Diagnóstico médico: entre la tecnología y la palabra | 26 MAY 11

El ojo de House

En medio del auge de la tecnología y los estudios sofisticados, el interrogatorio y el examen físico sigue siendo la mejor herramienta diagnóstica.

¿Por qué los médicos tardan tanto en detectar enfermedades? ¿Y qué pueden hacer los pacientes?

Por Matías Loewy

Abigail, quien padece un supuesto enanismo hereditario, se interna por una afección respiratoria. El nuevo médico que atiende su caso sospecha que ambos problemas pueden estar relacionados. Primero supone otra rareza clínica, el trastorno de Still, pero los resultados de los análisis descartan la hipótesis. Parece confundido. ¿Dónde está la causa? Pero luego, tras una conversación casual con otro paciente, el doctor ata cabos de golpe y se percata del verdadero diagnóstico: la adolescente sufre "histiocitosis de células de Langerhans", una enfermedad proliferativa cuyos síntomas se pueden eliminar extirpando las lesiones. Eureka. No sólo le salvó la vida, sino que también le permitirá alcanzar su estatura normal mediante inyecciones de hormona de crecimiento.

La historia, presentada en el capítulo 10 de la tercera temporada de la serie Doctor House, representa el epítome de la pericia diagnóstica redentora. "House es más que simplemente inteligente: es un genio", elogia Barbara Barnett en su libro "Guía no oficial de House" (Selector, 2011 ). El excéntrico pero sagaz Gregory House combina capacidad de observación, razonamiento deductivo, intuición desarrollada y una perspicacia digna de Sherlock Holmes. Y aunque se trata de un protagonista de ficción, su modo de abordar diversos desafíos clínicos ilumina algunas de las barreras que hoy enfrentan los médicos de carne y hueso para la detección oportuna de enfermedades en sus pacientes.

Nada ni nadie parece detener al Doctor House en el camino hacia la certeza diagnóstica. Cuando se enfrentan a un caso difícil, él y su equipo del ficticio Princeton-Plainsboro Teaching Hospital analizan nueva información, reevalúan lo actuado y vuelven a considerar teorías descartadas cuando salen a la luz datos novedosos que resultan relevantes. "House no deja piedra sin voltear o esquina sin revisar", destaca Barnett. "Si tiene razón, habrá puesto otra pieza del rompecabezas médico. Si no, aún así, habrá aprendido algo que no sabía acerca del culpable".

Un axioma médico reza que "si oyes cascos, piensa en caballos, no en cebras". Pero House, responsable de un departamento de "Medicina del Diagnóstico", va detrás de las "cebras" o anomalías de la medicina: las enfermedades o condiciones de muy baja incidencia que apenas se mencionan en la facultad o aquellas presentaciones atípicas de dolencias más frecuentes. A lo largo de las siete temporadas de la serie (en la Argentina se ve los jueves a las 22.00 por Universal), el personaje que interpreta Hugh Laurie fue capaz de descubrir envenenamiento con antirreumáticos comprados en México, identificar una embolia grasa en el dedo del pie de una psiquiatra varada a miles de kilómetros de distancia, y efectuar diagnósticos tan sofisticados como el síndrome de espejo de Giovannini, la enfermedad de las fibras rojas rasgadas y la fiebre familiar mediterránea.

Nicolás Arias ( 26 ), un analista programador que vive en Brandsen, hubiera necesitado encontrar antes un House en su vida. Desde los 7 años y durante todo el resto de su infancia y adolescencia, le dolían las manos, las rodillas y las plantas de los pies. "Era tanto el dolor que no podía caminar", recuerda. "Nunca pude jugar al fútbol y a veces me quedaba cuatro días tirado en la cama sin poder moverme". También sufría malestares digestivos ("Todo me caía mal"), disfunciones renales y había perdido la capacidad auditiva en uno de los oídos.

La mamá lo llevó a diez médicos a lo largo de casi una década, incluyendo a pediatras, reumatólogos y traumatólogos, y ninguno de ellos daba en la tecla. "Me decían que era un problema de crecimiento, que ya se me iba a pasar", señala. "Y yo salía insultándolos. Pensaba que me mentían. Si vos estás enfermo y los médicos no saben qué es, ¿quién es el que sabe? ¿Dios?".

El via crucis de Nicolás empezó a terminar, curiosamente, cuando, en 2001, falleció su tía de 44 años tras sufrir múltiples ataques cerebrales, sin factores de riesgo aparentes. Su abuelo materno había tenido una muerte similar treinta años antes. Entonces, un nefrólogo del Hospital Italiano de La Plata, Pablo Neumann, recordó algo que había escuchado en el stand de un congreso y comenzó a sospechar que podía haber una conexión entre los tres casos.

Tras encarar un análisis en conjunto con la bioquímica Paula Rozenfeld, de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Neumann confirmó en 2004 que Nicolás y otros cinco miembros de su familia (su mamá, un primo y tres primos de la madre) padecen la enfermedad de Fabry: un trastorno genético "lisosomal" que afecta a 1 de cada 40.000 recién nacidos varones y en la que el cuerpo no fabrica una enzima esencial para eliminar un tipo de sustancia grasa, que luego se deposita y daña órganos como el cerebro, el corazón y los riñones.

