Un cirujano de trauma entre el vértigo y la pasión | 06 DIC 19

Comando

Un cirujano, un paciente y la humanidad de una profesión
Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro 

-¿Doctor, usted es cirujano? Necesito que vea a un paciente, por favor…

La médica que me preguntaba eso me había  detenido en el pasillo de los consultorios externos de emergencias cuando yo iba hacia la UCI. Era una residente nueva, una R1 de clínica medica que llevaba menos de dos meses en el HGU. Estaba despeinada, ojerosa y con cansancio en el rostro.

-Por favor, necesito que me ayude- me dijo, mientras parecía suplicar desde sus ojos enrojecidos.

Se quedó mirándome con varias historias clínicas debajo de uno de sus brazos. Me daba la sensación que esa chica había estado corriendo de un lado para otro durante todo el día, y que no había encontrado mucha asistencia en ningún lado.

-¡Si! ¿Dónde está el paciente?

-Aquí, en la guardia –señaló, y me condujo hasta el sector de internación de la sala de emergencias.

La seguí por los demás pasillos  entre las camillas de muchos pacientes. El sector finalizaba en los llamados quirofanitos, dos salas ubicadas en el fondo del servicio de la guardia y que mucho tiempo atrás  habían sido quirófanos para las cirugías de las guardias. Ambas se habían convertido en salas de  internación dentro del servicio de Emergencias. Una de ellas era para hombres, la otra para mujeres, y ambas demostraban como había aumentado la demanda de camas en el HGU.

Cada una de ellas todavía conservaba una estructura que pendía del techo y que en el pasado aportaba oxígeno y aspiración para la realización de las intervenciones. Cada vez que veía a una de esas estalactitas de chapa recordaba momentos vividos debajo de ellas. Y las épocas en las que esos quirófanos todavía estaban vivos coincidían con mis primeros años como cirujano de planta en Emergencias.

Ambas salas tenían 6 camas, las cuales siempre estaban ocupadas. Allí solían estar internados durante varios días pacientes con patologías crónicas o subagudas. Se trataba de ingresos que eran considerados de menor  prioridad de urgencia que otros y que por ese motivo permanecían  internados allí, a la espera de una cama en los pisos altos del HGU.

Esa oportunidad parecía no llegar nunca para esa gente, a la cual uno volvía a ver una semana después en la misma cama, casi en la misma posición. A pesar del vértigo en que nos sumergíamos en cada guardia, tratando de resolver problemas, esas imágenes tenían un poder hipnótico para mí. Por un momento me apartaban de lo que estaba pensando o haciendo y me traían  un sentimiento amargo, una mezcla de frustración  y de tristeza.    

Nos detuvimos junto la cama de un paciente anciano, cuya cabeza con pelo canoso y revuelto estaba apoyada sobre varias almohadas. Tenía los ojos cerrados y parecía deshidratado; su condición me impresionó horrible en esos primeros segundos. Fui invadido bruscamente por cierto desaliento ante la posibilidad de que pudiera tener alguna patología que requiriera una cirugía.

-75 años… Desde hace 3 días está internado aquí, en la guardia, por una infección urinaria alta -comenzó diciendo la residente con un tono  monocorde y mendocino- Tiene antecedente de insuficiencia cardiaca, adenoma de próstata y de varios episodios previos de infección urinaria. Venía recibiendo antibióticos por vía oral en su domicilio, Ciprofloxacina. Nosotros le tomamos hemocultivo y urocultivo, y cambiamos el esquema de antibióticos por Ceftriaxona.

Observé la bolsa colectora de su sonda vesical,  la cual tenía una orina concentrada y escasa que parecía sanguinolenta.

-…Nos pareció que había mejorado -continuó lentamente la residente, que evidenciaba fatiga en su discurso-pero ayer comenzó a quejarse de un dolor abdominal difuso, por lo cual se le realizó una ecografía abdominal. Esa ecografía mostro líquido libre laminar, interasas, y una imagen por debajo del riñón derecho, no bien definida… Se solicitó una interconsulta a los  cirujanos de guardia del día de ayer, pero ellos consideraron que no tenía algo para operar. Indicaron seguimiento por clínica médica.

Mientras la chica relataba la evolución busqué esas referencias  en la historia clínica, que ella había dejado sobre la pequeña mesa con ruedas junto a la cama. Encontré el informe de la ecografía, firmado por quien la había realizado durante la noche: un residente de primer año de Diagnóstico por Imágenes. No me sorprendió eso, dado que era habitual que los R1 de Imágenes comenzaran realizando ecografías, estuvieran solos en la guardia y no tuvieran a un médico de planta de su especialidad para consultar; y pensé en la precisión diagnostica que podía tener ese estudio realizado por alguien inexperto. Hallé también una evaluación quirúrgica, escrita por un R2 de cirugía. Ahí mencionaba que había examinado al paciente junto con el cirujano de planta y que este había considerado que el manejo debía seguir a cargo de los clínicos. La nota estaba firmada solo por ese residente de cirugía y a continuación seguían varias evoluciones de los residentes de clínica medica.

