La verdad y otras mentiras | 11 FEB 09

"Las Guerras Médicas VI"

Burbujas dentro de burbujas

Mariana decidió acompañarme al comedor para reunirnos con el grupo que se nos había anticipado. Al menos durante un tiempo abandonaría la oscuridad de la habitación para compartir con sus compañeros el período de descanso. Nos prometimos volver a conversar acerca de lo que sentía más tarde. Tal como ocurrían los acontecimientos dudaba de encontrar un tiempo suficiente como para pensar en alguna forma de ayudarla. Del mismo modo en que aún no había podido reflexionar acerca de la muerte de Aurelio, era muy probable que no pudiese hacerlo con lo que le pasaba a Mariana. Los hechos se sucedían a una velocidad que parecía no darme tregua. Necesitaba esa pausa para pensar y atribuirles un significado.

El trayecto hasta la planta baja nos permitió registrar algunos signos de la inquietud que, pese a la hora de la noche, podía percibirse en el hospital. En cada sala grupos de enfermos, familiares y enfermeras conversaban animadamente. Los televisores permanecían encendidos a la espera de noticias que les permitieran conocer como veían desde afuera lo que allí estaba ocurriendo. A través de las ventanas podían verse algunos camiones de los canales de TV con sus enormes antenas sobre el techo. Técnicos, periodistas y policías descansaban sentados en los automóviles o fumaban recostados sobre las paredes del hall de ingreso. Mariana se detuvo durante algunos minutos a mirar lo que sucedía en el exterior elevando su cuerpo en puntas de pié y sin hacer ningún comentario. Dos médicos jóvenes recorrían las camas visitando a los pacientes y consultándolos acerca de sus necesidades. Algunos dormían ajenos a los hechos que los rodeaban. Otros, concentrados en su propio padecimiento permanecían aislados de lo que los rodeaba. Vueltos hacia el interior de sí mismos. Todo, excepto lo que ellos sentían, parecía resultarles irrelevante. Y, tal vez, lo fuera.

El murmullo de voces que llegaba desde el comedor podía escucharse desde cierta distancia. La puerta estaba cerrada pero un intenso olor a café recién hecho anticipaba el menú. Entramos. De alguna manera todos le hicieron saber a Mariana que se alegraban de verla allí. Un beso, un apretón en el brazo, un guiño cómplice, alguien que se ponía de pié para ofrecerle su silla fueron parte de la bienvenida que el grupo le brindaba. Nadie permaneció indiferente a su llegada, del mismo modo que no lo habían estado durante sus horas de aislamiento. Por otro lado aún era el día de su cumpleaños. Una solidaridad tácita hacía que lo que le ocurría a uno de nosotros en su vida personal fuese percibido por los demás. Incluso cuando nuestra relación estuviera circunscrita al ámbito del hospital y al único día a la semana que compartíamos. Ese lazo renacía una y otra vez sin que resultase necesario extenderlo hacia otras áreas de nuestras vidas. Muchas veces había pensado en ello y tenía la impresión de que el contacto restringido en el tiempo, lejos de resultar un obstáculo, reforzaba las relaciones entre todos. Como marineros que durante la travesía se hermanaban ante la necesidad de apoyo mutuo, pero que al llegar a puerto tomaban caminos diferentes. Tal vez para no encontrarse nunca más.

Apenas nos acomodamos llegó Rivarola. Prolijo, limpio, formal como siempre se lo veía. Actuaba su rol profesional con todas las señas que la tradición recomendaba. No era brillante como médico. No demostraba ni la curiosidad ni el placer que el conocimiento despertaba en casi todos los demás. No asistía a cursos de perfeccionamiento, no ejercía la docencia ni la investigación. Escapaba, cada vez que podía, de la asistencia real de los pacientes. Su interés se orientaba hacia la administración y a su propia promoción personal. Era infrecuente que compartiera con nosotros otros momentos más que los estrictamente imprescindibles. Por otra parte, su personaje, ese que él encarnaba con tanto esmero, era la síntesis de lo que mayoría de nosotros rechazaba. Una medicina burocrática, la gestión de un prestigio hueco y una preocupación constante por evaluar los costos y beneficios de cualquier acción que pudiera emprender. Sus actos tenían un objetivo claro y no se desviaban nunca del rumbo trazado. Tenía metas. Pero todas ellas nos resultaban despreciables. Quería ascender dentro de la burocracia de gerentes de la medicina. Quería tener dinero. Entendía a la profesión como un medio y no como un fin. Ninguno de sus actos quedaba al margen de lo único que consideraba valioso: su propiaa versión del éxito, mezquina y trivial. Soñaba con casi todas las cosas que a nosotros nos atemorizaban. Una práctica sin pasión, una vida entregada la banalidad de las cosas. Un perfecto imbécil.

