"Nadie sabe lo que es el infierno hasta que no lo tiene dentro" | 18 DIC 11

Ansiosos

No es de extrañar que muchos estén al borde de un ataque de nervios.

LUZ SÁNCHEZ-MELLADO 
 
Elena se despierta sobresaltada. No ha tenido pesadillas, o no las recuerda. Mira el reloj: las cuatro y cuarenta y cinco de la madrugada. La misma hora que ayer, y antes de ayer, y todas las noches desde hace una semana. El corazón acelerado, un sudor frío brotándole de súbito, el estómago en la boca. No se alarma, no demasiado. Sabe lo que no le pasa. No le va a dar un ataque al corazón, no se va a morir, no en este momento. La primera vez que le sucedió algo así "pero a lo bestia", hace un par de años, poco después de la traumática muerte de su padre, se asustó tanto que su marido, que ahora duerme como un tronco a su lado, la llevó a urgencias del hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares, a 10 minutos de su casa, creyendo que le estaba dando un infarto. En absoluto. Después de que un internista descartara tal posibilidad, Elena acabó con un ansiolítico debajo de la lengua y un diagnóstico rápido del psiquiatra de guardia que posteriormente confirmaría el psicólogo privado al que acudió durante todo el año siguiente: ataque de pánico compatible con trastorno de ansiedad generalizada.

Desde entonces, Elena, de 42 años, casada y madre de dos hijos, está aprendiendo a vivir con su angustia. Hija modelo, hermana mayor, trabajadora perfeccionista, madre clueca, se recuerda siempre preocupada por todo y por todos. Pero desde aquel "clic" que ella atribuye al fallecimiento de su padre y su consiguiente "quiebra emocional", la preocupación se le fue de las manos. Aún tiene rachas. Aunque se reconoce nerviosa a menudo, mantiene su inquietud a raya a base de disciplina. Pero un revés familiar, una mala noticia, un apretón de trabajo como el que le cayó hace una semana puede volver a desencadenarle "yuyus" como el descrito.

Momentos en los que siente que no llega, que algo malo va a suceder, que no puede con su vida. Por eso ya no se asusta. Ni recurre a los comprimidos de benzodiacepinas que le prescribió el psiquiatra. Sabe que si aguanta el tiempo suficiente controlando la respiración, cerrando los ojos, tratando de pensar en otra cosa, el sudor remitirá, pasarán las náuseas, el corazón volverá a su ritmo. Puede que hasta le dé tiempo a echar una cabezada hasta las siete, hora en la que tendrá que levantarse, llevar a sus hijos al colegio y empezar su jornada de 10 horas en una agencia de publicidad. Elena padece de ansiedad, el trastorno mental menor más común -entre un 15% y un 20% de la población, mujeres en una proporción de dos tercios, lo sufrirá en algún momento de su vida, según la OMS-, y la va capeando como puede, como tantos. La diferencia es que ella lo sabe porque un día su inquietud la puso contra las cuerdas y pidió ayuda. Otros ni siquiera le ponen nombre ni remedio a su sinvivir.

Al borde del abismo. Días de vértigo. Presión insostenible. Cumbres de infarto. Tiempos convulsos. Llevamos meses, años incluso, leyendo a diario sentencias apocalípticas en los medios a propósito de la situación de las empresas, los Gobiernos, los países, la humanidad entera. No es de extrañar que muchos estén al borde de un ataque de nervios.

Estamos asustados. Individual y colectivamente. El 45% de los trabajadores tienen miedo a perder su empleo y más del 80% creen que las cosas no mejorarán en un futuro próximo, según el estudio Los españoles y la enfermedad del miedo, publicado por la Fundación Pfizer en 2010. El doctor Enrique Baca, especializado en psiquiatría y neurología, alertó en la presentación del mismo de que ese miedo puede llevar a las personas y a la sociedad a la ansiedad y la parálisis. La paradoja es que si no estuviéramos ansiosos, estaríamos muertos.

La ansiedad es un mecanismo de defensa de los seres humanos frente al peligro. El sistema de alerta cerebral que activa el organismo para encarar las amenazas y que nos ha permitido sobrevivir como especie desde hace milenios. Imaginemos a un hombre primitivo que presiente que un depredador -pongamos un tigre- viene a por él. Sus sentidos se agudizan, su corazón se acelera, sube su presión arterial. Su cuerpo se prepara para atacar al enemigo, esconderse o huir. Eso es ansiedad. La ansiedad buena. La que nos salva la vida cuando vemos que el coche de delante frena y hace que nosotros también frenemos en milésimas de segundo para evitar el choque. La que nos permite pensar y actuar más rápida y eficientemente cuando el tiempo apremia.

"El problema es cuando no hay tigre", explica el psiquiatra Alberto Fernández-Liria, jefe del servicio de salud mental del hospital de Alcalá de Henares. "O cuando el tigre es un gato como salir a la calle, acudir al trabajo, conocer gente, lidiar con los problemas del día a día, enfrentar la vida cotidiana. No vivimos en la selva, la estrategia tiene que ser diferente. La ansiedad normal se convierte en patológica cuando nos anula, nos paraliza, nos causa más problemas de los que nos quita".

Fernández-Liria tiene prohibido a su equipo decirle a ningún paciente "a usted no le pasa nada" o "lo suyo es de la cabeza" cuando acuden a urgencias con una crisis de pánico como la de Elena. "Claro que les pasa algo: tienen taquicardia, contracciones musculares que pueden ser dolorosísimas, sienten que les falta el aire, se creen morir. Hay que explicarles que su cuerpo se ha preparado para salir por patas porque percibe un peligro que puede ser o no real. Decirles qué les sucede suele tranquilizarles bastante. Después viene el abordaje terapéutico, que no es tan simple. El objetivo es que el afectado cambie ese mecanismo, que aprenda a poner las cosas en su sitio. No se trata de no tener ansiedad, sino de saber manejarla".

