"La verdad y otras mentiras" | 07 AGO 13

No llores por mí Rosario

Acerca de los médicos y el permiso para sentir el dolor ajeno.

Todavía no eran las diez de la mañana cuando leí en Twitter que había ocurrido una explosión en Rosario. Me estremecí. Siento por esa ciudad un amor extraño al que nunca le he encontrado explicación. He caminado muchas veces por sus hospitales admirado por la gente que trabaja en ellos. He dado clases, conferencias. He comido exquisitos dorados a la parrilla mirando la noche derramarse sobre del Paraná. Tengo amigos entrañables allí.

La noticia me dejó perplejo. Algo se agitó en mi interior y ya no pude controlarlo. Una mano apretándome el cuello. Una piedra en la boca del estómago. Tuve miedo. Me nació un deseo urgente por estar en la guardia del Centenario o en la del HECA dando una mano para asistir a las víctimas. Me pareció una obligación, una deuda. No pude hacer nada de lo que tenía previsto. Llamé a varios colegas. Todos estaban en el hospital o se dirigían hacia allí. Iban en auto, caminando, en colectivo o en taxi. Me sentí inútil y culpable. La ausencia y la distancia me pesaban sobre los hombros. En pocos minutos la dimensión de la tragedia resultaba evidente. Cada uno enfrenta lo inesperado y dramático como puede. A mí siempre se me ha dado por correr al hospital y hacer lo que estuviera a mi alcance. Pero ahora era imposible. Sufrí lo que estaba ocurriendo con las piernas clavadas al piso y el corazón buscándome la boca.

Poco después del mediodía me llamó una médica joven con quien había hablado un par de veces esa mañana. La conozco desde que era alumna de la universidad. Se recibió el año pasado y hace sus primeras prácticas en el hospital. Me dijo “hola” y se quedó callada. Escuchaba su respiración entrecortada en el teléfono pero no me hablaba. Pasó un tiempo que me pareció eterno y que los relojes no saben medir. Me pareció que la entendía. Le dije que se tranquilizara, que estaba donde tenía que estar, que podía sentir lo que estaba sintiendo, que eso la hacía mejor médica y no más débil. Entonces su respiración hizo una pausa. Fue juntando energía para hablar. –“Estoy encerrada en el baño. No quiero que nadie me vea. Es horrible. Llegan muertos y después sus familias a buscarlos”. Volvió a quedarse en silencio. A respirar en el teléfono como si su boca y su nariz estuvieran adentro de mi oreja. Ahora tampoco yo pude decirle nada. Nos quedamos así, estremecidos y mudos. Se escuchaban voces y sirenas de ambulancia. En la pantalla de mi computadora se veían las fotos de la catástrofe. La radio contaba historias conmovedoras de la solidaridad espontánea y anónima de los vecinos. Respiré hondo. – ¿Estás ahí?, le pregunté por decir algo. Otra vez sentí como buscaba la fuerza para hablar. –“No sé si voy a poder”, me dijo. Me sudaron las manos. –“Nadie lo sabe, nunca. Pero lo hacemos igual, por eso somos médicos”. No supe qué otra cosa decirle. Quería abrazarla pero no sabía cómo. –“Quiero llorar pero me parece que no está bien”. Sentí el Boulevard Oroño deslizándose debajo de mis pies. La vi a ella vestida de blanco con manchas de sangre en la chaqueta. A mí mismo cuando estuve en su lugar hace tantos años. –“Dale, llorá, será un secreto entre los dos”. Y lo hicimos. Lloramos abrazados por un teléfono. Desolados y muertos de vergüenza.

 

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