Un relato conmovedor | 03 MAY 20

"MI bufanda roja"

Uno de los relatos del libro "La verdad y otras mentiras" de Ediciones Intramed
Fuente: Ediciones IntraMed 

Mi bufanda roja

Acabo de atender a Rocío. Una paciente a quien conozco desde hace más de diez años. Tiene un tumor retroperitoneal con múltiples metástasis. Le colocamos un marcapasos, tuvo un infarto, ya no es posible operarla ni hacerle más quimioterapia.

Tiene 64 años, ha sido maestra y directora de escuela durante toda su vida. Siempre me regala libros que ella lee antes y que vuelve a comprar para mí. Los comentamos en la siguiente visita. Desde hace un mes no quería verme porque bajó mucho de peso —ahora es de 37 kilos— y su dentadura postiza ya no le servía. No aceptó venir a verme hasta que no tuvo una prótesis nueva. No quería que yo la viese así. Usa un pañuelo sobre la cabeza que nunca se saca delante de otras personas. Se pinta los labios y los ojos con discreción. No quiso sacarse los pantalones para que yo la revisara porque no había podido depilarse las piernas.

Me trajo una bufanda roja de lana gruesa sin terminar, ya que no cree que pueda seguir tejiéndola. Quería tenerla lista para esta fecha pero le resultó imposible.“Hasta acá llegué, igual te la quería dejar.” No la acepté. Le dije que la quería terminada y no por la mitad. Que ella podría hacerlo. Que todavía teníamos tiempo y que este no sería el último invierno. Le mentí. Yo sé que ya no será posible. Que nunca podrá terminar mi bufanda. Lo aceptó. Sospecho que más por darme el gusto que porque se haya convencido. Envolvió el tejido en un papel madera y lo apoyó sobre sus rodillas. Antes de irse me abrazó con una intensidad rara. Distinta a otras veces.

Yo también lo hice. Nos apretamos mucho y durante un largo rato. Ella percibió el mínimo temblor de mis brazos. Mi respiración algo agitada. O no sé qué cosa. Me acarició la cara, me besó varias veces. Creo que nuestros cuerpos se dijeron adiós. Antes de salir del consultorio, ayudada por su esposo y su hija, volvió sobre sus pasos. “Leí en la Ñ que publicaron otra novela de Sandor Marai. Esta tendrás que leerla vos solo.” Le tomé las manos. Eran chiquitas y flacas. Puro hueso. Heladas.“No, Rocío, mejor la leemos los dos y después charlamos.” Se acercó a mi oreja en puntas de pie. Tuve que sostenerla. “No me trates como a una tonta. Vos nunca lo hiciste. Y, a propósito, dejate de joder y sé feliz de una vez por todas. Se te nota en los ojos. Te quiero mucho.” Nunca antes me había tuteado. Jamás le había escuchado decir una palabra grosera. Algo había cambiado esa tarde. “Yo también te quiero mucho. Estás preciosa, maestrita”, le dije sin pensarlo demasiado.

Rocío salió del consultorio. Vi arrancar el auto y su sombra pequeña a través de la ventanilla. Su cabeza era un puntito minúsculo cubierto por un pañuelo floreado.

Me saludó agitando la mano y mirándome fijo hasta que desapareció sobre la avenida. Me senté para hacer una pausa y recuperarme. Cerré los ojos y reconstruí durante algunos segundos la historia de estos años acompañando el curso de la enfermedad al lado de esa familia.

Me puse de pie. Sacudí la cabeza como para dar por terminado el episodio. Abrí la puerta y le hice señas a la secretaria para que llamara a otro paciente. Lo vi mientras me frotaba las manos con alcohol. En el suelo, debajo del escritorio. Un paquete de papel madera del que asomaba una bufanda roja. Unos flecos largos de lana gruesa y el tejido apretado con punto Santa Clara. Cortita, peluda y sin terminar.

 

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