La verdad y otras mentiras | 25 FEB 09

"Las Guerras Médicas" VIII

¡Hey Bobby Marley!
Fuente: IntraMed 

Desde el momento en que los epidemiólogos se quitaron sus barbijos se transformaron en nuestros semejantes. Sólo entonces la palabra tuvo un lugar como vehículo del entendimiento y dejó de funcionar como un arma mortífera. El gesto de descubrirse fue también el símbolo que disolvió aquello que hasta ese momento nos separaba. Ahora habían modificado su identidad. Mirándonos a las caras nos vimos iguales por primera vez durante esa absurda mañana.

Virchow nos informó que sería preciso cumplir con algunos pasos que, aunque formaran parte de una gran simulación, deberían concretarse para que las cosas terminen del modo menos traumático posible para todos. Nuestro encierro iba a prolongarse al menos durante otras 24 hs con fuertes posibilidades de que, tampoco ese tiempo, resultara suficiente. Estaba previsto evacuar del hospital a una cantidad de enfermos internados por lo que nuestro trabajo se reduciría sensiblemente. También sería necesario que los investigadores se pusieran al tanto de las historias de los tres compañeros fallecidos ya que a partir de ellas justificarían las acciones a tomar en sus informes finales. Decidimos que nos encontraríamos a la hora del almuerzo para conversar acerca de estos temas. Mientras tanto, ellos completarían la recolección de las muestras para cultivos de los distintos ambientes del edificio y nosotros nos íbamos a ocupar de clasificar a los pacientes internados para su eventual evacuación. Nos despedimos con una cordialidad que hasta pocos minutos atrás parecía imposible de lograr.

La ansiedad por recibir noticias era tan generalizada que nuestra salida de la oficina de la dirección generó un tumulto de proporciones. Fuimos rodeados por decenas de nuestros compañeros ávidos por conocer de qué modo continuarían los hechos. El desorden hizo imposible cualquier intento de comunicación razonable. Goldenstein subió hasta el descanso de la escalera y, desde allí, se hizo oír. Propuso que nos desplazáramos hacia el auditorio de la biblioteca para recibir un informe de la situación y acordar los próximos pasos a seguir.

El ingreso al salón fue lento. Muchas personas se demoraron en pequeños grupos conversando o compartiendo teléfonos celulares para comunicarse con sus familias. Una vez sentados circularon de mano en mano termos con bebidas calientes y mate. Algunos pacientes y sus familias espiaban desde la puerta sin animarse a entrar a un ámbito que suponían exclusivo para quienes eran empleados del hospital. En el frente, un pizarrón verde de grandes dimensiones colgaba de manera asimétrica de la pared. Sobre esa superficie sucia sobrevivían restos de antiguas clases. El dibujo de un electrocardiograma trazado con precisión admirable pero borrado en más de la mitad de su contorno, un cuadro que mostraba las distintas vías de acceso venoso, el nombre de algunos antibióticos y su dosificación pediátrica en mg x kg de peso, una leyenda escrita de forma vertical que decía “Boca manda” y en el borde superior –a una altura que superaba la de una persona normal con el brazo extendido- una frase incompleta: “Gallega, contale a tu marido lo que hacés en el consultorio 106 con el Dr….”.  Mientras mis compañeros se instalaban en las sillas y acomodaban los micrófonos me senté sobre el piso en el fondo del salón. Eduardo me empujó al pasar a mi lado indicándome que los acompañe. No lo hice. No tenía ningún interés en participar de aquel informe. Más bien comenzaba a sentir un aburrimiento considerable. Goldenstein tomó el micrófono. Durante algunos segundos permaneció de pié, en silencio, mirando hacia las personas que se asomaban a través de la puerta. Elevó su brazo derecho flexionado y luego lo bajó muy despacio extendiéndolo con la palma hacia arriba invitándolos a ingresar. El gesto fue perfecto. La velocidad con que dejó caer su brazo acompañado de una leve inclinación de la cabeza. La ausencia de palabras que ubicaba a esa parte de su cuerpo en el centro de la escena como a una marioneta que él manejaba con una precisión exquisita. Otra vez Goldenstein actuaba su papel y disfrutaba del modo en que lo estaba haciendo. Actuaba para sí mismo. Para confirmarse que él estaba allí haciendo lo que se esperaba que hiciese. Cumpliendo con un mandato que le llegaba desde el fondo de los tiempos y acerca del cual no tenía ninguna clase de incertidumbre.

-¡Adelante! Tomen asiento. Ustedes están involucrados en esto tanto o más que nosotros y tienen los mismos derechos a recibir información.

Unas diez personas, hombres y mujeres, ingresaron con timidez y se acomodaron en los espacios libres. Algunos agradecían, otros intentaban escapar lo antes posible del foco de todas las miradas que parecían sentir como un fuego sobre la piel. A través de las ventanas dos o tres camarógrafos se esforzaban por obtener imágenes de lo que allí sucedía. Eduardo se puso de pié y corrió las cortinas una a una hasta que la sala quedó iluminada sólo por los tubos fluorescentes distribuidos sobre el techo. Imaginé los pasillos desiertos, el silencio y hasta el eco de mis propios pasos caminado por ellos mientras casi todas las personas permanecían en la biblioteca y no pude evitar el deseo imperioso de salir. Lo hice sin que casi nadie lo advirtiera. Me resultó muy raro recorrer esos lugares a una hora en la que habitualmente se encontraban repletos de personas y de sonidos, en completo silencio y sin cruzarme con nadie. Tuve la impresión de que me encontraba haciendo alguna de mis recorridas nocturnas pero a plena luz del día. Una más de las extrañas sensaciones que venía sintiendo desde hacía más de 24 hs. Pensé que casi todo lo que ocurría estaba teñido por la atmósfera fantástica de los sueños, pero que era completamente real. Esa contradicción lo hacía todo más exótico aún.

 

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