Historias de un médico forense | 22 NOV 20

Quién me explica

Una nueva historia de las más crudas realidades sociales vistas desde el mundo de la medicina
Autor/a: Julio César Guerini 

Mi nombre es Ezequiel. Nací en Elortondo, Santa Fe. Decidí estudiar medicina y soy especialista en medicina legal. Trabajo como médico forense del lugar del hecho. Es un trabajo durísimo, pero me la banco. Siempre tuve pelotas para todo, inclusive para abandonar al hijo de mil putas mi padre que se encontraba próximo a la muerte.

Dos semanas después, me encontraba viendo a un hijo sin padre, sin madre, huérfano. Un hijo que pide explicaciones mirando el suelo, mientras un desconocido le apoya su mano en la espalda. Mira el suelo porque sabe que jamás las tendrá y le da rabia. Mira al suelo, porque no soporta además que el resto lo mire con pena, con lástima.

Estaba terminando de jugar el segundo tiempo de ese partido de semifinales de la liga cuando cunado vio su número de camiseta en el cartel del línea. El entrenador con el que acaba de hablar y programar una jugada, inesperadamente puso el cambio. Lo sacaba a él, un delantero extraordinario, y ponía un mediocampista.

Se arrodilló con la pierna derecha en el suelo, se bajó las medias hasta mitad dejando ver media canillera y salió enfurecido. Iba rebuznando, con la mirada hacia abajo, apretando los puños, pateando la tierra con la punta de los botines y dejando pequeñas nubes de polvareda a su paso. Había metido dos goles y le faltaba uno para cumplir la promesa. Estaba jugando un partido fenomenal y a diez minutos de terminar, lo sacaban. No entendía nada.

Hacía cuatro horas su papá lo había dejado en el Club Atlético Peñarol como todos los Domingos. Hernán, o Nani como le decían todos, se bajó de la camioneta, agarró la mochila y la botinera, y con un trote cortito encaró para los vestuarios.

- ¡Dedicame aunque sea alguno de los goles Nani! – Le gritó su papá sonriendo y con ojos de admiración. 

Estaba con el brazo y antebrazo izquierdo apoyado sobre la ventana de la Ford F-100 blanca, sacando media cabeza hacia afuera. Su hijo se dio vuelta, y con una sonrisa cómplice levantó la mano derecha con tres dedos en alto. Su papá continuó mirándolo hasta que se perdió en medio de sus compañeros de equipo que estaban en la entrada del club.

Ninguno de los dos, padre e hijo, sabían que esa sería la última imagen que tendría cada uno del otro; pero con la diferencia de que el papá tendría las respuestas del por qué y Nani no. Él no suponía ni cerca que era la última imagen de su padre que registraría su cerebro. Las siguientes y las anteriores que su memoria tenía guardadas iban a quedar borrosas, pixeladas para siempre. Él sólo iba a elegir, para poder seguir, quedarse con esa última imagen.

Carlos, el papá de Nani, puso primera en la camioneta y retomó la avenida. A las ocho cuadras giró a la derecha, siguió tres cuadras más, giró a la izquierda y a treinta metros estacionó y apagó el motor. Como hipnotizado se quedó mirando el frente de esa casa con rejas y rosales.

Esa casa que había sido su hogar por quince años. Esa casa donde había formado su familia y construido sus ilusiones, sus proyectos, su futuro. Esa vivienda que antes había sido un terreno baldío con cardos y yuyos, a los cuales había cortado de raíz al día siguiente de comprar el lote.

Comenzó a recordar aquel día que, junto a su esposa, luego de rastrillar los restos de pasto, se habían sentado a tomar mates en el suelo, felices, disfrutando ese olor tan particular, primaveral y único del césped recién cortado.

Ella había sido abandonada por su papá cuando tenía dos años y durante la infancia su madre la cuidó como pudo. Sólo lo conocía por una foto. Había sufrido por no tener padre, por la incertidumbre. Carlos también había sido huérfano. Según le contó la tía que lo crió, su papá había matado a su mamá por una infidelidad y después se había suicidado. Por suerte él no recordaba nada porque todo ocurrió a los cuatro meses de nacer.

Ahora, los dos juntos sentados en el pasto, sentían que esos miedos y esa tristeza se vaporizaban. Estaba segura con él y se lo decía permanentemente. Mientras Carlos recordaba cada frase, sus pensamientos conectaron con su cuerpo y le cayeron dos o tres lágrimas de cada ojo. Miró hacia atrás del asiento y sacó la matera.

Tenía la costumbre de llevar el mate siempre con él. Destapó el frasco donde tenía la yerba, destapó también un ratito el termo para optimizar la temperatura del agua y buscó la bombilla en la guantera. Golpeó el frasco de costado con la palma de la mano, para que el polvillo de la yerba se esparciera un poco. Después, lo inclinó suavemente contra el mate hasta que se cubrió poco más de la mitad.

Tapó el frasco, y cual coctelera sacudió el mate algunas veces cubriendo con la mano la parte superior. Agarró el termo y tiró el primer chorrito de agua contra el costado, donde la yerba había quedado inclinada. Recordó en ese mismo instante el día que vio a Nani volverse un adulto. Y no fue porque debutara en un cabaret con alguna puta del pueblo, como solía suceder.

Para Carlos, Nani se volvió un adulto el día que lo vio prepararse por primera vez su propio mate. Lo miró, espiando a través de la cerradura de la puerta que comunicaba el living con la cocina. Era domingo a la mañana. Había sido al día siguiente que Nani cumpliera los 11 años. Un recuerdo hermoso.

