La verdad y otras mentiras | 14 ENE 09

"Las Guerras Médicas II"

Acerca de la brevedad de lo eterno.
Fuente: IntraMed 

Goldenstein y yo dejamos la oscuridad de los pasillos para dirigimos al comedor del hospital donde se preparaba una fiesta sorpresa para festejar el cumpleaños de una compañera. Mariana era una mujer joven, con expresión y actitudes aniñadas. Ingenua y transparente. Una pediatra estudiosa y sensible a quien todos queríamos y protegíamos mucho. Recientemente divorciada y con dos hijos adolescentes. Siempre había sido una persona vulnerable pero su alegría natural y su entusiasmo la ponían a salvo de las cosas a las que debió enfrentar. No queríamos estar ausentes en una ocasión como ésa.

Ingresamos cuando ya se había formado un grupo de personas que conversaban mientras bebían gaseosas y comían porciones de una enorme torta de chocolate regalo de la mamá de una sus pacientes. Conocíamos el tenor de esas reuniones de madrugada. Agotados, física y mentalmente, casi todos padecíamos un curioso efecto paradojal. Nuestra sensibilidad se exasperaba, no podíamos dormir, buscábamos el encuentro con otros. Podíamos expresarnos con una sinceridad salvaje, ajena a nuestras personalidades en general contenidas y reservadas. Algo -que nunca logré explicarme- hacía que las trivialidades habituales con que se conforman las conversaciones entre compañeros de trabajo fueran reemplazas por intercambios tan fuertes que generaban una especie de “confesionario” trasnochado e hipersensible. Los temas eran siempre ásperos y conflictivos. No resultaba extraño que se produjeran discusiones violentas o expresiones de sentimientos y emociones íntimas que, por la mañana, considerábamos parte de un confuso sueño ya olvidado. Nadie recordaba bien qué cosa había dicho cada uno. O más bien, un tácito pacto de silencio nos obligaba a la discreción y al olvido.

El comedor era un largo salón descuidado y en general sucio con restos de alimentos esparcidos por el piso y sobre las mesas. Las ventanas daban a un parque sobre las espaldas del edificio del hospital. A través de ellas pude ver la sombra de un murciélago evolucionando entre los árboles como un fantasma nocturno. Un gato caminaba entre las sillas devorando las migas de pan sin que nadie le prestara atención. En general no se bebía alcohol. Cuando alguien lo hacía, el  grupo lo relevaba en la atención de los pacientes y se lo acompañaba hasta las habitaciones. Una solidaridad natural se ponía en funcionamiento teniendo como premisa la aptitud para asistir enfermos. Cuando alguna condición disminuía esas habilidades a ojos de  los demás, la red funcionaba espontáneamente protegiendo a ambos –médicos y pacientes- separando a la persona involucrada. 

El grupo formado por unas seis o siete personas que se disponían, sentadas o de pié, alrededor de una mesa parecía encontrarse en medio de un diálogo intenso liderado por Eduardo pero seguido con mucha atención por todos quienes estaban allí. Eduardo era un neurocirujano del más alto nivel y un antiguo compañero de la residencia de Goldenstein y mío. Tal vez no hubiese en el hospital alguien más responsable en su trabajo ni más experto en lo que hacía pero, su permanente actitud de provocación respecto de casi todas las cosas, lo habían convertido en un personaje al que muchos rechazaban. Siempre mostró un desprecio radical hacia todo lo que el sentido común establecía. Nunca aceptaba una afirmación sin antes retorcerla hasta comprobar que resistía a sus embates. Tal vez algunos episodios de su vida personal hayan contribuido a modelar esa actitud ante la vida. Yo lo apreciaba especialmente por aquellas cosas que la mayoría consideraba sus defectos. Nos recibió con la ácida ironía que todos le conocíamos.

- Llegaron “los mellizos”. Ahora sí que la ciencia tendrá un espacio en esta mesa de perdedores e  ignorantes. Dijo, mientras nos ofrecía dos vasos y señalaba las sillas disponibles.

