Historias de un cirujano de trauma | 03 ENE 21

Extremo

Heridas de arma blanca en el vértigo de una guardia; la violencia social y la urgencia médica
Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro 

HGU. Un domingo. 6.10 a.m.

Percibí el sonido suave de mi teléfono móvil, en medio de la oscuridad de mi habitación del subsuelo. Era Cristian Q., R3 de cirugía.

-Voy a ver una herida de arma blanca en tórax, llamaron del shock room. Cualquier cosa, te aviso- me dijo en un tono tranquilo.

-Dale, sí, avísame.

Pero al cabo de unos segundos recordé algo que yo mismo había dicho antes.

Un médico residente nunca debe estar solo cuando asiste a traumatizados. Las decisiones que vaya a tomar pueden ser evaluadas un segundo antes de que él proceda, y muchos potenciales errores pueden ser así prevenidos.

En el Trauma el manejo del tiempo es crucial para los resultados.

Me cambié en pocos segundos y subí por la Gran Curva. A  a medida que me acercaba al shock room me iba sintiendo cada vez más contento por la decisión de levantarme de inmediato. Recordé otras oportunidades  similares en la cuales  luego había sido recompensado con la visión desde su inicio de un caso impresionante. Esos recuerdos continuaban siendo un estímulo para levantarme  en medio de la noche.

Cuando ingresé en la sala de shock encontré un gran movimiento. Todos los residentes de cirugía estaban allí: Cristian Q., el R2 Sebastian Mareas y la R1 Nadim White. Celebré que estuvieran trabajando juntos, y deseé también que esa foto la hubieran podido ver otras personas, en particular aquellos médicos de planta que solían criticar a los residentes tratándolos de apáticos. Pero además de esa comunión que ellos estaban mostrando ahí para enfrentar en equipo a traumatizados desafiantes, verlos trabajar también tenía ese plus valioso de evaluar en vivo como realmente lo hacían y como  tomaban decisiones en segundos decisivos.

Cristian y Sebastian estaban realizándole una ecografía al primero de los dos jóvenes heridos por arma blanca que habían ingresado, quien tenía una herida torácica al lado de su tetilla izquierda y era a todas luces el más grave, mientras Nadim hacía lo propio con el segundo, quien presentaba una herida abdominal al lado de su ombligo.

-Tiene un taponamiento cardiaco grande en la ecografía, sin neumotórax -me dijo de inmediato Sebastian, mientras desplazaba la camilla de ese paciente hacia la zona central de la sala con un gesto de preocupación.

Ese paciente estaba muy sudoroso, pálido y obnubilado. Movía sus brazos ampulosamente como si estuviera espantando moscas y había defecado.

Signos premonitorios de lo que se conoce como cagar fuego: muerte inminente.

Bajo umbral, entonces, para hacerle una toracotomía aquí mismo.

Me aproximé e intenté palparle su pulso radial, pero no lo hallé.

-¡Vamos a intubar y necesitamos buenas vías!-les dije a Cristian y Sebastian.

Los residentes comenzaron a sujetar al paciente, quien se había tornado más combativo. Entonces una enfermera logro colocarle velozmente un catéter en el pliegue de su codo derecho.

-¿Qué tiene el otro? – le pregunté a Nadim cuando se acercó a nosotros.

-Herida periumbilical, pero bien, compensado y con ecografía negativa- me contestó rápidamente y con una serenidad sorprendente, teniendo en cuenta que provenía de una R1.

-Ok, quedate con nosotros…Vamos a intubar y no sé qué más-le dije.

-Vamos a intubar, Midazolam y Succinilcolina- le indiqué a una enfermera.

-1000 de Ringer lactato a chorro -a otra enfermera.

-¡Cristian, prepará la caja por si viene toracotomía!

-¡Seba, haceme la maniobra de Sellick!

El paciente se relajó con las medicaciones infundidas en bolo y pude intubarlo sin inconvenientes.

De inmediato pensé en cómo seguir.
 

¿Llega a quirófano este paciente, o hay que toracotomizarlo aquí?   

