La verdad y otras mentiras | 04 JUN 08

“El sargento Kirk y yo”

La pedagogía de la humillación.

"Soñaste angelitos muy profesionales
que iban al grano jugando a los gangsters.
Dormís colgado en la rama
que soldaste con primor
y el carozo del asunto es tu temor..."
J. C. Solari

Sabés, Pablo, aún lo recuerdo como si estos veinte años no le hubiesen podido quitar nada de su potencia a los hechos de aquella noche. Hay cosas a las que el tiempo degrada, las maltrata hasta despojarlas de significado y hacer de ellas cáscaras vacías, inútiles cajitas que ya no guardan nada. Pero hay otras, Pablo... hay otras que se conservan salvajes como animales feroces. Hay sucesos que la memoria alimenta, que los años fortalecen y que, cuando menos lo esperás, regresan intactos a morderte la garganta. ¿Vos también te acordás, Pablo?
Recién ingresaba a la residencia e intentaba adaptarme como podía a tu “pedagogía de la humillación”. Todo era nuevo y yo aún desconocía que era posible pasar por la universidad sin que ella pasara por vos. Creía que los mundos profesionales estaban a salvo de la arrogante mediocridad que luego tantas veces iba a comprobar.
Hacía uno de esos calores insufribles de las noches de verano porteño. El sueño acumulado, el agotamiento de más de 24 horas de trabajo ininterrumpido y la ansiedad de mis primeras guardias le daban al clima un carácter aún más agobiante de lo que el termómetro sugería. Quería bañarme, quería comer, quería dormir. Pero vos me lo impedías. Vos, que habías hecho todas esas cosas mientras tus nuevos esclavos trabajábamos hasta el desfallecimiento. Vos, que tal vez habías visto demasiadas películas en las que esos imbéciles sargentos americanos —a los que admirabas mucho— hacían marchar a la tropa con sus mochilas cargadas, al rayo del sol, en el patio del regimiento con el único fin de verlos desmayarse y soñar así con un patético poder que nunca alcanzarían y con una autoridad que jamás merecieron. Entonces, nos decías: “Si las señoritas querían un hotel cinco estrellas, no tendrían que haber ingresado a una residencia médica”. En secreto te decíamos “Kirk”. Y vos lo sabías, pero lo peor era que te encantaba que lo hiciéramos. ¿Te acordás, Pablo?

Ese hombre llegó empapado, cubierto apenas con un short de baño y descalzo, con el cabello revuelto y una expresión de horror o de sorpresa congelada en la cara. No tenía más de treinta años. Su mujer sostenía a un bebé en brazos y nos miraba con la esperanza de que alguno de nosotros hiciese un milagro o que le dijese que todo eso no era cierto, que la despertara con un cachetazo de ese sueño que no podía ser real. Dos policías depositaron al hombre sobre una camilla. Aún recuerdo el ruido del impacto de su cabeza cuando cayó sin voluntad sobre las barandas metálicas. En la planta del pie izquierdo había una pequeña quemadura negra de no más de dos centímetros de diámetro. Los dientes apretados a tal punto que necesitamos abrirle la boca entre dos personas para insertarle un tubo traqueal. Alguien sacó a la mujer y al niño sin mayores explicaciones. Alcancé a escucharla antes de salir diciendo que estaba en la piscina, que salió a encender el motor del filtro de agua, que era alérgico a la penicilina, que era algo asmático, que no lo dejáramos morir, y todas esas cosas que alguien dice cuando ya no sirven de nada.

Pensé en cada uno de los movimientos que hacía como si me encontrara en el interior de uno de esos manuales de reanimación cardiopulmonar que tantas veces había estudiado. La posición de mis manos, la energía de la compresión sobre el tórax, la apertura del maxilar y la búsqueda de la laringe. El control regular de las pupilas y del pulso carotideo. La muestra de sangre arterial para el monitoreo de gases, la pantalla del monitor, la carga del desfibrilador, las paletas, el impacto, el nuevo control. Y otra vez, el masaje, la ventilación, la descarga. Vos me dejaste solo, sin ayudarme, sin darme indicaciones. Me observabas sereno desde los pies de la cama. Yo transpiraba hasta empapar la ropa, me faltaba el aire. Ni siquiera permitiste que la enfermera cargara las drogas en las jeringas. Querías que también eso lo hiciese yo. Y lo hice. Luego busqué el espacio intercostal y cerré los ojos y viajé con esa aguja hacia el interior del corazón hasta que un chorro de sangre oscura y espesa ingresó en la jeringa, y lo inyecté con decisión. Y otra vez, el masaje, la ventilación, la descarga. Periódicamente, miraba el reloj de pared para tener contabilizado el tiempo de reanimación. Quince minutos, veinte, veinticinco, treinta...

—¡Basta! —me dijiste—. Está muerto.
Pero no te hice caso.
—¡Basta idiota! ¿No te das cuenta que está muerto?

 

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