Mirando nuevamente el frente de su casa, su ex-casa en verdad, todos esos momentos se desvanecieron. Era como un raspón que después de quince días, desprende la “cascarita” y te deja una tenue cicatriz blanquecina que desaparece de a poco. Así desapareció de a poco también la emoción que Carlos acababa de sentir.

En ese momento, un auto gris, moderno, se detuvo justo en frente. Vio que dos personas se abrazaban y se acariciaban el rostro. Al conductor lo vio bien clarito, pero no lo conocía. Del lado del acompañante bajó su esposa.

Eso pensó Carlos, aunque, como su casa, también ya portaba el penoso prefijo “ex”. Se había separado hacía apenas tres meses. En verdad, la separación había comenzado hacía más de dos años, luego que la rutina horadara de a poco aquellos sueños que habían tenido y programado en el terreno con el pasto recién cortado, quince años atrás.

Él, trabajando permanentemente en el campo para ganar más dinero, a pesar que no lo necesitaban. Ella, estaba cansada de reclamarle que prestara más atención a su hijo y a ella, a la familia. Él convencido de que si tenían más plata iban a ser más libres y felices; y ella convencida de todo lo contrario.      

Se quedó quieto, creyendo que lo que estaba viendo era la confirmación de su hipótesis. Se había convencido de que su mujer lo había dejado por otro hombre. Jamás hizo la autocrítica de los planteos que su esposa le había hecho. Él mantenía la teoría de que ella lo dejó por otro. Y lo que acababa de pasar, se lo confirmaba. Esperó que se fuera el auto y se quedó unos minutos más en la camioneta.

Al ratito bajó y cruzó la calle sin mirar a ningún lado más que la puerta de ingreso a la casa. El perro de un vecino se le acercó moviendo la cola, olfateándolo, y dando pequeños saltitos tratado de llegar con el hocico a la mano derecha. Siempre lo hacía y recibía una caricia a cambio.

Esta vez, recibió una patada inesperada. La cola que hasta hace unos minutos venia moviendo feliz, ahora se había metido entre las patas traseras, mientras volvía corriendo a la seguridad de su dueño que estaba sentado en una reposera en la vereda de la casa del frente. Carlos pudo ver que Marcelo, su vecino de toda la vida, movía la boca insultándolo, pero lo ignoró.

Abrió la reja, pasó y golpeó con violencia la puerta de madera. Esa puerta que él mismo había lijado y barnizado tantas veces. Volvió a golpear. Mariela, que recién se acababa de bajar del auto, estaba en la cocina cortando unas rodajas de pan para preparar tostadas y esperar a su madre. Tenía que contarle lo que había pasado ayer y hoy. Una noticia que había cambiado por completo su realidad.

Cuando sintió los golpes se exaltó, sabía que su madre no tocaba así la puerta. Con un repasador blanco a cuadritos rojos en la mano derecha y el cuchillo en la mano izquierda, fue hasta la entrada. Corrió la cortina y vio a Carlos parado. Era su ex marido, siempre había sido respetuoso y cariñoso.

Se veían una o dos veces por semana, cuando él iba a buscar a Nani para llevarlo a los entrenamientos del club. Inclusive, después de la separación habían cenado alguna que otra vez los tres juntos. Sin siquiera preguntarle porque había golpeado así, confiando, le abrió la puerta.

Carlos entró enceguecido:

- ¿Así que al final nos separamos porque yo trabajaba mucho? Sos una puta de mierda. Te acabo de ver bajar del auto de otro tipo. Vi que se acariciaron.

Mariela lo miró con incredulidad y cometió un error irreparable. Se le escapó una sonrisa, una mínima muesca en la comisura labial derecha, soltando un pequeño soplidito. Error fatal. Fue el estímulo necesario para que Carlos se saliera de sus cabales. Ella no había notado que él estaba caminando sobre una tanza en un precipicio. Y esa mueca, fue el filo de la tijera que cortó la tanza.

Sin mediar palabra, Carlos le pego una trompada en medio de la nariz, y antes que cayera, le arrebató el cuchillo. Por suerte, si es que se puede llamar así, después del golpe Mariela perdió el conocimiento. No sintió más nada. No sintió las puñaladas que ingresaban a su cuerpo, ni una sola de todas las que recibió. En la vorágine de la locura homicida, un sonido lo trajo a la realidad. Lo sacó de la escena en la que estaba inmerso. El sonido de los golpes en la puerta interrumpió el frenesí homicidia.

Se levantó y por primera vez vio lo que había hecho. Estaba con el rostro, el torso y los brazos ensangrentados. Mariela muerta, Mariela esposa, Mariela madre de Nani. Mariela. Volvieron a golpear la puerta. Se dio vuelta, y como un zombie de una película de bajo presupuesto, se dirigió a la puerta y la abrió.

Parada y sin poder creer ni entender lo que veía, la madre de Mariela gritó, pero con un grito ahogado, esos que se hacen para adentro, mezcla de terror y sorpresa. Mantuvieron un breve diálogo sólo con las miradas. Ambos se entendieron al instante. Ella sabiendo que la iban a matar y él sabiendo que lo tenía que hacer, comprendiendo que la ley es sin testigos. No había otra opción para ninguno de los dos. La criminología llamaría a Carlos, Spree Killer o asesino itinerante; yo lo llamo un loco de mierda.

 

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