Cuanto más malo esté un paciente con un trauma penetrante y cuanto más lejos esté el quirófano, más posibilidad de requerir una toracotomía en el shock room.


Solo pude palparle el pulso carotideo y lo hallé débil y lento.
 

¿Toracotomía aquí o toracotomía en el lejano quirófano?

Que este paciente tenga una parada cardiaca es cuestión de segundos, nada más.

-¡Vamos, toracotomía acá!

Desplegamos todo el arsenal de la caja sobre los miembros inferiores del paciente. Yo ya tenía colocados el camisolín, gafas y barbijo desde la intubación orotraqueal y les recordé ese mismo gesto a los residentes. Ellos a veces solían olvidarse de esas medidas protectoras en esas circunstancias, distraídos por la espectacularidad de un procedimiento  novedoso.

-¡Che, bioseguridad, eh!

Si la vida del paciente depende de 20 segundos más o menos, lamentablemente lo más posible es que esté perdida.

Pero a nosotros solo nos lleva 20 segundos colocarnos  camisolín, gafas y barbijo, y así lograr nuestra máxima protección.

Un emergentólogo tomo el ambú para continuar con la ventilación mecánica del paciente, mientras Cristian y Nadim preparaban todo el instrumental de la toracotomía. Acerqué el foco de la lámpara móvil de la pared  y lo coloqué encima del tórax del paciente. Nadim me entregó un mango de bisturí con una hoja número 24 ya calzada y me detuve un segundo para inspirar profundamente.

Imágenes fugaces atraviesan mi mente, separadas por siglos y con extrañas similitudes.

En la cima de la  pirámide y bajo un sol ardiente, un sacerdote enmascarado se dispone a abrir un tórax humano con su cuchillo de piedra afilada, para ofrendar luego ese corazón a los Dioses.

En el centro del hospital de una ciudad perdida y bajo la luz tibia de un foco, un guerrero quirúrgico enmascarado se dispone a abrir un tórax moribundo con su cuchillo de acero, para reparar luego ese corazón.

Practiqué una incisión anterolateral izquierda desde la línea paraesternal hasta la línea axilar media, siguiendo la curva de ese espacio intercostal hacia fuera.

Una descarga de violencia sobre el moribundo, mucho mayor que la puñalada original, pero paradójicamente con otras intenciones. Atravesar los tejidos a toda velocidad, cortando los músculos con bisturí, completando la apertura del espacio intercostal elegido con una tijera y seccionado con el mismo bisturí al cartílago costal craneal a ese espacio, hasta ver una hendidura que permita colocar las valvas adosadas del separador de Finochietto. Como una sinfonía que fluye sin cesar y cuya sucesión de notas y acordes ya conocemos de memoria, mientras alrededor todo lo demás se ha quedado paralizado y en silencio.

Encajé las valvas del separador de modo ajustado entre las costillas e hice girar su manivela en forma frenética. El pulmón insuflado comenzó a aparecer en el campo operatorio que se abría y cada ventilación enérgica aplicada desde las manos del emergentólogo hizo emerger por esa herida naciente a grandes coágulos gelatinosos, rojos y brillantes. Coloqué una gasa grande en el sector lateral de la incisión  para contener al pulmón y a la hemorragia de la pared torácica, de modo que no cegaran nuestra visión del objetivo.

Nuestro objetivo era el corazón y estaba oculto por una masa de grasa y hematomas. El trayecto del elemento punzante había provocado un sangrado en la grasa pericárdica y había borrado la superficie lisa del saco pericárdico. Esa masa oscura no latía y debíamos atravesarla para  liberar al corazón de la opresión del taponamiento coagulado. Teníamos la información ecográfica de una gruesa capa de coágulos que constituían el taponamiento y que protegerían al corazón de nuestro ingreso.

Las maniobras debían ser todas ellas precisas y certeras, sin repeticiones, dado que ese paciente era perseguido por la Muerte y ella estaba a punto de darle alcance. Entonces comencé a incidir con el bisturí, en forma longitudinal, a través del hematoma de la grasa pericárdica. Cada pasada del acero provocaba un sangrado líquido que no provenía del taponamiento, hasta que abrí el saco y afloró a gran presión otro tipo de hemorragia, más profunda y con coágulos sólidos.

