"Soñaste angelitos muy profesionales
que iban al grano jugando a los gangsters.
Dormís colgado en la rama
que soldaste con primor..."
Patricio Rey
Cuando pensamos en el modo en el que el conocimiento se supera a lo largo del tiempo solemos creer que esa trayectoria es lineal, ascendente y progresiva. Pero no es así. El camino es sinuoso, contradictorio, plagado de errores y retrocesos. Solo al considerar largos periodos, la distancia permite construir la idea del progreso perpetuo. Del mismo modo, cuando reflexionamos acerca de lo que sabemos tenemos la ilusión de una certeza que no es real. Nunca, nadie ha producido una afirmación fáctica de carácter binario (Si/No) equiparable a un 100% de certeza. Siempre son aproximaciones con cierto grado de incertidumbre de índole probabilística. El resto es lógica o matemáticas. Y, la mayoría de las veces: prejuicios, conjeturas admitidas sin crítica o pseudo-verdades cuyo único criterio de validación es el impacto emocional que nos producen.
La ilusión del conocimiento es un sesgo intuitivo muy humano, pero muy contraproducente. En ciencia y en medicina (que no es una ciencia) negar la incertidumbre es abrir la puerta a la tempestad del dogmatismo y la arrogancia. La certidumbre no solo inútil, es dañina. Nada menos científico que eso. La humildad cognitiva es un requisito indispensable del conocer. Es imperativo admitir que aceptamos con menos exigencias de prueba toda información que coincida con nuestras creencias previas y que somos más rigurosos para admitir aquella que las contradice y que, en general, rechazamos.
Basta leer las revistas médicas o recorrer las aulas de universidades y hospitales para constatar otro fenómeno del que no se suele hablar. Una verdad incómoda y vergonzante. A fuerza de silenciarla terminamos por desconocerla en un patético mecanismo adaptativo. Aceptamos como “normal” lo que juzgamos inevitable solo porque excede nuestra capacidad -o nuestro coraje- para modificarlo. Es una forma larvada de la derrota y la resignación. Muchas veces el progreso del conocimiento se ve obstaculizado por la presencia de figuras de referencia que ocupan lugares de poder desde donde se manipula qué se puede decir y qué no puede ser dicho. Feudos, tribus, círculos cerrados. Dinosaurios que se reproducen en un minúsculo coto endogámico. Las verdades posibles se restringen al estrecho menú que ellos confeccionan. Es un banquete siniestro en el que los comensales creemos elegir el plato que, de todos modos, estamos obligados a elegir.
Existen muchas propuesta teóricas que intentan explicar el avance del conocimiento científico, tal vez todas tengan algo de verdad: Thomas Khun, Karl Popper, Imre Lakatos, Mario Bunge, Pierre Bourdieu entre muchos otros han reflexionado sobre el tema. Pero vale la pena recordar especialmente al notable físico alemán Max Planck quien afirmó con ácida ironía que: "Una nueva verdad científica no triunfa por convencer a sus oponentes y hacerles ver la luz, sino porque sus oponentes mueren y una nueva generación crece." Según su criterio la ciencia avanza de a un funeral a la vez. El “principio de Planck” fue sometido a contrastación empírica en un trabajo publicado en 2015 en el National Bureau of Economic Research (Cambridge, Reino Unido) por Pierre Azoulay, Christian Fons-Rosen y Joshua S. Graff Zivin. Mediante una ingeniosa metodología bibliométrica se analizó la publicación de grupos liderados por una figura descollante dentro de un área específica y las modificaciones de esa variable cuando el líder del grupo moría. Sus resultados confirmaron la hipótesis Planck.
La hegemonía produce homogeneidad
"Lo que Thomas Khun denominó ciencia normal o paradigma dominante, yo prefiero llamarlo con cierta dosis de cinismo: "el club de la mutua admiración", atrapado en el callejón sin salida de la especialización". Vilayanur Ramachandran
El instinto coalicional, los grupos o camarillas de poder, las tribus, sectas, clanes, facciones suelen funcionar como aduanas epistemológicas. Los fundamentos no se discuten, lo aceptado por la mayoría hegemónica no admite confrontación. Si alguien se atreve a pensar que las calorías no son las determinantes del sobrepeso, que el inconsciente como lenguaje es una fantasía, que no hay mente sin cerebro, que realizar angioplastias coronarias en pacientes estables no ofrece beneficio alguno, que la conducta ingestiva y el sedentarismo son las consecuencias y no las causas de la obesidad, o si alguien se anima a cuestionar la eficacia del cribado del cáncer mama (mamografía) o de próstata (PSA); si el apóstata deja oír su voz disidente, si expone sus argumentos, no será escuchado ni discutido científicamente; será desterrado del reino. Su propuesta será estigmatizada: “dietas de moda”, “reduccionismo biologicista”, “medicalización”; la descalificación sustituye a la refutación argumentativa. Las disidencias, las desviaciones y anomalías se barren debajo de la alfombra. Pero los hechos son inmunes a las fraternidades y a las logias. No se alcanzan verdades más contundentes por el énfasis con el que se las expresa ni por la pertenencia a grupos en pugna. Se necesitan argumentos, no la obediencia debida al líder ni el asentimiento complaciente de sus subordinados.
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