La verdad y otras mentiras | 18 MAR 09

"Las guerras médicas" XI

"Tócala de nuevo Sam"

Durante el día fueron evacuados más de la mitad de los enfermos del hospital. A medida que las camillas iban saliendo hacia las ambulancias, nos despedíamos de ellos en una ceremonia que, no por absurda, dejó de conmovernos a todos. Nada tenía sentido. Ellos emprendían un viaje de apenas un kilómetro hasta un hospital vecino. Nosotros permanecíamos encerrados. Pero ninguna de las dos cosas tenía ningún fundamento. Las salas deshabitadas hacían resonar los pasos y las voces en un eco infinito que se negaba al silencio. Decenas de camas vacías parecían lechos de fantasmas. Los pocos pacientes que quedaban comenzaron a cansarse de las visitas de un médico o una enfermera con intervalos pocos minutos. –"Ya está, ya me revisaron hace un momento. Basta, muchas  gracias, pero ¿por qué no juegan un rato a las cartas?"  Nos dijo uno de ellos harto de soportar a personas que no estaban acostumbradas a no tener nada que hacer. Algunos nos ofrecían revistas y diarios viejos para leer o nos invitaban a tomar mate con bizcochitos o a mirar la TV.

En una de las salas vacías del tercer piso se improvisó una reunión con el único objeto de hacer pasar el tiempo. Los enormes ventanales dejaban ver el parque. Árboles añosos, pájaros, nubes en continuo movimiento y una brisa que mecía las hojas daban un entorno bucólico a una escena grotesca. Las personas se sentaban sobre los elásticos rotos de las camas, en el piso o en improvisados almohadones armados con sábanas y colchas enrolladas. Entre todos formábamos un círculo casi perfecto. Hubiese resultado oportuno una fogata de leños en el centro para que aquello luciera como un perfecto picnic de estudiantes. Mariana llegó con las enfermeras con las que había almorzado. El grupo creció hasta ocupar gran parte del espacio disponible. Las enfermeras la rodeaban como una guardia pretoriana que custodiaba a su reina. Se la veía bien. Su aspecto resultaba exótico y bello. Sentada en el piso con las piernas flexionadas como una pequeña Buda. La cabeza rapada, sin maquillaje y con un único aro diminuto que desprendía pequeños destellos de luz desde su oreja derecha. Parecía una diosa oriental. La sentí más joven y menos agobiada. Mejor que durante los últimos meses. Yo quedé sentado muy lejos de ella. Hubiese preferido tenerla más cerca. Algunos enfermos nos acercaron mates, termos y galletitas dulces. Goldenstein trató de unificar las conversaciones atomizadas hasta ese momento en pequeños grupos proponiendo una consigna general.

¿A ver? ¿Si no estuviésemos forzados a permanecer en este lugar, dónde quisieran estar ahora?- Miró a todos en un círculo que giró en sentido horario y que finalizó su trayecto en la cara de Eduardo.

- No estoy muy seguro de que quisiera estar en otro lado. Es lo que sucede cuando te zambullís debajo del mar. El agua te moja de tal modo que se transforma en tu segunda piel. A veces pienso que uno busca permanecer allí sin salir a la superficie, incluso sabiendo que eso lo conducirá al ahogo y a la muerte. Es raro, ¿no? – Se quedó mirando el techo. Pensativo. Sin esperar una verdadera respuesta.

Yo creo que preferimos permanecer en este lugar por varios motivos. – Dije sin pensar mucho en lo que decía. -Porque éste es el único lugar donde lo que sabemos resulta útil. Porque es donde podemos encontrar a personas que comparten con nosotros cosas muy difíciles de explicar a los demás. Porque en esta profesión no sólo ejercés una tarea sino que “sos” esa tarea. Lo que hacés te define. Te modela como si fueses de arcilla o de barro. Fuera de este edificio, tal vez no seamos nada. La Medicina no deja ningún resto sin devorar. Es una boca enorme que te traga por completo. Una mujer posesiva y carnívora. Una hembra diabólica que no conoce la piedad.

Sentados con esa disposición parecía que estuviésemos más cerca unos de otros. El roce de las piernas o los brazos. La cercanía sin interposiciones, cuerpo a cuerpo, profundizaba la intensidad del diálogo que habitualmente manteníamos. Una especie de contagio nos igualaba más allá de todo lenguaje. Algunas nubes negras y densas cubrieron el cielo. La luz se atenuó por un momento. Casi todos apuntaban sus miradas hacia un horizonte invisible y privado. Buscábamos en nuestro interior averiguar qué parte de lo que estábamos diciendo se ajustaba a lo que sentíamos. Patricia habló sin mirar a nadie. Tal vez se hablara a sí misma.

- Yo quisiera estar con mis hijos. Pero acá. Quisiera tenerlos sentados a mi lado, ahora mismo, pero en este lugar. Es posible que entonces ustedes me ayudaran a decirles las cosas que nunca he podido.

