La verdad y otras mentiras | 24 JUN 09

Las dos mitades de la doctora Inés

Cuerpos y sombras de una mujer dividida.
Fuente: IntraMed 

-“Mi hijo, como la mayoría de los niños, era impetuoso, impaciente, incapaz de saborear lentamente las delicias de las fresas y prolongar el placer de degustarlas. Se zampaba su plato en un instante y entonces fijaba su mirada codiciosa en el mío, que estaba todavía lleno. Cada vez que ocurría eso, yo le daba mis fresas. Y ¿sabes qué?, recuerdo que aquellas fresas me sabían mejor en su boca que en la mía”. Abraham Maslow. Citado por Zygmunt Bauman en “El arte de la vida”, Paidos, 2009

A veces pienso que sólo yo las veo. Como si fuese la única persona sensible a un fenómeno que los demás no perciben. O tal vez todos las ven pero nadie lo dice. No sé, no estoy seguro. Es algo tan contundente que me niego a creer que no sea real.

Esta mañana por ejemplo. Inés llegó muy temprano a la sala del hospital. Precedida por el ruido enérgico de sus pasos retumbando en el pasillo apreció su figura detrás de la puerta. Erguida, los hombros simétricos y la cabeza con una discreta elevación del mentón. El cabello tenso peinado hacia atrás sujeto por una hebilla enorme con forma de mariposa. Desafiante. Envuelta por un atmósfera propia saturada de Carolina Herrera 212 en niveles tóxicos. Se detuvo. Me miró. Esperaba que yo hiciera algo que para ella resultaba evidente pero que yo ni siquiera imaginaba.

-¿Vamos a ver a los pacientes o pensás quedarte toda la mañana mirándome como un idiota?

- No, claro… Veamos a los pacientes. Es que a veces no entiendo tus silencios.

Nos detenemos ante la cama de cada enfermo. Ella escucha mi presentación, mira los estudios, lo examina. Es amable y cordial. Responde con inteligencia incluso a lo que las personas no se atreven a preguntar. Hace diagnósticos y recomendaciones. No duda, nunca duda. Fundamenta lo que dice con una racionalidad perfecta y con argumentos sólidos. Escucha a los demás pero sólo como un gesto de buena educación. Planifica las tareas de la jornada. Distribuye el trabajo y nos cita al mediodía para una clase.

Cuando sale la sigo a poca distancia. Camina contra el reflejo del sol atravesando las ventanas. Hace apenas dos o tres metros y entonces aparece. Pegada a su espalda. Separada por unos pocos centímetros de ella, la otra Inés sigue sus pasos. Parece igual, pero es distinta. Un clon que duplica su silueta pero que no reproduce su actitud. Camina con pasos cortos y desarticulados. Los hombros caídos y la cabeza sumergida en el tórax como si no tuviese cuello. Su cuerpo se deja atravesar por la luz y una multitud de finas partículas de polvo suspendidas en el aire como si estuviese hecha de sombras. Inmaterial.  Se distrae por un instante mirando las copas de los árboles detrás de los vidrios pero advierte que su otra mitad se aleja y corre hasta alcanzarla. El cabello suelto se agita con cada uno de sus pasos vacilantes. Estira un brazo y despeja con la mano un mechón de pelo que le tapa el ojo derecho.  Entre la boca y las cejas se dibujan los trazos de una expresión compleja. Como si el cuerpo se hubiese despertado pero su cabeza permaneciera atrapada en el interior de una pesadilla. Parece un ángel exhausto. Una niña agobiada por un mundo que no comprende. Mira hacia la mujer que marcha delante suyo como si fuese una extraña. Alguien a quien debería conocer pero que no recuerda quién es. No sabe por qué, pero la sigue como un perro fiel a un amo altivo e indiferente.

La primera Inés se detiene frente al ascensor y oprime el botón de llamada. Espera mirándose los zapatos negros sobre sus pies pequeños. La otra la ronda en círculos perfectos. Cuando pasa delante de su cara debe aplastar la espalda contra la pared para atravesar el estrecho espacio que media entre ella y su doble. Se detiene un instante y se miran a los ojos. Pero la otra no se inmuta.  Entonces camina en zigzag a toda velocidad agitando los brazos como si algo urgente estuviese por suceder y no pudiera detenerlo.  No encuentro otra forma de describirlo. Es como si estuviese a punto de orinarse o de levantar vuelo. Se aleja algunos metros hacia atrás y corre en dirección a la espalda de su otra mitad. No se detiene. Pienso que el impacto será brutal. Me asusto. Pero sobre el cuerpo de la Inés que espera el ascensor apenas percibo un movimiento delicado. Un trémulo estremecimiento. Una brisa que ingresa en ella y se acomoda en su interior. Sus vértebras se encorvan, la cabeza desciende sobre el cuello, los hombros quiebran la postura de soldado y se abandonan a la gravedad cayendo sobre los brazos. Ahora es la otra Inés quien espera el ascensor. Abatida, agobiada. Ha tomado posesión de su cuerpo.

La primera asoma dese algún punto como si saliera desde una caja donde la tuviesen guardada y plegada sobre sí misma. Primero es apenas un humo denso que luego cobra forma como el genio de Aladino. Se estira, recompone su postura y recobra su actitud enérgica. Se transforma en una sombra erguida a pocos centímetros de la abrumada mujer que tomó su lugar.

