Por qué tocar a los pacientes | 03 DIC 12

¿Para qué sirve hoy el examen físico?

Un rescate del rito del examen físico. Pacientes y médicos se conectan a través del tacto y la confianza.

El otoño pasado volví a casa después de un largo día en el hospital, me derrumbé en el sofá, levanté los pies y encendí la televisión. Tristán, mi hijo de once años pronto se dejó caer a mi lado y pasó una pierna sobre la mía, como lo hacemos para ver juntos la televisión. Su mano empezó a explorar ociosamente mi oreja, sacudir mi cartílago tiroides (él lo llamaría mi manzana de Adán), tironeó mi nariz y rizó mi cabello. Fijó sus ojos en las imágenes de la pantalla, aparentemente sin darse cuenta de la actividad de sus dedos. Era como si mi cuerpo fuera solo una extensión del suyo. Aprecio esos momentos con él, sabiendo que muy pronto va a ser como sus hermanos mayores (ahora en sus veinte años) a quienes les resulta difícil tocar a papá, si no es por dinero. Yo soy el que llega a ellos, rodeo sus hombros con mi brazo, en un intento de atraerlos de nuevo a una intimidad física que sienten que han superado. La cercanía exploratoria de Tristán me recordó un tema que he estado pensando, muy relacionado con mi trabajo de enseñar a los estudiantes de medicina y los residentes sobre cómo hacer el examen físico, y lo que es el sentido del tacto.

Al final resultó que esa noche, en las noticias televisivas, Tristán y yo estábamos viendo otro tipo de contacto; primero uno y después el otro aspirante a la presidencia estaban estrechando las manos de los concurrentes. Con las manos de mi hijo entrelazadas con las mías vi de nuevo esta escena familiar como si yo fuera un antropólogo que había tropezado con un ritual tribal. Una maraña de manos extendidas con urgencia hacia los candidatos (pero hacia nadie más─ciertamente hacia ninguno de sus propios vecinos), los que trataban de abrazar a tantas manos extendidas como podían. La multitud parecía hambrienta, como si intentara obtener algo tangible de los candidatos. La línea que separa el orden del desorden, la alegría del maltrato, es muy delgada. Los que no podían tocar las manos de los candidatos se contentaban (si estaban suficientemente cerca) con tocar su espalda o los brazos o, y en un caso, sin querer, una cabeza. Desde mi perspectiva antropológica, esto parecía fantástico: maniobras extrañas para tocar a alguien al que nunca habían visto. Yo me pregunté cómo se sentirían los candidatos al respecto. Yo quisiera saber ¿cómo se sienten los candidatos ante esta situación? ¿Qué significa tocar? ¿Se sintieron vulnerados? ¿Emocionados?

Tristán es muy quisquilloso. Un simple movimiento de mis dedos en su dirección es suficiente para hacer que se retuerza y se ría. La idea es tan buena como la acción. Yo lo engañé haciéndole pensar que no tengo puntos donde hacerme cosquillas. Yo me las arreglé para ocultarle estos puntos gatillo, y cuando se acerca demasiado empleo una gran autodisciplina para contener la risa. Nos fascina a ambos que él pueda tocar sus propios puntos quisquillosos con impunidad, mientras que mi más ligero contacto le desencadena la histeria. Y si un extraño tratara de tocarlo, él podría verlo como un asalto aterrador y dejaría de reír.

¿Cuál podría ser la teleología de un sentido especial que permita tantas interpretaciones? Es una cuestión que ocupó a Charles Darwin, entre otros. Claramente, en un nivel, el tacto simplemente tienen un carácter protector─nos advierte del contacto. Y si se trata del contacto con nuestro propio cuerpo no produce cosquillas, mientras que si el contacto es de un amigo puede provocar cosquillas. Freud señaló que las cosquillas obtienen un rédito de este papel: las cosquillas combinan la agresión y la cercanía, mientras que la persona receptora del cosquilleo renuncia a algún dominio sobre su propio cuerpo. La risa sugiere consentimiento, lo que es desmentido por los movimientos que se hacen para retorcerse y escapar. Y, por supuesto, si la persona que toca no tiene permiso para tocar, entonces no es para nada divertido. Más tarde, esa noche, busqué la palabra "toque" en el diccionario. Me sorprendí al encontrar dos páginas de significados y usos. Nosotros hablamos sobre ser "tocados" por una obra literaria o musical, lo que implica que penetraron en nuestras defensas, pero con felicidad. Muchos usos de la palabra tienen que ver con el control: "perder el contacto", "volver a estar en contacto con uno mismo", "toque de locura"; "tocar un nervio", por nombrar algunos. Esa noche seguí leyendo y escribí algunas notas. En el momento en que fui a la cama, me sentí avergonzado de haber llegado a esta sencilla idea: El tacto es mucho más que tocar.

