Por Diana Cohen Agrest | 13 ABR 11

La sociedad medicalizada

Los servicios de salud en la era del consumo.

A partir de los inicios de los años 70, el afianzamiento de los derechos sociales alentó el nacimiento de la medicina social. Y una década más tarde nació el movimiento de los derechos del paciente, cuando se abandonó el modelo paternalista que había reinado desde Hipócrates, en cuyo marco el médico no sólo aportaba su saber técnico y su experiencia profesional sino también era el responsable de las elecciones que hacen a la vida, a los sistemas de creencias y a los valores de sus pacientes.

Con el tiempo, esa relación originaria de cuidado se trasmutó en un vínculo reflejado acabadamente en la retórica médica usual en inglés, lengua donde no se usa tanto el término "paciente" -con su connotación que remite a una semántica de renuncia y sometimiento- sino "cliente". Pero esta expresión remite al universo corporativo-empresarial, y lejos de ser la resultante de un vuelco discursivo casual, ella anticipó un nuevo tipo de relación médico-paciente. Porque a poco de nacer, los derechos del paciente se unirían en un matrimonio de conveniencia con los derechos del consumidor, abocados a la demanda de bienes y servicios.

En el ámbito sanitario, esta demanda es la respuesta social a un progreso biomédico que, según se cree, legitimaría un sinfín de exigencias de los pacientes ante profesionales incapaces de satisfacerlas. Porque la demanda creciente de servicios y productos se funda, en verdad, en una falacia: en el imaginario del paciente, querer es poder. El querer es el querer del paciente, pero el poder continúa siendo depositado en el médico, de quien se espera que cumpla el deseo del paciente. Pero en esa tensión ya no se juegan los derechos del paciente sino el querer del consumidor que, por su índole misma, detenta el derecho a reclamar indiscriminadamente todo tipo de tratamientos, desde recomendaciones nutricionales hasta terapias alternativas carentes de evidencia científica. Este empoderamiento del paciente, de más está decirlo, se cimienta en los altísimos costos que paga a su obra social, a su prepaga, a su seguro médico o en impuestos, lo que condujo, entre otras causas, a una mercantilización de la medicina.

La medicina como negocio se cimienta en cierta patologización de la vida que se vale de innovaciones biotecnológicas -que en sí mismas son un logro-, pero que son cuestionables cuando, en nombre de la salud y el bienestar humano, son presentadas marketineramente con el objetivo de incrementar la demanda del servicio o producto. Y tal como se hace cuando se vende desde un auto hasta un masajeador, se intenta posicionar un tratamiento en el imaginario del consumidor. Si pensamos en el llamado "turismo médico" (desde el turismo de trasplante hasta el reproductivo o estético), los "paquetes" ofrecidos incluyen tratamiento, estadía y hasta promociones turísticas que le añaden un plus a un tratamiento desde una mirada banalizante que abusa de todo lo que se juega en el deseo de la cura o hasta del verse mejor.

Pero, además, como se trata de extender las estrategias de mercado de la sociedad de consumo, se inventan pseudoenfermedades. En A la escucha del cuerpo , Ivonne Bordelois señala este fenómeno en expansión: la acuñación de enfermedades que, en una recreación constante, sin solución de continuidad, sirven a la invención artificiosa de nichos de consumo que aspiran a satisfacer las demandas de un mercado generado por los mismos laboratorios que lanzan los productos para tratar esas presuntas patologías. Y dado que son profusamente difundidos a través de campañas publicitarias dirigidas al segmento ABC1, el profesional idóneo debe desmitificar esa parafernalia mediática. Pero su misión va mucho más allá.

Pues el médico puede servirse pero también debe lidiar con un "ciberpaciente omnisciente" que indaga en la Red su propio diagnóstico y hasta sus alternativas terapéuticas. Esta situación inédita en la historia de la medicina podría sintetizarse en una suerte de segunda falacia complementaria de aquella que asimilaba el querer al poder: según este nuevo equívoco, saber es querer. Saber de la existencia de un determinado tratamiento, una novedosa tecnología biomédica o de nuevas drogas, implica el quererlos. Y en una cultura donde todo tiene precio, ese querer confiere un derecho a reclamar ese tratamiento, esa tecnología biomédica o esas nuevas drogas, no siempre disponibles o no siempre los indicados para tratar la enfermedad en cuestión.

 

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