"En los manuales de medicina, Fabry ocupa apenas un párrafo", lamenta Neumann, quien presentó un registro de la evolución de 60 enfermos argentinos en el último Congreso Latinoamericano de Enfermedades Lisosomales, en Natal, Brasil. "En promedio, los pacientes ven a entre cinco y quince médicos y deben esperar hasta veinte años antes de recibir el diagnóstico", agrega Neumann, quien también es docente en la UNLP y preside la Asociación de Estudios y Difusión de las Enfermedades Lisosomales (AADELFA). La identificación del mal es el paso crucial para iniciar la terapia: en el caso de la enfermedad de Fabry, el reemplazo enzimático mejora la calidad de vida y el pronóstico.

La detección tardía también es habitual en otras patologías raras, poco difundidas o con síntomas iniciales inespecíficos. En la fibromialgia, una afección dolorosa crónica y debilitante, los pacientes consultan en promedio a siete médicos y tardan cuatro años en llegar al diagnóstico, según una flamante encuesta realizada en América Latina. En el síndrome de Sjögren, que afecta la secreción de saliva y lágrimas, la demora ronda los ocho a diez años. En el síndrome de Scheie, una deficiencia enzimática que daña el corazón y otros órganos, la brecha promedio entre el primer síntoma, el diagnóstico y el inicio del tratamiento excede los diez años, de acuerdo a un estudio regional del Hospital Garrahan y otros cinco centros de México, Chile, Brasil, Venezuela y Colombia.

Es bastante frecuente que distintas condiciones solapen sus síntomas. En el Digestive Diseases Weeek 2011, el principal cónclave mundial de los gastroenterólogos, celebrado dos semanas atrás en Chicago, la principal publicidad del laboratorio Novartis instaba a los médicos a no confundir el síndrome de colon irritable, que afecta a un 10 por ciento de la población general, con las manifestaciones clínicas de un raro tumor neuroendócrino gastrointestinal, que aqueja anualmente a 1 de cada 100.000 personas y tiene una demora diagnóstica de cinco a siete años. "Desenmascare la amenaza", urgía la compañía farmacéutica, para bien de los enfermos y (¿por qué no?) de las ventas de su medicación oncológica.

Algunas veces, la mayor dificultad radica en que no existe un test específico para separar la paja del trigo y los pacientes concurren a distintos especialistas refiriendo síntomas diferentes, en lugar de concentrar la atención en un médico generalista que puede tener una pintura más completa del cuadro. En la esclerosis múltiple, cuyo día mundial tuvo lugar esta semana, las manifestaciones clínicas posibles incluyen desde visión borrosa en un ojo hasta debilidad en una pierna, y pueden ir apareciendo de manera temporaria y alternada con intervalos de más de treinta días. "Se necesita un gran manejo clínico y neurológico para descartar decenas de otras enfermedades que pueden simular el cuadro", afirma Vladimiro Sinay, responsable del área de esclerosis múltiple de INECO y el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro.

Por otra parte, existen factores cognitivos entre los médicos que conspiran contra el diagnóstico temprano de enfermedades raras. Pat Croskerry, profesor de emergencias en la Universidad Dalhousie de Canadá, señala que muchos médicos escapan de las "cebras". Por un lado, señala Croskerry, en una época de contención de costos, los sistemas de salud tienden a desalentar a aquellos médicos que quieren ordenar tests o estudios confirmatorios sofisticados que dan un solo resultado positivo cada cincuenta, cien o quinientas veces. Además, por falta de experiencia en la detección o la atención de esos casos, el profesional no tiene el coraje o la convicción suficiente para rastrear ese diagnóstico elusivo a pesar de las trabas (incluyendo las burlas de los colegas por obsesionarse con patologías "esotéricas" en lugar de indagar en causas más comunes).

Una barrera adicional es que si el médico fija en su mente la "etiqueta" equivocada de una determinada enfermedad, ese diagnóstico erróneo se puede transformar en una bola de nieve tan potente que arrasa incluso con la capacidad de valorar algunos signos o síntomas incongruentes con la supuesta afección. Cuando todas las piezas del rompecabezas clínico no encajan entre sí, a veces uno corre algunas piezas "anómalas" a un lado y no les presta más atención, admite Jerome Groopman, profesor de Medicina en la Universidad de Harvard y autor del libro How Doctors Think (Cómo piensan los doctores). El tiempo perdido puede ser precioso.

El ciclista Lance Armstrong, múltiple ganador del Tour de Francia, siempre se echa la culpa. Dice que el diagnóstico de un cáncer de testículo en 1996 se demoró por haber ignorado o tolerado demasiado tiempo el dolor y el malestar. Cuando, al final, tosió algo de sangre y los médicos descubrieron el tumor, el foco maligno ya había hecho metástasis a abdomen y pulmón.

 

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