"Digamos que hay personas con el dispositivo de alarma defectuoso. Se les dispara solo o ante situaciones que no lo requieren. Su percepción del peligro es errónea. O no lo hay o, si lo hay, lo magnifican. Solo cuando eso interfiere gravemente en su vida cotidiana podemos hablar de trastorno de ansiedad", ilustra Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Según Echeburúa, hay muchos más ansiosos crónicos de los que creemos. "Hasta el 80% de las personas son lo que los anglosajones denominan worriers, algo así como agonías o sufridores. Gente que está siempre en vilo, que cree que algo malo está al caer, que se preocupa por todo y piensa que si no se preocupa es peor. Son personas que nunca disfrutan del todo, vale, pero también pueden ser magníficos padres y profesionales, siempre hipervigilantes, pendientes de todo. Mientras se soportan a ellas mismas y no les hacen imposible la vida a los demás y les rechazan, van tirando. Otros se acaban rompiendo. El límite entre lo normal y lo patológico es muy particular. Ya dijo alguien que enfermo es aquel que va al médico".

Los sufridores que traspasan ese límite, como Elena, padecen el llamado trastorno de ansiedad generalizada (TAG). Es el más prevalente del conjunto de patologías ansiosas, que también incluye el trastorno de pánico -cuando los ataques se cronifican-, los trastornos fóbicos (agorafobia, fobia social), los trastornos obsesivo-compulsivos, el trastorno de estrés postraumático y los trastornos adaptativos ante acontecimientos vitales. "Son enfermedades comunes, por lo frecuentes, pero no siempre leves", advierte el psiquiatra Fernández-Liria, que alerta del peligro de "patologizar el sufrimiento normal, pero también de despreciar el dolor que genera". La ansiedad puede causar mucho sufrimiento. Y no solo al que la padece.

"Me gustaría llamar la atención a los que, como yo, no entendemos qué lleva a los afectados de la pandemia del siglo XXI (ansiedad, ataques de pánico, estrés) a tener que consumir medicamentos como el diazepán y el tranquimazín. Necesitamos que se conozca este problema. Yo lo padezco de otra manera: veo a mi esposa y madre de mis tres hijos casi siempre ausente, con perennes ganas de llorar y sintiéndose un estorbo para la familia. Solo quiero que sepáis que la familia y los amigos estamos ahí para daros la mano y salir juntos". Hace unas semanas, Fernando envió esta conmovedora carta al director de EL PAÍS bajo el título De diazepanes y tranquimazines. Le llamamos una tarde pocos días después de salir publicada. Nada más descolgar el teléfono accedió, agradecido, a contar por qué la escribió. Se oía de fondo un barullo de niños pequeños. Hoy es fiesta y Fernando, de 33 años, está en casa cuidando de sus tres hijos de entre 5 y 2 años. Su esposa, Blanca, de 31, está ahora mismo ingresada en una clínica madrileña. "Están intentando ajustarle la medicación porque tiene la ansiedad descontrolada, una dependencia brutal de las pastillas y es un peligro para sí misma", dice Fernando ya en la cafetería donde comparte su historia.

Desde fuera, Blanca y Fernando forman una pareja feliz. Jóvenes, con buenos empleos, un matrimonio urbano con los agobios típicos de un trabajo exigente y la crianza de los hijos. Dentro viven un infierno. Hace tres años que ella empezó a sufrir ataques de pánico y una angustia creciente a la hora de coger el autobús, acudir al trabajo, salir a la calle. Ella achaca sus problemas al estrés laboral y doméstico y a sus relativas dificultades económicas. "Nos metimos en una hipoteca importante, nacieron los gemelos, se multiplicaron los gastos, digamos que estamos mejor que muchos, pero vamos justos", rebaja Fernando. Blanca acudió a su médico de atención primaria, que le recetó ansiolíticos -las benzodiacepinas son el medicamento más utilizado- para mitigarle la ansiedad y le prescribió una baja laboral que se alargó cerca de dos años ante la creciente impaciencia de Fernando. "No lo entendía. Yo también tengo estrés, más caña que a mí no le meten a nadie. La veía encerrada en casa y me parecía un síntoma de pura debilidad. Le decía: 'Blanca, espabila, que te van a poner en la calle'. Ahora me arrepiento de mi ignorancia".

Después de un periodo de mejoría en el que ella misma se fue rebajando la dosis de ansiolíticos hasta prescindir de ellos, Blanca volvió a trabajar. Pero a principios de este verano volvieron los nervios, las palpitaciones, las crisis. La visita al médico de cabecera. Los ansiolíticos tomados sin más control que su voluntad, cada vez más mermada. Hasta que, a la vuelta de vacaciones, el jefe de Blanca llamó a Fernando. Su esposa se había desplomado en la oficina. La trasladan en ambulancia al hospital. Allí, Blanca le confiesa a su marido que se ha tomado un puñado de pastillas. "No quiero morir, solo tengo mucho dolor dentro y quiero que se me pase", le dijo. "Se te cae el mundo encima", resume hoy él. Desde entonces se le ha caído otras cuatro veces. Las mismas que Blanca, otra vez de baja en casa, ha vuelto a sobremedicarse con sus benzodiacepinas a pesar del control al que la someten sus familiares. Después de la última, la psiquiatra de urgencia aconsejó su ingreso voluntario en una clínica para "desintoxicación y ajuste farmacológico", según reza en el informe. Lleva allí 10 días. "Cuando salga, dicen que la derivarán a un psicólogo para ver dónde está la raíz de lo que le ocurre", dice Fernando. ¿No tendría que haber sido al revés?

 

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