El examen a la cabecera del paciente

"La creencia reinante es que merece muy poco la pena revisar al paciente,
ya que ninguno de los hallazgos sirve."

Para mi, la idea que se me ocurrió de que el tacto es mucho más que tocar es útil, porque me ofrece un arma para un largo conflicto. En las dos últimas décadas he notado que en Estado Unidos tocamos cada vez menos y menos a nuestros pacientes: el examen físico, la semiología a la cabecera del enfermo ha disminuido hasta convertirse en una farsa. En las historias clínicas que llevan los médicos se lee “nervios craneanos dos a doce intactos” o “no hay hepatoesplenomegalia” o, “reflejos intactos”─pero yo no apostaría a que esto sea así. Cuando uno mira el trabajo de los residentes, la técnica que se observa es pobre y raramente permite arribar a una conclusión válida. Recientemente, un estudiante me escribió, “honestamente, cuando estoy haciendo el examen físico siento que solo estoy haciendo movimientos.” La creencia reinante es que merece muy poco la pena revisar al paciente, ya que ninguno de los hallazgos sirve.

Aunque nuestros estudiantes de medicina gastan mucho dinero en su primer año para comprar estetoscopios, martillos de reflejos, oftalmoscopios, otoscopios y diapasones, y aunque ellos aprenden las maniobras semiológicas y las practican durante 2 años entre ellos, cuando en su tercer año llegan a la guardia se encuentran con una sorpresa. Se dan cuenta que la acción real en el hospital se resuelve alrededor de la computadora y los estudios por imágenes, haciendo interconsultas y esperando los resultados del laboratorio. El único instrumento que portan es el estetoscopio, el cual es más un distintivo de clase que una ayuda diagnóstica. Un antropólogo que caminara por nuestro hospital en Norteamérica no sería culpado por concluir (basándose en dónde pasan más tiempo los médicos) que en realidad, el paciente es la computadora, mientras que el individuo en la cama es un mero representante del paciente real.

Debido a que las resonancias magnéticas, los angiogramas y las imágenes PET brindan imágenes increíbles del interior del cuerpo, han creado la ilusión de que no hay otra manera de “ver” el cuerpo. Por esta razón, cuando un médico experimentado muestra un montón de hallazgos en el cuerpo y luego hace deducciones que los relaciona con una historia coherente, siempre parece sorprender a los estudiantes. No es casual que el famoso detective de ficción Sir Arthur Conan Doyle fuera creado a partir de su profesor clínico, el legendario Joseph Bell. Citado por Conan Doyle, en una ocasión Bell dedujo que una mujer había venido de Burntisland, había cruzado esa mañana con el ferry, que había salido con 2 niños pero que había dejado a uno por el camino, que en su trayecto había tomado un atajo por Inveleith Row y el Jardín Botánico, y que trabajaba en una fábrica de linóleo—todo esto derivado de la astuta observación y deducido aun antes de que la paciente se sentara para ser examinada.

Los médicos de la época de Bell, incluyendo a su contemporáneo norteamericano Sir William Osler, eran a todas luces fenomenales a la cabecera del paciente. Sin embargo Osler, por ejemplo, tuvo que hacer más de cien autopsias por año para hacer las correlaciones que hoy en día pueden hacerse al instante mediante ecocardiogramas, angiogramas, tomografías computarizadas y resonancias magnéticas. Michael Phelps, el campeón olímpico que batió todos los records de natación en Beijing en 2008, fue el beneficiario de los adelantos en la fisiología, la nutrición y el entrenamiento, lo que permitió su performance y eclipsar a los nadadores de hace medio siglo.

Del mismo modo, nosotros, que no solo somos capaces de tocar sino también de ver y confirmar con imágenes, deberíamos ser cien veces más perspicaces a la cabecera del paciente que Osler y Bell; nuestros instrumentos sensoriales—tacto, vista, audición, olfato—deben perfeccionarse con la riqueza de la retroalimentación tecnológica que nos señala cuándo estamos acertados y cuándo estamos equivocados. Esto es lo que debe suceder pero, ay!, la verdad es lo contrario. Hemos regresado a la edad del oscurantismo, a los días del barbero cirujano, en los que no se intentaba ver en el interior del cuerpo (no se conocía el método) de manera que para todas las dolencias el tratamiento era la sangría, la aplicación de ventosas o los purgantes.

Pero esa noche, frente al televisor con mi hijo, yo descubrí una nueva dimensión para el examen a la cabecera del paciente, una que yo había pasado por alto. Al defender solamente el valor diagnóstico del examen físico, aplicando los argumentos de la medicina basada en la evidencia, o dando valor a las características del bazo o la auscultación de un tercer ruido cardíaco, perdí lo que realmente es importante: el tacto.

 

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