Por Antonio Muñoz Molina | 23 OCT 11

El miedo de los niños

Los desconocidos, los monstruos y los bosques como amenzas. El miedo, la literatura y la realidad. La ficción guarda la memoria de la especie.

Por Antonio Muñoz Molina 
Imagen de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), de Fritz Lang
 
Contamos y escuchamos historias de ficción no para escapar del tedio de la vida real sino por la necesidad instintiva de comprenderla y ordenarla. La placentera evasión que nos procura una buena historia tiene siempre un camino de vuelta, aunque no siempre seamos conscientes de haberlo recorrido. La ficción es muy anterior a la literatura y mucho más universal y más importante que ella. Narradores extraordinarios no han escrito nunca. A lo largo de la mayor parte de la historia humana, ni siquiera han sabido que existía la escritura, ni la han necesitado. La escritura tiene unos cinco mil años, y su fin primordial no fue la transmisión de historias, sino el registro de bienes almacenados y de transacciones comerciales. Los mismos comerciantes que desde hace muchos millares de años llevaban de un lado a otro conchas perforadas, puntas de flechas de pedernal, bloques de lapislázuli o de ámbar, llevarían también consigo historias escuchadas o vividas en territorios lejanos que tendrían siempre una parte de maravilla y otra de familiaridad. Hace unos años, en una exposición sobre la Ruta de la Seda en el Museo de Historia Natural de Nueva York, había una sala en la que podían olerse las especias y los perfumes que transportaban las caravanas, y junto a ella otra en la que se escuchaban historias que llegaron a Occidente de la India y de China siguiendo los mismos caminos: fábulas de animales, leyendas de criaturas y viajes fantásticos. En las novelas del ciclo de los Snopes, Faulkner inventa un personaje que es al mismo tiempo narrador ambulante y vendedor y mecánico de máquinas de coser, V. C. Ratliff. Las vidas de las familias campesinas están muy poco comunicadas entre sí: es Ratliff, en su viejo Ford T, quien va de un lado a otro diseminando los relatos que fortalecen la comunidad gracias a una malla de hilos narrativos. Hace muchos años que no leo Cien años de soledad, pero los dos personajes de los que tengo un recuerdo más claro son narradores ambulantes, buhoneros de mercancías y de historias: el gitano Melquíades y Francisco el Hombre, que tiene uno de los nombres más formidables de la literatura del siglo XX en español, junto al Pepe el Romano de García Lorca.

Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la sólida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejorándolas, como mejoran los años los rasgos firmes de una cara. Las grandes historias permanecen idénticas a sí mismas por muchas veces que se cuenten y son distintas y originales en cada narración, igual que las grandes canciones. Muchas son inmemoriales: muy pocas han nacido de la imaginación exclusiva de un escritor y han cobrado vida más allá de los libros en las que fueron contadas por primera vez. La historia de don Quijote y Sancho, la del Humbert Humbert y la nínfula vulnerada Lolita, la de la Ballena Blanca y el capitán Ahab. No sé si hay alguna más. No hay muchas más. El armazón de lo primitivo sostiene la mayor parte de las mejores narraciones modernas, sean de la novela, del cine, del teatro, de la ópera. El Narrador de Proust, el Hans Castorp de Thomas Mann, el Parsifal y el Sigfried de Wagner, el Nick Carraway de Scott Fitzgerald, el Fabrice del Dongo de Stendhal, son variaciones del joven Telémaco que abandona la protección de su madre y de su isla para aprender las lecciones fundamentales de la vida. La intrépida Jane Eyre es tan la Cenicienta como la Pretty Woman de Julia Roberts o aquellas "reinas por un día" que hacían llorar a nuestras madres y a nuestras vecinas en los remotos concursos de la televisión en blanco y negro.

 

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