“Lado B”, por Celina Abud | 13 DIC 21

La edad de la inocencia: ¿por qué creemos que no hay errores que se cometen sin querer?

Cuando le damos jerarquía a un argumento por quién lo dice, nos cuesta creer que la persona pueda errar sin segundas intenciones y buscamos una causalidad. ¿Por qué?
Autor/a: Celina Abud 

“¿Sabes qué es lo más curioso en la vida? Que alguien pueda ser profesor de una cosa y ser tan intensamente estúpido en todas las demás”. La frase pertenece a la novela de Zadie Smith Sobre la belleza. Lo que en el libro se califica como curioso, en la vida real puede llegar a parecernos absurdo al punto de negarlo por completo. En especial si le damos entidad a un relato por quién lo cuenta. Ejemplos mediáticos sobran: no faltaron especialistas por fuera de la infectología que esbozaron hipótesis, muchas veces erradas, sobre la evolución de la pandemia de Covid-19. Pero esto no solo sucede con médicos, sino también con intelectuales, escritores, actores o mismo investigadores que opinan como ciudadanos comunes sobre temas que no dominan y se pueden equivocar.

Sin embargo, cuesta en el imaginario popular justificar un error con la inocencia, sobre todo si la figura es de autoridad. Más bien solemos atribuir a los equívocos intencionalidad y causalidad. “Responde a intereses”; “ya todo sabemos quién le paga”; “es obvio que es su color político el que habla” son algunas de las hipótesis que se escuchan frente a un equívoco de alguien que reconocemos extremadamente bueno en un oficio. Pensamos que “la edad de la inocencia” quedó atrás para la persona, pero no siempre ese atributo tiene que ver con los años. Por otra parte, nuestra especie per se necesita darle un sentido a todo. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar el error involuntario?

Recordemos el corto creado en 1944 por los psicólogos Fritz Heider y Marianne Simmel, en el que se muestran movimientos de figuras geométricas y se les pide a los pacientes que narren lo que ven, es decir, que interpreten bajo su punto de vista qué es lo que están haciendo esas figuras. En el video adjunto, la consigna fue dada a siete comediantes, que crearon historias desopilantes como “los triángulos se trenzan en una pelea”, que “uno de los triángulos tiene un affaire con el círculo, entonces el círculo se esconde en la caja para no ser descubierto” o “el triángulo quiere estar solo en su casa porque es una mujer independiente”.

Pero por fuera de la comedia, el test se usa para diversos estudios científicos. Uno de ellos buscaba probar el efecto de esos estímulos visuales en personas con autismo y síndrome de Asperger. Al consultarles sobre qué era lo que veían, solo 3 de 114 participantes dieron una explicación racional (es decir, figuras geométricas que se mueven aleatoriamente). El resto atribuyó agencia, intencionalidad y causalidad, lo que les permitió crear historias basadas en lo que habían visto. Y siempre las creencias y los valores morales modifican la ficción.

Es que contarnos historias es algo propio del ser humano. El profesor en neurociencias y escritor español Óscar Vilarroya, plantea en su libro Somos lo que nos contamos que más que homo sapiens, nuestra especie debería ser llamada homo narrator, porque para saber primero tenemos que explicarnos lo que sucede, darle un sentido, y la narración es nuestra herramienta por excelencia.

 

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