Detrás de la salida de los coágulos palpé la hendidura que había practicado en el saco pericárdico y en el ángulo caudal de esa cerradura calcé a ciegas una de la ramas de la tijera apenas abierta. Deslicé la tijera hacia el diafragma y mientras se evacuaban más coágulos que caían en la camilla repetí la maniobra en el ángulo craneal de la pericardiotomia. Esta quedó entonces completada.

Apareció el corazón, que comenzó a latir cada vez con más fuerza y más rápido, y ese fue el anuncio de lo que siguió: la reaparición de un chorro de sangre desde una herida de tres centímetros en el ventrículo izquierdo, que impactó brevemente en mi barbijo y en mi camisolín. Coloqué los dedos de mi mano izquierda sobre la herida y el sangrado se detuvo solo parcialmente, porque ese corazón galopante quería escapar de mi mano.

Una sonda Foley en la herida.

-Pasame una Foley!

Me la entregaron en mano de inmediato. Esa sonda siempre estaba en nuestra caja y era desde hacía mucho tiempo una aliada frecuente en esos choques. Le pedí a Sebastian que le insuflara el balón cuando yo la introdujera. Conseguí realizar esa maniobra sin dificultad porque la herida era grande, pero ese tamaño también provocó que la hemorragia  no se detuviera totalmente pese al inflado y tracción del balón de la sonda hacia fuera.

Persistían chorros sanguíneos en torno a la sonda desde la cavidad del corazón, aunque ya no tan potentes como luego de drenar el taponamiento. El corazón latía cada vez con más intensidad y la tensión arterial había subido, lo que nos parecía indicar que había llegado el momento de subir a quirófano. Pero al mismo tiempo la recuperación hemodinámica provocaba ese sangrado persistente en torno a la sonda, lo cual podía complicar el ya de por sí peligroso viaje.

Hay que suturar la herida cardiaca, aquí mismo, en la sala de emergencias.

Solo así podremos detener la hemorragia e ir a quirófano en mejores condiciones.

Cirugía cardiaca al paso, de necesidad.

-Hay que suturar, sigue sangrando! Pasame polipropileno 3/0! ….Ponelo en el portagujas!- le pedí a Sebastian.

El paso del tiempo y de casos similares  nos había llevado a abultar a esa caja de instrumental de la sala de shock con todo lo necesario para realizar los procedimientos quirúrgicos de emergencias, ya fueran intervenciones de mayor magnitud como las toracotomías, u otras menores como los drenajes pleurales, las cricotiroidotomias o algún lavado peritoneal. La llamábamos La caja de los juguetes y en ella también colocábamos todo el material para la bioseguridad así como accesorios de todo tipo. Tener todo el material allí disponible, al alcance de la mano, había aumentado nuestra confianza para emprender esas cruzadas.

Poné en esa caja todo lo que vayas a necesitar en cualquier noche de estas.

La maniobra para suturarle el corazón a un paciente en la guardia era compleja y requería de mucha coordinación entre Cristian, Sebastian y yo. Debía traccionar con mi mano izquierda  la sonda Foley hacia mí de modo de que disminuyera lo más posible el sangrado desde el ventrículo  cardiaco, a la vez que con mi mano más hábil comenzaría a suturar la herida en torno a la salida de la sonda. Se trataba de pasar puntos en X, lo suficientemente profundos como para cohibir el sangrado y lo suficientemente superficiales como para no pinchar el balón de la sonda.

La figura de X que dibujaban las dos pasadas de la aguja tendría la ventaja de que luego de la primera pasada, Sebastian, ubicado frente a mí y a la derecha del paciente, podría con una de sus manos  tomar los hilos y traccionarlos hacia el techo, de modo de disminuir así la hemorragia circundante. La otra mano de Sebastian se encargaría de la que denominábamos la maniobra de Ferrada, en homenaje al maestro de Cali que tanto nos había enseñado.

 

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