¿Cuánto hacia  que no veía letra y firma de los médicos de planta de emergencias en las historias clínicas?

Solo escribían los médicos residentes.

Como si a la luz de lo registrado ellos hubieran estado solos.

Como si a la luz de lo que en otros ámbitos se consideraba  la realidad, hubieran sido solo ellos los que tomaban todas las decisiones, simples o complejas.

-….Hoy al mediodía vino a visitarlo su  hija, y ella  me contó que apenas después de almorzar tuvo grandes vómitos-la residente había cambiado el tono de su voz a un registro más personal, de preocupación familiar- Lo dejé en ayunas, y quería que ustedes lo reevaluaran...

Aparté las frazadas y las sábanas  que lo cubrían, y comencé a hacerle preguntas en voz alta. Pero el anciano no respondió. Tenía los ojos cerrados, los párpados contraídos, y solo emitía  gemidos de dolor o malestar ante cualquier maniobra. Estaba muy rígido y esa condición se extendía al abdomen, el cual resultaba tenso  y doloroso a la palpación. Me pregunte si tendría la enfermedad de Parkinson o una demencia senil. En el vientre se veían cicatrices de antiguas cirugías con una incisión subcostal derecha y otra incisión paramediana derecha baja, las cuales eran más frecuentes en el pasado para la extirpación de la vesícula y del apéndice, respectivamente. A pesar de todas esas dificultades algo me llamó la atención: el dolor y la contractura de su abdomen era mayor en el cuadrante inferior derecho.

Una asimetría en el examen físico abdominal: mayor  posibilidad de una patología quirúrgica que de una patología clínica.

-En el laboratorio presenta anemia, veinte mil glóbulos blancos, falla renal y acidosis metabólica…- mientras seguía hablando la residente también me mostraba una tira de papel del laboratorio, con el informe de unos gases sanguíneos tan malos como el estado general.

Intenté palpar su pulso radial, pero estaba ausente. Noté que la piel estaba muy seca y fría.

-¿Que sabemos de su calidad de vida previa? ¿Se valía por sí mismo?

La chica dudó para responder durante unos segundos, que me parecieron muy largos. Mientras esperaba a que respondiera, pensé en cuantos días esa médica  llevaría de guardia y en cuantas horas habría podido dormir en ese lapso.

-…No lo sé…Pero podemos preguntarle a la hija… La llamo por teléfono.

Me sentí atravesado por un rayo instantáneo de fastidio. Deseaba que ese paciente no tuviera que estar pasando por todo aquello. Y deseaba que estuviera en su casa, regando las plantas, y no allí, en esa cama. Noté una sutil y maligna irritabilidad en mí, desatada por esa pobre persona enferma. Aunque en realidad él no tenía la culpa de nada, más bien el sistema parecía haberlo arrojado a esa cama maloliente.

Pero ese paciente en silencio albergaba posibilidades de acierto y de error para nosotros, y nos esperaba en una encrucijada del camino. Nosotros íbamos a pasar por ahí y nos lo llevaríamos puesto, por el sendero que eligiéramos y hacia un destino incierto. Lo que le estaba sucediendo era una amenaza para su salud, pero también era una amenaza profesional para nosotros.

A él lo colocaba en riesgo de muerte, a nosotros en riesgo de fallar duramente. Su combinación de examen físico dificultoso, presentación esquiva de una enfermedad y alto riesgo operatorio podían convertirlo en un acertijo o en una trampa. No era necesario acudir a ningún índice de severidad o de clasificación preoperatoria de gravedad: la visión de aquel hombre postrado hablaba por sí sola.

Bueno, basta de luchar contra la realidad.

Basta de rechazar lo que el paciente es.

Hay que manejarse con lo que tenemos, y alguien debe hacerse cargo de esto.

En pocos segundos comencé a conectarme con la a realidad y con sus preguntas del presente.

¿Que tenía ese paciente?

¿Tenía indicación de cirugía?

¿Y si así fuera, estaba en condiciones de tolerarla?

El presente era lo único palpable en ese momento. Comencé a relajarme y a visualizarlo con mayor nitidez. Si lo operábamos de un modo innecesario podíamos precipitar su fallecimiento. Era frágil y de dudosa resistencia. Pero si dejábamos de operarle una patología que lo requiriera, también tenía grandes posibilidades de morir.

