Escepticemia, por Gonzalo Casino | 04 FEB 09

Control emocional

Sobre la represión de las emociones en el trabajo y su impacto en la salud.

Sonreír por obligación puede perjudicar la salud. Esta afirmación parece chocar frontalmente con la valoración social de la sonrisa, considerada poco menos que un elixir para quien la ofrece y quien la recibe. Su elevada reputación en el mundo laboral se debe a la creencia, sobradamente contrastada por la experiencia, de que las muestras de simpatía son siempre bien recibidas por los clientes y, por tanto, facilitan la buena marcha del negocio. Tanto es así que a muchas personas que trabajan en contacto directo con el público, desde las azafatas a los recepcionistas de hotel, se les llega a exigir que exhiban una sonrisa permanente en su cara. Incluso a los operadores telefónicos, aunque no dan la cara, se les reclama que esa misma sonrisa fluya por su voz. Esta exigencia, como muestran algunos estudios, puede ser emocionalmente agotadora, estresante y hasta nociva para la salud.
 
Nuestra cultura nos enseña desde pequeños a reprimir ciertas emociones en público y a mostrar sólo aquellas que son socialmente oportunas. Por más que las propias emociones no sean coherentes con el entorno, en una fiesta no suelen ser bien recibidas las caras largas, ni en un entierro, las muestras de alegría. Esta imposición social de autocontrol emocional es especialmente patente en el entorno laboral, donde transcurre buena parte de la jornada y donde el enmascaramiento de las propias emociones puede resultar beneficioso (a nadie se le ocurre, por ejemplo, revelar a su jefe o a un cliente las emociones negativas que le suscita). Así como a un juez se le supone que ha de poner cara de juez y no exteriorizar sus emociones, de un médico se espera que sea compasivo y que no muestre su posible antipatía hacia el paciente. La expresión de las emociones sin un filtro social es irreconciliable con la vida en sociedad, como ya advirtió Sigmund Freud. Sin embargo, diversos estudios han apuntado que un férreo control emocional también tiene un precio: las personas que reprimen en exceso sus emociones tardan más en resolver las tareas intelectuales, memorizan peor sus vivencias, resultan menos simpáticas, tienen amistades menos íntimas, suelen ser más pesimistas, tienen un peor concepto de sí mismas y, a la postre, tienen peor salud.
 
Quizá por eso nuestra cultura nos anima también a exteriorizar nuestras emociones, a no rumiar dentro los sentimientos negativos, para aliviar así tensiones y evitar somatizaciones. El problema es cómo conciliar los opuestos, cómo conciliar la necesidad de sacar fuera las emociones negativas y a la vez mantener un adecuado filtro social. Cada persona es, en este sentido, diferente, del mismo modo que lo son las exigencias emocionales de los distintos trabajos. Todo o casi todo se puede aprender en el teatro de la vida, pero la cuestión es que el trabajo de cada cual se adapte lo más posible a su personalidad emocional, para que pueda sentirse dueño de sus emociones y a la vez adecuarse lo mejor posible a las exigencias de cada papel.

 

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