"La verdad y otras mentiras" | 22 FEB 13

Las dos mitades de la doctora Inés

Acerca de la doble condición de madre y médica.

A veces pienso que sólo yo las veo. Como si fuese la única persona sensible a un fenómeno que los demás no perciben. ¿O es que todos las ven pero nadie lo dice? Tal vez yo no sea el único que teme que crean que estoy loco, que alucino. No sé... Me niego a creer que no sea real.

Esta mañana por ejemplo. Inés llegó muy temprano a la sala del hospital. Precedida por el ruido enérgico de sus pasos retumbando en el pasillo apreció su figura detrás de la puerta. Erguida, los hombros simétricos, la cabeza con una discreta elevación del mentón. El cabello tenso peinado hacia atrás sujeto por una hebilla enorme con forma de mariposa. Desafiante. Envuelta en un atmósfera propia saturada de Carolina Herrera 212. Se detuvo. Me miró. Esperaba que yo hiciera algo que para ella resultaba evidente pero que yo ni siquiera imaginaba.

-¿Vamos a ver a los pacientes o pensás quedarte toda la mañana mirándome como un idiota?

- No, claro… Veamos a los pacientes. Es que a veces no entiendo tus silencios.

Nos detenemos ante la cama de cada enfermo. Ella escucha mi presentación, mira los estudios, lo examina. Es amable y cordial. Responde con inteligencia incluso a lo que las personas no se atreven a preguntar. Hace diagnósticos y recomendaciones. No duda, nunca duda. Fundamenta lo que dice con una racionalidad perfecta y con argumentos sólidos. Escucha a los demás pero sólo como un gesto de buena educación. Planifica las tareas de la jornada. Distribuye el trabajo y nos cita al mediodía para una clase.

Cuando sale la sigo a poca distancia. Camina contra el reflejo del sol atravesando las ventanas. Hace apenas dos o tres metros y entonces aparece. Pegada a su espalda. Separada por unos pocos centímetros de ella, la otra Inés sigue sus pasos. Parece igual, pero es distinta. Un clon que duplica su silueta pero que no reproduce su actitud. Camina con pasos cortos y desarticulados. Los hombros caídos y la cabeza hundida en el tórax como si no tuviese cuello. Su cuerpo se deja atravesar por la luz cargada con una multitud de finas partículas de polvo suspendidas en el aire. Como si estuviese hecha de sombras. Inmaterial.

Se distrae por un instante mirando las copas de los árboles detrás de los vidrios pero advierte que su otra mitad se aleja y corre hasta alcanzarla. El cabello suelto se agita con cada paso. Tienen un andar inseguro, vacilante. Estira un brazo y despeja con la mano un mechón de pelo que le tapa el ojo derecho. Entre la boca y las cejas se le dibuja una expresión compleja. Como si el cuerpo se hubiese despertado pero su cabeza permaneciera atrapada en el interior de una pesadilla. Parece un ángel exhausto. Una niña agobiada por un mundo que no comprende. Mira hacia la mujer que marcha delante suyo como si fuese una extraña. Alguien a quien debería conocer pero que no recuerda quién es. No sabe por qué, pero la sigue como un perro fiel a un amo altivo e indiferente.

La primera Inés se detiene frente al ascensor y oprime el botón de llamada. Espera mirándose los zapatos negros. Tiene los pies pequeños. Su actitud es marcial, erguida, tensa. Parece una mujer soldado cumpliendo una misión que sólo ella puede realizar. La otra la ronda en círculos. Cuando pasa delante de su cara tiene que aplastar la espalda contra la pared para atravesar el estrecho espacio que media entre ella y su doble. Se detiene un instante. Se miran a los ojos. Pero la otra no se inmuta. Entonces camina en zigzag a toda velocidad agitando los brazos. Como si algo urgente estuviese por sucederle y no pudiera detenerlo. No encuentro otra forma de describirlo. Es como si estuviese a punto de orinarse o de levantar vuelo. O mejor aún, como si un pájaro enorme carreteara por el pasillo sin decidirse si quiere volar o ir al baño. Se aleja algunos metros hacia atrás para tomar distancia de la primera Inés. Para y mide la distancia. Después corre en dirección a la espalda de su otra mitad. No se detiene. La velocidad aumenta y los brazos se agitan como alas enormes y ridículas. Anticipo un impacto brutal. Me asusto. El choque es inevitable. Pero sobre el cuerpo de la Inés que espera el ascensor apenas se produce un movimiento delicado. Un trémulo estremecimiento. Una brisa que entra en ella y se acomoda en su interior. Sus vértebras se encorvan, la cabeza baja sobre el cuello, los hombros quiebran la postura militar y se abandonan a la gravedad cayendo sobre los brazos. Ahora es la otra Inés quien espera el ascensor. Abatida, agobiada. Ha tomado posesión de su cuerpo.