Rivarola se sentó al lado de Goldenstein. Nos cruzamos miradas de complicidad e interrogación. ¿Qué querría un tipo como él en un lugar como ése? Durante varios minutos las conversaciones continuaron su curso sin que su presencia produjera ningún efecto. Pero en cuanto se hizo una pausa, Rivarola habló.

- ¿Qué les parece si aprovechamos este momento para distribuir las funciones de cada uno?

Todos nos miramos. Nadie comprendía muy bien a qué se refería. Goldenstein le hizo esa pregunta.

- Las funciones ya fueron asignadas. Cada uno sabe qué y cuándo tiene que hacer sus cosas. ¿A qué te referís?

- Bueno…, yo más bien estaba pensando en el momento en que todo esto termine.

- En ese momento ya no será necesario asignar funciones a nadie, ¿no?

- Alguien debería ser el vocero. Enfrentar a los medios de prensa y centralizar el discurso. ¿Qué les parece?

Eduardo, que hasta ese momento parecía concentrado en resolver crucigramas, algo hacía cada vez que una conversación lo aburría, levantó la cabeza y lo miró incrédulo. Luego habló dirigiéndose al grupo con gestos exagerados y un tono teatral.

- ¡Qué buena idea! ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

Todos entendimos lo que se avecinaba. Rivarola pareció no hacerlo.

- No sé, creo que sería oportuno tener una palabra autorizada. ¿Pensás en alguien en especial?

- No Rivarola, no pienso en nadie en especial. Pero sí conozco a la única persona que no debería asumir esa función.

- ¿Quién?

- Vos Rivarola, vos. Ni lo sueñes.

- Bueno, tengo alguna experiencia con la prensa.

- Justamente por eso Rivarola. Justamente por eso.

- No te entiendo.

- Sí, me entendés perfectamente.

Desde hacía varios años, en cada oportunidad en que la prensa se acercaba por algún motivo al hospital -accidentes, internación de alguien famoso, enfermedades infrecuentes o de riesgo social-, Rivarola aparecía allí. Sin que jamás hubiese tenido ninguna participación en la asistencia directa de los enfermos, él se ponía a disposición de cámaras y micrófonos. Elegante, perfectamente afeitado, con el nudo de su corbata impecable, su figura aparecía en la TV dando explicaciones acerca de cosas que no habían tenido nada que ver con él. Por lo general esa actitud no despertaba más que comentarios graciosos. Nadie sentía ninguna afición por aparecer en los medios de comunicación. Más bien, cuando algo así ocurría, los médicos se escondían para no tener que responder a los reclamos de la información pública. A Rivarola, por el contrario, parecía atraerle particularmente. Formaba parte de su proyecto personal. Atribuirse méritos que no tenía, apostar a la fama más que al prestigio, a la visibilidad más que a la significación eran, en todo caso, cosas que conocíamos muy bien. Existía en el ambiente un verdadero "star system" profesional que se ocupaba en sostener a ciertas figuras en la vidriera.  Sus métodos eran siempre los mismos: agentes de prensa a su servicio, participaciones auto-provocadas en congresos y simposios, presiones para que sus nombres aparecieran en investigaciones a las que nada habían aportado. La mayoría de los médicos sentían un rechazo visceral por aquellos personajes. Aunque de alguna manera, los relevaban en una tarea que no tenían ningún interés en realizar.

Rivarola sentía que lo que él representaba era tan natural que le costaba mucho comprender el rechazo que generaba en los demás. Veía a su pequeño y estúpido mundo con una coherencia tal que le impedía vislumbrar otros. Parecía no entender lo que Eduardo le decía.

- ¿No creen que sería mejor que hable con la prensa alguien que sabe como hacerlo?

- No, Rivarola, no lo creemos.

Rivarola buscó apoyo con la mirada. Recorrió todas las posiciones de quienes estaban en el lugar sin encontrar ningún signo que lo alentase a insistir en su propuesta. Pero, en una acción típica de él, se entregó de inmediato a un propósito alternativo. Nunca se resignaba a no obtener ningún beneficio de algo que hacía.

- También estuve pensando en otro tema del que no he escuchado que hablen hasta ahora en las reuniones.

- Pero, Rivarola, no hubiese sido mejor que fueses a esas reuniones en lugar de armar pequeñas redes subterráneas para influir en ellas. Tal como estás haciendo ahora mismo.

- Es que estuve muy ocupado en otras tareas.

- ¿Otras tareas? ¿Podrías contarnos en cuáles Rivarola?

- No es este el momento para eso Eduardo.

- No creas Rivarola. Siempre es un momento oportuno para saber qué hace alguien como vos con su tiempo. Yo me lo he preguntado muchas veces.

 

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