Dr. Julio Sotelo Morales (México) | 14 ENE 09

El médico general en la medicina del futuro

Los orígenes y el futuro de una profesión en crisis. Reflexiones de un ilustre médico mexicano que nos involucran a todos.
Autor/a: Dr. Julio Sotelo 
INDICE:  1. Biografía | 2. Biografía
Biografía

Señor Presidente de la Republica, señor presidente de la Academia Nacional de Medicina, distinguidas autoridades de las instancias de salud, investigación y enseñanza superior más importantes de nuestro país, señores académicos, señoras y señores.

Ser invitado a participar en la Conferencia Ignacio Chávez es un gran honor que debo no a mis méritos sino a la generosa disposición de la Mesa Directiva de la Academia Nacional de Medicina. En esta tribuna, donde desde hace 140 años se reúne lo mejor del talento médico mexicano convoco a los grandes médicos que nos precedieron, principalmente al Maestro Ignacio Chávez, a que me presten algo de su inspiración para que esta noche, diga yo, en su memoria, algo que tenga alguna relevancia para los múltiples pendientes que agobian a la medicina de nuestros días.

Siendo muchos los beneficios que la ciencia y la tecnología han aportado al bienestar humano, es en la medicina, con mucho, donde ha cristalizado el mejor de todos y esto, no es una propuesta pretenciosa sino un hecho contundente. En buena parte, la medicina ha sido el vector de que ahora el ser humano moderno, por primera vez en su devenir de 40,000 años viva dos vidas. Esto, que es ya parte de nuestra cotidianeidad ha ocurrido sigilosamente, sin mayores aspavientos, prácticamente sin darnos cuenta, sin siquiera ser noticia efímera de periódico; si todavía mantuvieramos la capacidad de la perplejidad, -que el hombre moderno ha perdido irremisiblemente-, celebraríamos interminablemente el hecho de que han ocurrido cosas tan importantes para la vida y la salud del ser humano. Pienso que si esto hubiera sucedido en el siglo XVIII todos los días nos despertaríamos hablando de ello con gran sorpresa y asombro indefinibles; pero le ocurrio al hombre del siglo XX que ha mermado progresivamente su capacidad de impresionarse y sólo ha incorporado los beneficios que la medicina moderna le ha traído como una más de sus muchas realidades, para sumar a su habitual bagage cotidiano sus nuevas y espléndidas circunstancias vitales y de salud. Hace sólo 100 años el promedio de vida al nacer era cercano a los 35 años, así era y así había sido a lo largo de los siglos, sin grandes diferencias geográficas, ni sociales ni siquiera económicas, elemento que es ahora el motor de casi todas nuestras acciones. Estas cifras, de una expectativa promedio de supervivencia que alcanzaba sólo hasta etapas tempranas de la edad adulta, aplicaban en forma similar desde a los reyes y soberanos hasta sus súbditos, más o menos igual entre ricos y cultos que entre pobres e ignorantes. Y es que la medicina, por sí misma casi no curaba nada, un simple dolor de cabeza era un desafío sin solución contundente, ya no digamos todas las demás enfermedades. Históricamente, llegar a viejo era un privilegio reservado a unos cuantos. Ahora, cualquier niño que nació el día de hoy, a excepción de lugares muy desprotegidos, tiene la razonable aspiración a vivir una larga vida y a morir de viejo, es decir, en promedio va a vivir dos vidas, la que le tocaba como miembro de la familia de primates homo-sapiens sapiens con un promedio ecológico de 35 años y la que le toca ahora de 35 años adicionales sólo por el hecho de haber nacido en estos nuestros tiempos prodigiosos en donde el talento, la imaginación y el método científico aplicados a la investigación biomédica han revelado misterios y creado un portentoso armamentario de conocimientos que en su aplicación más generosa, que es en las ciencias de la vida, le han obsequiado al ser humano la maravilla de contender exitosamente con múltiples vicisitudes que eran habitual causa de enfermedad, sufrimiento y muerte temprana. Todas ellas presentes y asechando prácticamente desde el nacimiento.

La medicina moderna ha rendido cuentas que van más, mucho más allá de lo esperado o calculado hace apenas unas cuantas decenas de años. Quien sabe cuanto dinero se ha invertido en investigación biomédica, pero lo que se haya invertido es poco, muy poco para los dividentos obtenidos. Ningún otro oficio, ninguna otra profesión ha traducido sus afanes a términos tan contundentes, tan valiosos, tan apreciados, tan objetivos, como la extensión de la vida misma hasta límites que no requieren mayor explicación que la simple suma de dos dígitos. Ahora pensamos, y con buenos fundamentos, que con un esfuerzo científico adicional podremos, en un plazo razonable, llegar a sumar tres dígitos, es decir, alargar la expectativa de sobrevida saludable a una cifra cercana a los 100 años. La investigación científica, fuente de estos portentos, posiblemente lo alcanzaremos a ver en nuestro propio periodo vital.

