El hombre que perdió los colores | 21 DIC 10

Un día en la vida de Santiago Morrone

Es ciego desde los 9 años, pero trabaja, corre, va al cine, a la cancha y mantiene a su familia.

Por Pablo Perantuono

A las 6 de la mañana, Santiago Morrone se sube al 165 en Lomas y sale hacia su trabajo. Es el primero de los seis colectivos que toma cada día, solo, con la ayuda de un bastón y de su audacia. Se sienta y se calza auriculares para escuchar radio. Va en el asiento de adelante, con la ventanilla abierta. La luz matinal de diciembre –amarilla, pesada– baña sus ojos. La claridad y el silencio de la hora le dan a ese instante una imprecisa sensación de bienestar.

Pero para Santiago, la luz no tiene nada de especial.

No es correcto decir que para él el día es oscuro, porque no lo es. No es correcto decir, como se ha dicho por ahí cuando se ensaya sobre la ceguera, que vive en una noche eterna. Simplemente vive en un lugar que no tiene color, que no tiene nombre. Santiago, de 47 años, es ciego desde los 9, cuando tras varias operaciones sus ojos se apagaron para siempre.

“Es difícil de explicar, pero no es verdad que veo oscuro”, aclara. “La gente tiene una fantasía de que todo es negro para mí, pero no lo es . No hay nada de nada. No hay color”.

Santiago baja en Pompeya, saluda a un diariero, cruza una calle y, decidido, encara la parada del 15, su próximo bondi a Centenario. Chequea la hora, son las 7. Antes de las 8 tiene que estar en el trabajo. Pompeya, a esa hora, ofrece su locura conurbana: el proletariado, en bloque, se mueve con urgencia y desencanto. Santiago avanza entre la gente como un cachorro en la jungla. Es conmovedor verlo hacer equilibrio – no hay horizonte, no tiene punto de referencia – entre la muchedumbre. Son miles que parecen ciegos: lo chocan, lo apuran, lo pasan, se queda. “La parada es acá”, avisa. Se sube al 15 y también se sienta adelante, esta vez gracias a la intervención del chofer, que reclama el lugar a un pasajero. “Por lo general me lo dan. Si no, alguno lo pide”.

Ni en sueños El 15 colapsa de gente, pero Santiago permanece indiferente al hacinamiento. Está hundido en su galaxia. Como cuando sueña, él no ordena sus pensamientos de acuerdo a las imágenes.

“En los sueños tampoco veo.

Los sueños vienen de la mente, de la información que recibe. Y si mi mente no registra la vista, ¿cómo voy a soñar que sí veo?”, se pregunta. Minutos después –a la altura de Caballito–, habla por teléfono con su mujer, Gladys, su pareja desde hace 13 años. Se conocieron hace 22 y son padres de Ignacio, un rubiecito de 6 años cuya foto sonríe desde el celular de Santiago. A excepción de un leve astigmatismo, Ignacio tiene una salud de hierro. En su momento, el temor a una ceguera fue un fantasma recurrente. No hubo nada de eso. “Es lo mejor que tengo”, dirá el padre después.

Con maniobras de montaña rusa, el 15 tarda media hora en llegar. La última curva, un brusco giro a la izquierda, le indica a Santiago que su parada es la próxima. Eso y los cambios de textura del asfalto –el sonido de las ruedas deslizándose en él– son las señales que usa para ubicarse. Se baja en Parque Centenario y encara la calle. El bastón es su antena y su refugio: el ruido o la textura de lo que toca le indica qué hacer, si avanzar, si correrse o si, en caso de que aparezca un vacío inesperado, esperar ayuda.

Esperar ayuda significa estar a merced del destino.

Detenerse –otra vez parece un cachorro– y aguardar que una voz, cualquiera, se acerque y diga: “por acá”. Buenos Aires, aun con su desquicio, las ofrece todo el tiempo.

Son tres cuadras hasta el trabajo, un camino que recorre a diario. En la primera, una moto mal estacionada en la vereda por poco lo hace caer. En la segunda, un edificio en obra lo desubica un poco y en la tercera –en el cruce– un auto detenido y en marcha lo hace dudar. La referencia para cruzar la calle son los motores de los coches. Cuando alrededor no suena nada, es momento de avanzar. Cuando el rumor se acerca, es mejor esperar la llegada de un peatón gentil que oficie de guía. Los hay. Por lo general son hombres.

 

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