- ¿Cómo cuáles? ¿Qué les dirías? – Preguntó Ariel sentado junto a ella y visiblemente conmovido.

Que los quiero tanto que no puedo dejar de sentir que no soy suficiente. Que cada maldita cosa que hago en mi vida siento que se las robo a ellos. Que negocio un tiempo que les pertenece a cambio de uno propio que nunca encuentro. Que, sin importar lo que haga, siempre creo que traiciono lo que ellos merecen. No sé, no sé... ¿Qué tendría que hacer? ¿Hasta dónde tendría que abandonar lo que soy para ser su madre? Podría darles un brazo o el hígado si lo necesitan. Pero a veces pienso que no puedo entregarles mis proyectos, mis sueños, mi futuro. Entonces me siento peor. Una traficante de cariño. Una madre avara y mezquina que se guarda algo que no le pertenece. Pero, ¿qué es lo que me pertenece? ¿Qué queda de mí? No lo sé, juro que no lo sé.

Nadie pudo hablar. Mariana se puso de pié y caminó descalza entre las personas hasta sentarse frente a ella. La tomó en sus brazos y ambas permanecieron quietas recostándose una sobre la otra. A través de las ventanas el sol volvía a ingresar como un torrente de luz. De pronto todo fue amarillo y diurno. Alguien encendió un grabador desde el que comenzó a sonar una música triste que fue creciendo en intensidad hasta hacerse desgarradora. Creo que era una antigua versión en vivo de “Sumertime” por Janis Joplin. Los alaridos de aquella mujer y una guitarra sangrante sonaban como un himno en una misa pagana. Eduardo se estiró -acostándose sobre el piso- y subió el volumen. La música entonces se hizo sustancia. Un golpe cruel y contundente que nos estremeció las vísceras. Cuando el tema finalizó imaginé que había vivido una escena de alguna película. Creí que lo mejor hubiese sido que todo termine allí. Nada de lo que siguiera podría sostener el hechizo de esos pocos minutos. Patricia se liberó de los brazos de su amiga y quedó algunos segundos congelada. Pensaba en qué nos iba a decir. Pero las palabras se le demoraban en la boca.

Les pido perdón. No quise entristecerlos. Ustedes son muy importantes para mí. Muchas veces pienso algo que no me animo a decir. Creo que vengo al hospital para encontrar un espacio y un tiempo propios, lejos de mis hijos y de mi casa. Es una crueldad, lo comprendo. Pero hay días en que espero ese momento como a un oasis en el desierto.

¿Sabés Patricia? –dijo Eduardo acostado en el suelo y mirando el techo – Decir la verdad es siempre doloroso. La mayoría de las veces nada de lo que decimos es completamente cierto. Y no está nada mal. Pero todos conocemos la verdad, incluso cuando es insoportable. Estar en este hospital nos inyecta una dosis de sinceridad. Una especie de vacuna contra la hipocresía cotidiana. No somos mejores por eso. Pero nos hacemos adictos a la paradójica recompensa que eso supone. Nos cansamos hasta la extenuación. Dejamos nuestras emociones al borde del colapso. Pero esos venenos nos fortifican. Son vitaminas que nos intoxican pero que también nos salvan. No podemos evitarlo. No queremos hacerlo.

- Muchas veces, Patricia, yo he sentido que estoy encerrado cuando me quedo afuera – Dije, como si alguien hablara por mi boca.

Mariana se acariciaba la cabeza calva mientras con la otra mano extendía su dedo índice sobre la boca pidiendo silencio como la enfermera de los cuadritos de las salas de espera.

Eduardo, volvé a poner esa música. Por favor. Escuchemos otra vez a esa mujer. Dale, “tócala de nuevo Sam”.

Casi todos apoyaron sus cabezas sobre el piso o contra la pared. Algunos cerraron los ojos. Nos dejamos invadir por esa música. Mariana se acostó a mi lado. Tomó mi mano y la apoyó sobre su pecho. Janis Joplin nos disgregó en infinitos pedazos. Esa voz descontrolada cantó sólo para nosotros. Gritó lo que ninguno se animaba a decir. Hizo sonido y temblor de lo que guardábamos en algún secreto rincón. Liberó al monstruo que no queríamos ver y nos lo arrojó por la cabeza. El hechizo se volvió a producir. Cuando logramos volver desde el lugar al que habíamos sido transportados, la cabeza de Virchow asomaba por la puerta.

No quise interrumpirlos. Pero tengo noticias.

Ingresó y se sentó en el piso integrándose al círculo. Alguien le alcanzó un mate. Sorbió lentamente la bombilla y luego lo apoyó sobre una cama.

Tengo los informes. Los cultivos son negativos. Todo ha sido dispuesto para que mañana por la mañana podamos salir del hospital. Es necesario cumplir el plazo mínimo de 48 hs de aislamiento. Creo que todo esto se va terminando. La de hoy será la última noche de encierro.

 

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