¿Existe el amor eterno? | 28 ENE 11

Amores eternos en tiempos veloces

El amor en tiempos de alta velocidad.

Por Manuel Cruz

Permítanme que empiece por una confidencia (de baja intensidad, pero confidencia al fin). No deja de sorprenderme, cuando me veo requerido a hablar acerca del amor en foros de diverso tipo (cursos universitarios, conferencias, entrevistas), la naturaleza de las cuestiones que mis interlocutores (estudiantes, asistentes al acto, periodistas) me suelen plantear. Son preguntas con un denominador común o, si se prefiere decirlo de otra manera, con una sensibilidad compartida: en todas ellas parece subyacer una preocupación de fondo acerca de la vigencia actual y el hipotético futuro del amor.

"¿Existe el amor eterno?", "¿el amor ha permanecido igual desde siempre?", "¿tiene sentido hablar del hombre o la mujer de tu vida?" Se diría que regresan los interrogantes clásicos, esenciales, inamovibles, pero atravesados de una inequívoca inquietud que, a su vez, podría formularse con una nueva pregunta: "¿No habrá pasado ya definitivamente el tiempo de todo esto?". Pero obsérvese que quien formula con inquietud semejante pregunta lo hace porque, en mayor o menor grado, todavía se siente en el tiempo antiguo, en la forma anterior -que tiende a ver amenazada- de entender el amor.

En efecto, en ocasiones la gente experimenta, a pesar de los profundos cambios culturales que se han producido en nuestras sociedades y que la hacen sentir levemente anacrónica o pasada de moda, la inequívoca sensación de que una determinada persona -y sólo ella- es su pareja inevitable, necesaria, esto es, el hombre o la mujer de su vida. ¿Hemos de considerar que esa sensación, por intensa que sea, carece en realidad de sentido, y que la única explicación para su persistencia es la presencia residual de las viejas ideologías del pasado en el imaginario colectivo? Entiendo que no forzosamente. Quizá la introducción de un ejemplo de diferente naturaleza sirva para clarificar lo que pretendo decir. Una mirada retrospectiva mínimamente lúcida constata la distancia que nos separa de determinadas decisiones juveniles en las que, al parecer, permanecemos o, si se quiere decir de otra manera, resultaron exitosas. Más en concreto, cuando reconstruimos verazmente las razones por las que decidimos cursar determinados estudios, constatamos que nuestras lejanas expectativas iniciales (de ordinario, francamente mitificadoras) apenas guardan relación con lo que hoy pensamos acerca de esos estudios y de la actividad profesional que facilitan. Sin embargo, no por ello se nos ocurrió abandonar la profesión ni el saber que le corresponde.

Lejos de mi ánimo, pues, sumarme a la propuesta, por lo demás tan a la orden del día, de reemplazar la vieja y polvorienta noción de un amor predestinado, inexorable, fatal (manifestado nítidamente en la expresión "la media naranja") por el posmoderno concepto de un amor que caduca, volátil y efímero (reflejado en la reformulada expresión "el hombre o la mujer? de este momento de mi vida"). Hay una tercera opción, y es la de reemplazar la idea de los amores necesarios por la de los amores que se nos hacen necesarios, en la medida en que una determinada persona se nos puede convertir en imprescindible. Pero se convierte, en todo caso, a lo largo de un proceso que está en nuestras manos, cuya suerte, por tanto, depende en una enorme medida de nosotros.

No se trata, entonces, de sustituir el destino por el azar, sino por la tarea. La sustitución no resuelve como por arte de magia las dificultades planteadas (más bien al contrario), pero tal vez nos ayude a comprender mejor su auténtica naturaleza. En efecto, introducir la idea de tarea en medio de este razonamiento implica, en gran medida, deslizar la tesis de que nos corresponde una responsabilidad en la deriva que pueda tomar la experiencia amorosa. Responsabilidad que iría mucho más allá de reconocer que hemos tropezado con el verdadero amor, y de dar el paso inicial de embarcarnos con él en la travesía de un incierto futuro. Porque es a lo largo de esa travesía, mucho más que en los momentos inaugurales, cuando se van haciendo visibles las determinaciones más profundas del amor.

 

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