Historias de un médico forense | 14 SEP 19

Renacimiento desenfocado

El joven médico forense Julio César Guerini explora los ecos de un caso dramático en su propia mente que no puede olvidar
Autor/a: Julio Cesar Guerini 

Había pasado más de un año. Esperaba de una u otra manera los síntomas del síndrome del aniversario. Se había cumplido exactamente un año desde aquel 18 de Junio en el que saqué muerta a Valeria de su estudio, en plena Avenida principal de Rio Ceballos. Valeria, que era arquitecta. Desde hace tiempo vengo tratando de tapar esta historia cada vez que me preguntan por el caso. Me hago como el que no me acuerdo bien y cuando alguien me comenta algo, trato de ningunearlo diciendo “ah sí, el de la arquitecta”.

Hace menos de tres semanas todos mis amigos, los cuales sabían que había participado en el hecho, me mandaron felices la noticia por medio de capturas de pantallas o link´s de diarios: “Perpetua para el asesino de la arquitecta de Rio Ceballos”. Si alguno me lo comentaba a la cara, yo miraba para el piso, y decía:

- Ah sí, la arquitecta de Rio Ceballos. Me dijeron que terminó bien el caso -fingiendo una pseudomodestia-

Reconozco que se me inflaba el pecho cada vez que me atribuían los méritos. Con el paso de los días, cada vez que repito ese “terminó bien el caso”, me replanteo el concepto de “bien”. Es decir, “bien” ¿para quién?.

Cada puta vez que lo repito, me imagino a ese padre, sentado en el sillón de su living, con las persianas cerradas, el televisor prendido en silencio y las luces apagadas. Me imagino a ese padre, que cada vez que prende la cocina para calentar agua, sabe desde el momento en que agarre el fósforo, que no va a ser necesario apartar la pava del fuego por un rato, haciendo tiempo a que llegue su hija. No va a poder cebarle dos o tres matecitos antes de que comience a trabajar. Tanto él como ella, fingían que ese encuentro era casual. Él fingiendo que justo se estaba por ir, y ella fingiendo que llegaba tarde para atender a sus clientes. Charlaban dos o tres cosas con palabras, y se decían gracias con las miradas. Ahí sí, después de ese ritual, cada uno arrancaba su día. Ahora ya no lo va a poder hacer más; sus días no van a volver a arrancar. Van a quedar detenidos en ese sábado, de hace un año atrás.

De casualidad, el 18 de Junio de este año, también volví a estar de guardia. Todo el día pensando en el caso, en las cosas, en el padre, en ella, en Rio Ceballos.

Estuve atento y con la incertidumbre de si me iba a venir alguna sensación extraña o no. Es que ese hecho en particular, me había conmovido más de lo que me hubiese imaginado. Quizás por la empatía profesional, porque el victimario la había violado y matado (o matado y luego violado, no lo sé) en su propio estudio. Quizás porque extrapolé la tragedia y mi cerebro predictivo comenzó a hipotetizar que la víctima podría haber sido alguien de mi entorno. Quizás porque había seguido la noticia por los medios locales al principio y nacionales después.

Era un femicidio. Noticia de moda. Pero más allá de la moda, me conmovió desde el momento cero. Desde ver a ese padre, su padre, llorando solito en la vereda. Solo, rodeado de gente pero completamente solo. Más allá del oxímoron, realmente aquella imagen que me sigue despertando de vez en cuando, fue la representación más cabal de la soledad percibida. Estar rodeado de gente y sentirse completamente solo, creo que es peor que estar literalmente solo.

Su compañía y compañera desde que había enviudado, era su hija, a la cual yo acaba de colocar en la parte posterior de la ambulancia (o “morguera”, como le decimos habitualmente), envuelta en una bolsa negra como si fuese una crisálida. Lamentablemente la metamorfosis sería inversa. No se convertiría en mariposa, sino en gusanos.

Entonces, cuando mi cabeza había tratado de despagarse de todo, un año después del hecho, los medios reflotan la noticia. Debaten en los programas sobre la condena. Discuten los abogados, opinan los panelistas. El conflicto central se basa en si fue primero la muerte o la violación. Si fueran matemáticos sabrían que el orden de los factores no altera al producto, es decir, Valeria muerta. Si fueran su padre, sabrían que ese detalle jurídico era irrelevante, porque a fin de cuentas ella murió. La mataron.  

Pasó el 18 y a mi no me sucedió nada de lo que esperaba. Me relajé. Terminé la guardia indemne y volví a casa con cierta tranquilidad. Pero me pasó lo que a un boxeador le ocurre cuando se confía. Baja la defensa y se come una flor trompada en medio de la nariz, que lo deja desparramado en la lona. Creí que si el día del aniversario había zafado, el problema ya se postergaba por lo menos hasta el próximo año. Bajé la defensa y me comí el piñazo.

Hace una semana, mientras volvía de pasar un día en el Lago de Potrero de Garay, regresé contento por haber relajado mi cabeza después de más de cinco meses sin parar.

Mientras manejaba de regreso a Córdoba, con el respaldar reclinado más de lo habitual, los vidrios de la camioneta bajos, el sol y el viento pegándome en los pómulos, y percibiendo un olor primaveral en el aire como a tierra húmeda y pasto recién cortado.

De forma inesperada y por distracción, tomé la rotonda de ingreso a Rio Ceballos y encaré por plena Avenida principal. De la misma forma en que el olor a tostadas y mate cocido me transportaba de manera inmediata a la cocina de mi abuela, esté en donde esté; al ver la parrilla que se encontraba unos metros antes del estudio, me transporté inmediatamente al momento exacto en el que ese “alguien” de campera gris a rayas tiraba al suelo a Valeria. Ese “alguien” que ahora ya tenía rostro, mirada, familia, historia, contexto. Me vi otra vez parado junto al cadáver, observándolo y pidiéndole disculpas porque no podía hacer absolutamente nada.

 

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