Goldenstein tomó asiento pero yo preferí permanecer de pié. Ambos besamos a Mariana y la saludamos por su cumpleaños. No se la veía feliz. Una mueca de agobio o de nostalgia trastornaba su habitual expresión de candidez.

- Decíamos –continuó Eduardo poniéndonos al tanto del tema de conversación- que tarde o temprano todos nos convertimos en renegados. Finalmente, algo en lo que creíamos con toda firmeza, se desmorona. No sabés cómo ni cuándo, pero una mañana cualquiera, amaneces sin esas dos o tres ideas que hasta entonces te sostenían y de las que nunca se te hubiese ocurrido dudar.

- La verdad –replicó Laura- es que discutíamos si eso incluye desde tus gustos musicales, tu ideología, tu profesión hasta tus amores.

- ¿Entonces? Pregunté. ¿Eso qué significa? ¿Cómo se sigue luego del derrumbe?

- A mí jamás me ocurrió algo así. Dijo Goldenstein con la boca llena de torta de chocolate.

Eduardo, que organizaba el debate distribuyendo los turnos para hablar y cuidando que el tema no se disperse, miró a Goldenstein como si fuese un extraño personaje.

 -No te preocupes, es cuestión de tiempo. Sólo tenés que sentarte a esperar.

Por alguna coincidencia el tema del que se hablaba esa noche estaba muy vinculado con la situación personal que Goldenstein y yo atravesábamos. Pensé que debía decir algo trascendente. No sabía muy bien qué. Hablé sin meditar demasiado acerca de lo que iba a decir.

- Son como pequeñas muertecitas prematuras, anticipos de la gran muerte final.

Eduardo me miró por encima de sus anteojos:

- Puede ser. Si todo está destinado a desaparecer, si nosotros mismos nos disolveremos entre el barro y los gusanos. Por qué creer que otras cosas serían eternas. ¿Vos qué pensás Laura?

- No sé. Creo que es necesario creer que algunas de esas cosas son definitivas para seguir adelante.

- ¡No seas idiota! Ninguno de nosotros cree realmente en algo así. Simplemente nos hacemos los distraídos y vivimos simulando –incluso ante nosotros mismos- que hay cosas definitivas.

- ¡No soy idiota! Pensá un poco, ¿y el amor?

- Es la más absurda de todas esas ideas. La menos defendible, siempre que se lo entienda como algo eterno, a salvo del paso del tiempo, incorruptible.

-  Sin embargo somos capaces de entregarlo todo, incluso nuestra propia vida, cuando sentimos que eso nos acerca a la persona que amamos.

- Eso no tiene nada de extraño. Lo absurdo es que preferimos creer que lo que hacemos se debe a la fuerza irresistible de un amor que nunca se acabará, mientras nos resistimos a aceptar que lo que ahora hacemos nos sonará ridículo dentro de algún tiempo.

Apenas puede intervenir en el diálogo monopolizado por Laura y Eduardo.

Disculpen que use una cita, pero creo que Flaubert decía que cualquier cosa observada el tiempo suficiente se vuelve a la larga interesante.

- ¡Otra tontería! Es evidente que cualquier cosa observada el tiempo suficiente se vuelve insoportable.

- Es decir que –según vos, Eduardo- el amor es un caso típico de fracaso de la razón. Una derrota de la lógica más elemental.

- ¡Exactamente!

- Puede ser. Pero, en todo caso, es una suerte que así sea. Si el amor contradice a la lógica, ¡a la mierda con ella!

- ¡Por favor!, hablamos en serio. Si vas a ocultar los hechos con el manto de frases hechas con las que habitualmente nos defendemos de la verdad esta conversación no tiene sentido.

- Bueno, tal vez, esta conversación no tenga sentido.

- O vos no tenés los huevos suficientes como para afrontarla.

Goldenstein se preocupa siempre que las emociones enturbian los argumentos. No sabe qué hacer en circunstancias como ésas. A mí, por el contrario, me estimulan y me disponen a la pelea. Pero él sintió que debía solidarizarse conmigo.