Recordé otras situaciones similares, engorrosas, que habían finalizado con laparoscopias o laparotomías no terapéuticas o negativas, y luego con postoperatorios tórpidos  y desenlaces desalentadores, consumiendo tiempo y recursos. Y recordé también muchas historias de lo contrario: intervenciones tardías seguidas de muerte por sepsis, o bien hallazgos lapidarios en la época en que se realizaban más autopsias para saber las causas de las muertes no traumáticas.  Necropsias donde el médico forense imaginaba un final distinto si ese cuerpo hubiera recibido una cirugía en tiempo y forma oportunos.

En general,  había una tendencia inconsciente y colectiva a considerar más seguro no operar que operar a esos añosos con patologías quirúrgicas. O a pensar que un foco infeccioso que portaran sería para tratamiento medicamentoso, y no quirúrgico.  Quizá eso explicara porque muchas veces se perdía valioso tiempo. Hasta que se cambiaba la decisión con un golpe brusco de timón y el paciente era disparado en llamas hacia un cirujano, ya inmerso en un cuadro  insalvable y con la infección corriendo por su sangre. Y cuando eso ocurría, todo resultaba como una conspiración para liquidar fácilmente al anciano, liderada por un ente invisible que no era alguien en particular.

Salimos de la sala y de pronto me detuve en medio del pasillo, entre camillas con pacientes quejosos que  no se percataban de mi presencia tan cercana. Dejé de oír un comentario que estaba haciendo la residente. Dudé acerca de que conducta tomar con el anciano. Mis pies se quedaron tan clavados en el piso como mi accionar médico. Me paralizaba el conocimiento de lo decisiva que sería nuestra actuación sobre esa persona. Nosotros íbamos a escribir con tinta imborrable la parte final de la historia de su vida, ya fuera en un sentido u otro. Ese relato de nuestra autoría podía tratar acerca de seguir adelante con todo lo invasivo que decidiéramos, o de resignarnos a un tratamiento meramente paliativo.

De intentar salvarlo o de dejarlo morir.

Me sentí aislado. Y vulnerable. Esa médica residente, los residentes de cirugía, y hasta la propia hija del paciente aceptarían lo que yo decidiera. Al final del día, habría sido solo yo quien tomara la decisión acerca de que hacerle a ese paciente. Me había transformado en un comité de bioética ambulante y unilateral, al cual habían citado de urgencia,  y  que en ese momento se había detenido en uno de los pasillos de un edificio del que no podía escapar.

¿Qué haría si fuera mi abuelo?

De hecho, se parece a mi abuelo.

¿Qué será lo mejor para él?

Estuve a punto de elegir una conducta conservadora. Estuve a punto de decirle a esa joven y pequeña médica que dejáramos tranquilo al anciano, que lo dejáramos en paz. Y dejar cerrado el caso.

Nadie cuestionaría esa conducta. Ni siquiera su hija, si nosotros le dábamos cierta versión de los hechos en forma convincente. Siempre teníamos ese poder para influir sin lugar a dudas en las familias de los pacientes más graves. El resto de los médicos tampoco repararía demasiado en el asunto y darían vuelta la página sin dudar. Pasarían enseguida a otros casos que considerarían más urgentes, a pacientes más jóvenes, a patologías más atractivas para el promedio de los médicos de urgencias.

La R1 de clínica médica interrumpió mis pensamientos. Se dio vuelta bruscamente y moviendo su cabeza expresó:

-Algo importante tiene, porque desmejoró mucho desde ayer  y debimos indicarle morfina para el dolor…

Esa médica aparecía en el escenario como un protagonista sin mucha experiencia, pero también con una mirada fresca sobre el paciente. Recordé épocas pasadas en las cuales los R1 solo podían hablar con los R2, quienes así se transformaban en sus interlocutores para el resto de los médicos. Ese hábito provocaba que en muchas oportunidades llegara tergiversada la información a los médicos de planta. La información más valiosa, nacida de quienes estaban en mayor contacto con los pacientes: los R1.

Pero esa costumbre se fue desvaneciendo, quizás por cansancio de los R2, y los nuevos tiempos trajeron una mejor comunicación, elemento clave para disminuir los errores. Yo convivía con residentes desde muchos años antes  y ya conocía el valor de esa mirada nueva de los novatos. Era alguien que opinaba en forma aguda y que de un momento a otro podía ayudar para que nos equivocáramos menos con esas decisiones, difíciles para cualquiera.

Comencé a mover mis pies al mismo tiempo que  interrumpí la frase de esa R1:

-TAC. Vamos a hacerle una tomografía.

Cuando no sabemos bien que tiene un paciente con un dolor abdominal, le realizamos una TAC.