La primera sale del cuerpo del que ha sido desplazada como si saliera desde una caja donde la tuviesen guardada y plegada sobre sí misma. Primero es un humo espeso. Un vapor azulado y gris con vagas formas de mujer. Después se va haciendo reconocible. Es un genio de Aladino. Se estira, recompone su postura. Recobra su actitud enérgica. Se transforma en una sombra erguida a pocos centímetros de la abrumada mujer que ha tomado su lugar.

Me pauro para ubicarme al lado de las dos mitades de Inés. Llega el ascensor, subo con ellas. La mujer imperativa que hace un rato recorría la sala conmigo permanece como un espectro apoyado sobre la pared metálica del fondo repleta de grafittis y manchas de dudosa procedencia. La otra se deja llevar con la mirada fija en el piso. Abatida. Apoyo mi mano sobre su hombro para decirle con ese gesto lo que ella ya sabe.

- Acá estoy Inés. Parece que estás un poco triste hoy.

Apoya su mano sobre la mía sin darse vuelta. Confirmamos nuestras presencias con las palabras y con los cuerpos. Estamos allí, por si nos necesitamos. Bajamos del ascensor y nos sentamos sobre un banco de madera de la sala de espera desierta del área de pediatría. La otra nos sigue. Una sombra detrás de su cuerpo.

Junta fuerzas para empezar a hablar. Se demora, pienso que no va a poder. Pero puede. Ya sé lo que va a decir.

- ¿Sabés? Esta mañana, antes de venir al hospital, dejé a Melina con mamá. Dormía y regurgitaba leche cuando me despedí de ella acomodándole una manta sobe los brazos de mi vieja. Después llevé a Franco al jardín. La maestra lo recibió con un beso y se lo llevó de la mano. Me quedé mirándolos a través de la puerta de vidrio. Él tiene que haber sentido mi mirada, estoy segura. Se soltó de la mano de la señorita Marcela y corrió hacia donde estaba yo, mirándolo. Sabía que yo estaba allí, ¡te juro que lo sabía! Nos miramos. Apoyamos nuestras manos abiertas a través del vidrio, palma contra palma. Lloré. Pero él no. Nos separamos. Una mancha espesa con nuestras palmas dibujadas quedó impresa sobre el vidrio durante un rato. La mía enorme como una casa y la suya pequeña acurrucada allí adentro. Seguí llorando mientras manejaba el auto hasta el hospital. Como una idiota. Como un criminal que se arrepiente de lo que acaba de hacer. Aunque ya no tiene remedio. Culpable y arrepentida.

No es una novedad. Cuando la sombra derrotada de Inés se hace cuerpo y desplaza a la enérgica mujer que conozco, yo sé que me hablará de esto. De la doble condición de madre y médica que no puede conciliar. De la puja entre esas dos personas que no logran convivir en paz. Mientras intento consolarla la otra permanece de pie pegada a la pared. Inmutable a las emociones. Espera su turno como si no pasara nada.

- Los chicos estarán muy bien. No te preocupes.

- ¿Ellos? Sí, puede ser… Pero la que está muy mal soy yo.

Conozco el guion de lo que ocurrirá en los próximos minutos. Permanezco a su lado como un gesto de afecto y de inútil solidaridad. Ella avanza sobre las mismas escenas repetidas y yo –mentalmente- tildo en el libreto las etapas a medida que aparecen.

- Cuando me quedo en casa porque alguno de los chicos tiene fiebre siento que no estoy en el hospital que es donde debería estar. Pienso en el modo en que mi carrera se retrasa o se detiene para siempre mientras preparo mamaderas o cuento gotitas de Ibuprofeno. Apenas consigo que se duerman corro al baño, me encierro. Necesito estar sola, a salvo de esa demanda interminable. ¿Y sabés qué hago? Cierro la puerta con llave y lloro porque me doy cuenta de que soy una egoísta pero no puedo evitarlo. Sí, lloro como una idiota, como un criminal que se arrepiente de lo que acaba de hacer. Aunque ya no tiene remedio. Culpable y arrepentida.

 

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