- Por qué convertís todo en una disputa Eduardo, ¿no podés hablar de otra manera?

- Porque es una disputa. Tal vez la única que vale la pena.

Retomé el diálogo con Eduardo, entre otras cosas porque conocía cómo se sentía Goldenstein en circunstancias como ésa.

- Ok, no voy a discutir con vos acerca del tamaño de mis testículos. Hacerlo te concedería el poder de desviar nuestra conversación. Le respondí mirándolo a los ojos.

- Qué curiosa tu incapacidad para comprender una metáfora.

Cuando los ánimos se encendían, las personas adoptaban diferentes posturas. Cruzaban las piernas sobre las sillas, se apoyaban con ambos brazos sobre la mesa y dejaban caer su cabeza sobre ellos o se ponían de pié y se recostaban sobre la pared. Otros se dedicaban a beber cortos sorbos de naranjada o a retorcer servilletas de papel. Los cuerpos requerían aliviar una tensión que los involucraba y que les resultaba excesiva. Intervine tratando de hacer una síntesis y encaminar la discusión aclarando las opiniones de cada uno para evitar malentendidos.

- Recapitulemos: las creencias y hasta los sentimientos tienen fecha de vencimiento, como la leche. Se desvanecen las certezas lo que –a tu criterio- confirma su carácter ilusorio, falso.

- Es una buena síntesis de lo que dije.

- Yo sí tengo creencias y sentimientos eternos, inmodificables y, sin ellos, no sabría cómo vivir. Afirmó Goldenstein con su mirada fija en mí.

- ¿Eternos? Pero, ¿te das cuenta de lo que decís? Si ni siquiera vos sos eterno. Para vos lo que dure tu vida es la medida de la eternidad ¡Después de mí el abismo…!.  Le respondió Eduardo gesticulando exageradamente como un actor de teatro.

En ese momento se incorporaron Ariel y Patricia. No hubo tiempo para saludos, simplemente se sumaron al grupo. Les ofrecí la silla que yo no usaba mientras retomaba la palabra.

- Entonces, si afirmamos que algunas certezas finalmente resultan falsas, también deberíamos admitir que existirán otras que no lo son. Nada puede ser falso cuando todo es falso.

- La verdad…, ¿te referís a la verdad?

- Sí. Sólo es posible la idea de lo falso por oposición a la de lo verdadero.

- Bueno…no puedo asegurarte que lo verdadero exista. Pero permitime sospechar que –si así fuera- no creo que seamos capaces de distinguir entre una cosa y otra. 

Ariel se tomó de esa frase para ingresar a la polémica.

 - ¿Y eso te angustia?

Ariel es psicoanalista. Habla en una jerga que sólo convoca en los demás un rechazo casi sonoro, estético, pero que él siempre interpreta como “resistencia”. Repite las mismas cuatro o cinco ideas en las que cree con total sinceridad y que aplica a todo cuanto se le pone delante. No sabría como explicarlo, lo aprecio mucho, pero no me interesa nada de lo que su visión del mundo propone. Me aburren sus largos y crípticos discursos, la arrogancia con que se resiste a dar pruebas de lo que afirma y hasta los sujetos verborrágicos y autocentrados en que suelen convertirse las personas a las que asiste luego de un largo período de terapia. Hace años que siento un hastío rotundo por lo que dice y por el modo insoportable en que lo hace. Es una disciplina sobre la que no conservo ninguna curiosidad, sólo un tedio sin emociones, algo que ya no convoca mi atención ni siquiera para discutirlo. Casi todos allí sentíamos algo semejante.

- Si me angustia o no, resulta una pregunta irrelevante para el tema que discutimos.

- No creas, es difícil preocuparse por algo que no te conmueve. 

- Es verdad, pero tampoco eso aporta nada a la cuestión sobre la que hablamos.

– Si tuvieras todas las respuestas, tu deseo dejaría de movilizarte. El tema se desvanecería por insignificante.

 

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