El tomógrafo es nuestro amigo.

Y siempre, siempre, nos da una mano con los diagnósticos diferenciales.

¿Porque muchas veces, en casos difíciles, no se lo utiliza más precozmente?

-¿Pido un turno? –me preguntó la residente abriendo sus ojos. 

-No, no hace falta. Vamos a reanimarlo, y a continuación se la hacemos.

Una sorpresiva y vaga felicidad me inundó al pasar el abuelito a una camilla y llevarlo al shockroom. Ese mero movimiento tuvo un efecto mental inmediato. Y ya en esa sala comenzamos a infundirle Ringer lactato. Paolo, el emergentólogo de turno, le colocó una vía central en la vena yugular interna de su cuello. Debimos agregarle noradrenalina al no ser suficiente con la expansión con fluidos para que elevara su tensión arterial. Al cabo de más de una hora se lo notó mejor perfundido, con un mayor volumen de orina excretada y más reactivo. Y en los nuevos análisis se advirtió una alteración de los valores de coagulación, por lo cual comenzamos a transfundirle plasma.

Al mejorar su condición hemodinámica, calificó para ir al tomógrafo. Miré el reloj del shock room: eran las 22 horas. No quería que todo se dilatara demasiado en caso de tener que operarlo, en un viernes a la noche y con la posibilidad de otro ingreso que fuera también una urgencia quirúrgica. Estaba de guardia con los residentes de cirugía Sebástian Mareas, R3, y Agustín O´Malley, R2. Dos jóvenes entusiastas y trabajadores, pero que en ese momento estaban en el quirófano en plena tarea.

Los  asistía  Daniela R., también cirujana de los viernes, en la clásica colecistectomía laparoscópica laboriosa  proveniente del piso de cirugía, donde seguramente ese paciente que estaban operando  llevaba más de una semana internado. Entonces llevamos el anciano al tomógrafo junto con la R1 de clínica y con Paolo. Mientras lo pasábamos al gantry y el técnico de TAC Carlos Bad completaba los preparativos para realizar ese estudio, los diagnósticos diferenciales de lo que podría portar el paciente sobrevolaban dentro de mi cabeza.

¿Una perinefritis, un absceso renal, un absceso en el psoas? La ecografía parecía orientar hacia una patología retroperitoneal derecha.

¿Un tumor de ciego complicado? La edad, la anemia y una patología en ese lado del abdomen nos obligaban a pensar también en esa entidad.

La presencia de una incisión paramediana derecha baja parecía descartar que pudiera tratarse de una apendicitis complicada, dado que ese abordaje había sido usado con frecuencia en un pasado lejano para  esa patología.

Y tampoco podíamos dejar de pensar en patologías médicas, como por ejemplo una colitis seudomenbranosa, dado que ese paciente había  recibido ya una  suficiente cantidad de antibióticos como para que su flora intestinal autóctona estuviera afectada.

Recordé también cosas extrañas y fatales que alguna vez había operado, como una celulitis retroperitoneal derecha de origen desconocido en un homeless, la cual  había descendido y  emergido por la  región inguinal del mismo lado, simulando una hernia inguinal atascada.

Cuando uno trataba de dilucidar que tenía un paciente en base a la presentación de sus signos y síntomas, aplicaba el hábito de pensar primero en las enfermedades que eran más probables que ese paciente tuviera. Eso disminuía, desde el punto de vista estadístico, la posibilidad de que nos equivocáramos. Pero tratándose además de un paciente añoso, con muchos antecedentes y proveniente del servicio de clínica médica, la realidad era que todo era posible.

Ese servicio nos tenía acostumbrados a todo tipo de sorpresas, algunas de las cuales eran catástrofes feroces, y por algún motivo digno de estudio la mayoría de ellas surgían como incidentes nocturnos. De larga data conocíamos esa inagotable fuente de trabajo para nosotros. Pero en esa circunstancia se deslizaba también una distracción nuestra: haber abandonado aquella vieja costumbre de pasar sala por la mañana temprano, en el comienzo de la guardia, por el servicio de clínica médica. Ver rostros sorprendidos de residentes de clínica que preguntaban acerca de quién nos había llamado, y nosotros contestando que simplemente habíamos ido a comprobar si tenían algo para operar.

En el momento en que comenzaba a realizarse aquella tomografía pensé en aquello. En que quizás si recuperáramos ese hábito se tornaría menos frecuente finalizar en el tomógrafo a altas horas y con un paciente grave e internado desde varios días antes en clínica medica. En que quizás pudiéramos evitar más a menudo  esas situaciones de urgencias  donde el paciente arribaba más enfermo aún, y donde los que lo rodeaban también estaban más cansados y con los reflejos más lentos.

 

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