Una histroia de vida | 24 JUN 12

La incubadora fue el primer hogar de mi hija

Los bebés prematuros tienen hoy muchas posibilidades de vivir normalmente. Pero el tiempo en neonatología, aunque los salve, genera fantasmas y temores.
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Por Patricia Suárez. Escritora. Premio Clarín Novela en 2003 con su obra “Perdida en el momento”. También ha escrito “Causa y efecto” y “Lucy”

La imagen que tuve al ver a mi hija por primera vez –hacía siete horas que había nacido, un tiempo inconmensurable para una primeriza– fue la de un gatito pelón que no cesaba de moverse dentro de la incubadora. Todavía era una víscera mía, pero ya pertenecía al hospital y vivía bajo su ley. Yo no la podía tocar –recién pude hacerlo varios días después, por disposición de los neonatólogos– y si lo hacía era a través de dos pequeños ojos de buey dentro de la incubadora, por donde podía meter las manos.

Mis primeras palabras a mi hija fueron “Mi gatita preciosa”; y así la llamé cada día que bajé a verla. La sensación de decepción fue tan profunda que me lastima todavía. Te sentís estafado, engañado, atemorizado de dejar solo a tu hijo, en manos de extraños, por muy capacitados que estén estos extraños para manipularlo y salvar su vida. Imaginaba que Alegría se volvería autista o tendría algún tipo de retraso que le impediría relacionarse conmigo como un bebé normal con su mamá, cuando su mamá está cerca desde el vamos.

El día que entré en los siete meses estaba todo normal. Pero al día siguiente rompí la bolsa y fui a la guardia para tener a mi hija. Me atendieron con rapidez, el trabajo de parto estaba acelerado .

Me hicieron cesárea, y fue allí cuando el cirujano me informó que la causa del parto acelerado había sido el útero bicorne, una malformación congénita en la cual el útero tiene su cavidad dividida en dos partes: de este modo, el bebé sólo había tenido de espacio medio útero para crecer. En cuanto lo ocupó por completo, nació.

Momentos después, el cirujano levantó a una criatura que apenas vi y anunció: “ Tenés una nena. ¿Cómo se va a llamar? ” Eran las 9.25 am del viernes 5 de septiembre de 2003. “Alegría”, dije. El nombre lo habíamos elegido con el padre hacía tiempo, pero ahora se aplicaba más que nunca.

Los sietemesinos son bebés vulnerables, la gran mayoría no terminó de desarrollar sus pulmones. No tienen grasa corporal aún, y debido a la suma de días que pasan acostados lateralmente dentro de la incubadora, sus cabezas toman una forma alargada; los llaman “cabeza de mojarrita”.

Mi bebé fue internada y entubada en la Terapia Intensiva del hospital, en el primer subsuelo, mientras yo despertaba en el tercer piso, dolorida por dentro y por fuera. Como no podía moverme, no pude ver a mi hija hasta las 6 de la tarde, cuando la herida de la cesárea me lo permitió. No podía tocarla y se la veía tan frágil como una viejita de cien años ; yo temía que muriera de un momento a otro. Me indignaba que no me dejaran tocarla: ¡todavía era parte de mi cuerpo! Pero a su vez me sentía paralizada por la culpa: mi cuerpo era deforme, el parto se precipitó por un descuido de mi parte y yo era un desastre completo.

El pronóstico del neonatólogo era de internación por dos meses. A los tres días rigurosos me fui sin mi hija y con el corazón roto , y entonces empezó el via crucis de todas las madres de prematuros que se pasan los días metidas en las salas de neo, nomás que para verlos cinco, diez minutos, hablarles y hacerles una caricia.

Mi hija, además, estaba en terapia intensiva –permaneció allí un total de 25 días– y a lo poco que podía entrar a verla, se sumaban ciertas consideraciones: debía respetar unas normas de higiene rigurosísimas y necesarias; teníamos restricciones respecto de la ropa que usábamos, de cómo y con qué nos lavábamos las manos con que tocaríamos al bebé, y de todo aquello que llevábamos para la incubadora: su mantita, su gorro, sus medias. Más que a mi hija sentía que tocaba a una paciente.

No debía mirar otro bebé que no fuera el mío en la Neo, presumo que la indicación se debía a que había bebes internados de 5 meses o poco más, y era bastante impresionante mirarlos, entubados y sujetos a aparatos de medición. Tampoco podía llorar ni manifestar la angustia dentro de la sala, porque los bebés absorben con facilidad las emociones, tanto el propio como el ajeno. Si te pescaban lagrimeando, tenías que abandonar la sala. No era sólo una norma teórica; tuve que retirarme una vez porque me dio un ataque de llanto, la segunda o tercera oportunidad en que logré apoyar a mi bebé sobre mi pecho. ¿Cómo podían esperar que no me emocione? Me dijeron: “Mamá, ¿vas a aflojar ahora después de lo que pasaste?” y como continué llorando, me quitaron a la bebé de encima y me pidieron que me fuera a tomar un poco de aire, para calmarme. Para tu bebé, explicaban en el hospital, debías ser fuerte, aunque había veces, que, no habiendo apoyo terapéutico para padres de prematuros, esto sonaba como una ley espartana y bastante injusta. Sos parturienta, estás pasando por la depresión post-parto.

Las enfermeras de la noche ponían música tropical en la radio. ¿Quién sería mi hija a la que me iban a entregar? Tres enfermeros diarios la cuidaban, ocho horas cada uno; un día vi cómo la bañaban: la ponían debajo del chorro de agua de una canilla: me dio horror, hubiera querido gritar. Pero no lo hice: me hubieran sacado a patadas al instante de la sala de neonatología y estar ahí día a día, viendo a mi hija, era sí o sí, el único sentido de mi vida.

 

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