Corro y me ubico al lado de las dos mitades de Inés. Llega el ascensor y subo con ellas. La mujer imperativa que hace un rato recorrió la sala conmigo permanece como un espectro apoyado sobre un fondo metálico repleto de grafittis y manchas de dudosa procedencia. La otra se deja llevar con la mirada fija en el piso. Pongo mi mano sobre su hombro para decirle con los dedos lo que ella ya sabe.

- Acá estoy Inés. Parece que hoy estás algo triste.

Apoya su mano sobre la mía sin darse vuelta. Ambos confirmamos nuestras presencias con las palabras y con los cuerpos. Estamos allí, por si nos necesitamos. Bajamos del ascensor y nos sentamos sobre los bancos de madera de una sala de espera vacía. La otra nos sigue.

- ¿Sabés? Esta mañana, antes de venir al hospital, dejé a Melina con mamá. Aún dormía y regurgitaba leche cuando me despedí de ella acomodándole una manta sobe los brazos de mi vieja. Luego llevé a Franco al jardín. La maestra lo recibió con un beso y se lo llevó de la mano. Me quedé mirándolos alejarse a través de la puerta de vidrio. Él tiene que haber sentido la presión de mi mirada, estoy segura. Entonces se soltó de la mano de la maestra y corrió hasta la puerta. Sabía que yo estaba allí, ¡te juro que lo sabía! Nos miramos. Apoyamos nuestras manos abiertas  a través del vidrio, palma contra palma. Yo lloré. Pero él no. Nos separamos. Una mancha espesa con nuestras manos dibujadas quedó sobre el vidrio durante un rato. La mía enorme como una casa y la suya pequeña acurrucada allí adentro. Seguí llorando mientras conducía hasta el hospital. Como una idiota. Como un criminal que se arrepiente de lo que acaba de hacer.  Pero que ya no tiene remedio.

No es ninguna novedad. Cuando la sombra derrotada de Inés se hace cuerpo y desplaza a la enérgica mujer que conozco, yo sé que hablará de esto. De la doble condición de madre y médica que no puede conciliar. De la puja entre esas dos personas que no logran convivir en paz. Mientras intento consolarla la otra permanece de pie pegada a la pared. Inmutable a las emociones que por allí circulan, espera su turno como si nada sucediese.

- Ellos estarán muy bien. No te preocupes.

- ¿Ellos? Es posible, pero la que está muy mal soy yo.

Conozco el guión de todo cuanto ocurrirá en los próximos minutos. Permanezco a su lado como un gesto de afecto y de inútil solidaridad. Ella avanza sobre las mismas escenas repetidas y yo –mentalmente- tildo en el guión las etapas sucesivas a medida que aparecen.

- Es terrible. Cuando me quedo en casa con ellos porque alguno tiene fiebre siento que no estoy en el hospital que es donde debería estar. Pienso en el modo en que mi carrera se retrasa o se detiene para siempre mientras preparo mamaderas o  cuento  gotitas de Ibuprofeno. Apenas logro que se duerman corro al baño, me encierro. Necesito estar sola, a salvo de esa demanda interminable. ¿Y sabés qué hago? Cierro la puerta y lloro porque me doy cuenta de que soy una egoísta pero no puedo evitarlo. Sí, lloro como una idiota, como un criminal que se arrepiente de lo que acaba de hacer.  Pero que ya no tiene remedio.

La arrastro hasta la sala de médicos. Caliento agua. Preparo un café con todo esmero. Revuelvo una mezcla de azúcar, café y leche en polvo durante algunos minutos. Se forma una pasta semilíquida y grumosa. Completo la taza con agua caliente. Extiendo mi brazo y ella la toma. Ahora me dirá que es espantoso, que no entiende cómo sigo siendo incapaz de hacer un café decente después de tantos años. Luego se pondrá de pie y me abrazará fuerte. Me dirá gracias y vendrá la parte en que se preguntará: ¿quién soy? Sigo tachando escenas en mi guión.

- ¡Esto es horrible! Nunca vas a aprender a hacer café. No puedo creerlo.

Me abraza fuerte. El olor a café atenúa la toxicidad del Carolina Herrera 212 que lo inunda todo. Humaniza un poco ese olor tan penetrante y artificial. Nunca he entendido porque las mujeres no nos permiten disfrutar del olor a ellas mismas.

- ¿Sabés qué me estoy preguntando?

- No, no tengo ni idea.

- ¿Quién soy yo? ¿La doctora con una carrera en ascenso o la madre con dos niños que la reclaman pero a los que cada mañana abandona en manos de extraños?

- No sé, tal vez sean dos mitades de la misma persona.

- ¡No seas tonto! Nadie puede tener dos mitades incompatibles, antagónicas. Nunca podrían integrarse en una persona sana.

- Es posible. Sí, sí, claro. Ahora que lo mencionás…

No quiero contradecirla. Puedo comprenderla. Pero nada de lo que sucede le resulta claro a mi bárbara mentalidad de mono. Su inestabilidad, su frágil equilibrio. Quisiera retenerla pero apenas lo pienso aparece la otra. La alternancia permanente entre sus dos mitades lo hace imposible. Es como llevar agua en el cuenco de la mano. Pero quiero estar allí. Acompañarla. Siento que debo hacerlo.

 

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