos estaban hinchados. Cada vez que tocaba alguna parte de su cuerpo la estremecía su frialdad. La enfermera la ayudó a colocarle una máscara de oxígeno. Revisó las indicaciones y los últimos estudios. Miró la radiografía del día anterior. Se sentó sobre la cama tomándole su mano helada.

—Ariel, vamos a tener que hacer algunas cosas. Tenés los pulmones y la panza llenos de líquido, eso es lo que no te permite respirar. Si lo evacuamos te vas a sentir mejor.

 

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