A propósito de la despreocupación por la ortografía, una docente reconocía hace poco que “Hoy son los alumnos los que le dictan a la maestra y luego se trabaja sobre ese relato.” Una admirable metáfora del papel actual del docente: recibir el dictado de los alumnos. El culto al individualismo y a la libre expresión de niños y jóvenes hace que, crecientemente, estos y sus padres consideren que todo intento de enseñarles es una molesta intromisión en sus vidas. Supremos creadores, los niños no necesitan aprender nada ya que por ser contemporáneos y manejar con destreza los instrumentos de su tiempo, parecen saberlo todo. En el mejor de los casos requerirán “orientación” y por eso los maestros se convierten, según el léxico dominante, en “facilitadores del aprendizaje” o “animadores” como si la escuela fuera una fiesta en la que los niños necesitan ser entretenidos. Por ejemplo, si ya saben hablar, ¿para qué enseñarles la lengua? Recibamos el dictado del infante, escuchémoslo y no lo molestemos pretendiendo que se esfuercen en aprender reglas que lo único que consiguen es interferir con su “creatividad”. ¿Dictados, leer en voz alta, escritura cursiva en lugar de la básica letra de imprenta, aprender reglas de ortografía y sintaxis, comprender lo que se lee? Hace pocas décadas, si bien los niños también hablaban, los mayores no consideraban una tarea inútil enseñarles estas habilidades que hoy parecen ser sólo reliquias de un pasado felizmente superado.