En esta señorial tribuna, desde el siglo XIX se han analizado todos los avances y se han discutido apasionademente todos los momentos fascinates que ha vivido la medicina contemporánea al crear, durante su época de oro a través del siglo XX un nuevo panorama. Casi cada semana, desde hace una centena de años, en las tradicionales sesiones de la Academia de los miércoles nos sorprendemos y entusiasmamos con los avances científicos que aquí se discuten y rápidamente se incorporan al al práctica clínica para hecernos cada vez más competentes.

Sirva lo dicho para ponderar, sin falsas presunciones la espléndida labor que la medicina moderna ha realizado. Pero la intención de mi intervención esta noche no es de manera alguna alimentar la soberbia y la autocomplacencia. Nada más lejano a mi intención, que servir de heraldo y convocar triunfalismo en una profesión donde todo triunfo es pasajero y la muerte y el sufrimiento siguen teniendo la última palabra. El reconocimiento de los logros indiscutibles de la medicina moderna debe, creo yo, servir de fortaleza inicial para que, con una buena dosis de humildad, -cualidad que no se nos da a los médicos frecuentemente- analizamos los complicados panoramas que ahora tenemos que enfrentar. Estos panoramas desafían a la estructura e imagen misma de nuestra profesión ante la sociedad y demandan, como siempre, lo mejor de nuestro talento.

A principios del siglo pasado se inició, como era de esperarse a partir de la multiplicación del conocimiento científico, una necesaria división de labores y el nacimiento de las especialidades médicas fue una consecuencia natural de la introducción impetuosa de la investigación científica en una profesión legendariamente parsimoniosa, humanista, afectuosa, holística, pragmática y también, hasta estos días, profundamente ineficiente. Debemos reconocer que hasta el siglo XIX en el mejor de los casos el médico sólo consolaba y acompañaba al enfermo y le ofrecía, en sus mejores intervenciones, la psicoterapia y el placebo. Ambas, hasta nuestros días no son armas terapéuticas menores y siguen siendo fuente de éxitos médicos; pero hay que recordar que no había analgésicos, antibióticos, sedantes, antidepresivos, vacunas, transplantes, laboratorios, estudios de imagen. Para no alargar la lista, no había ni los más elementales recursos que ahora usamos cotidianamente. Repito, sólo había psicoterapia y placebo; aunados a otras terapias efectivas, pero subjetivas, como son atención, afecto, buenos modos, imagen de sapiencia, trato gentil y cobros modestos. El médico transportaba en su pequeño maletín todo su armamentario diagnóstico y terapéutico. El mismo médico atendía a su paciente desde el nacimiento hasta su muerte con la misma terapéutica, que tenía pocos elementos y mucha presencia personal, casualmente ahora es al revés, tenemos muchos elementos y poca presencia personal, pero de esto luego hablamos. Decía yo que el rápido e incontenible descubrimiento de medicamentos eficaces, conocimientos fisiológicos sorprendentes y nuevos métodos diagnósticos de precisión hizo imposible el dominio de la ciencia médica integral. Si el médico quería aplicar y manejar el creciente conocimiento tenía que especializarse, no había otro camino, no había elección posible. Así nació una nueva y tremendamente eficaz época en la medicina, la era de la especialización, que vio sus mejores tiempos a mediados del siglo XX, en ella se delimitaron los conocimientos por órganos y sistemas, por género, por edad, por ocupación y así, entusiastamente cada quien escogimos nuestro territorio para dominarlo y aplicarlo con eficiencia, prestancia y conocimiento.

Esta Academia fue testigo y protagonista en la diáspora de la medicina, que ofrecía, y cumplió, el dominio del arte médico y quirúrgico aplicando el método científico y sometiendo las enfermedades al riguroso enfoque reduccionista que ha sido, según el laureado Peter Medawar, el más astuto método de investigación jamás diseñado. El dominio gremial y fraccionado, ya no individual del conocimiento vigente, y de esta forma el abordaje consistente del espectro complicadísimo de la biología y la patología del ser humano el animal más complejo del mundo conocido, fue metodológicamente sectorizado para ser abordado por un eficientísimo grupo de expertos que disecarían sus constantes y sus variables fisicoquímicas y biológicas; primero, para conocer su fenomenología integradora; después, para diseñar los correctivos a estas desviaciones. No había de otra, para conocer y tratar al niño había que formarse y entrenarse como pediatra, nada que ver con su opuesto, el geriatra; para atender al riñon sin distracciones había que ser urólogo o bien nefrólogo; para el cerebro, psiquiatra o neurólogo, pero para operarlo, neurocirujano. Así la lista creció grande. Sólo hay que revisar los sitiales que tiene designados esta Academia a personajes de la máxima distinción en cada una de las especialidades que hemos concebido y que han sido protagonistas en los sonados éxitos de la medicina. Después de esta diáspora inicial, como consecuencia del devenir natural de esta espléndida concepción nació otro vástago, no muy planeado no bien acotado como su predecesor, pero de todas formas bienvenido y necesario: el súper-especialista. La investigación científica continúa y el conocimiento se expande cotidianamente, sólo hay que ver que hay 6,000 revistas científicas mensuales que presentan las miles de novedades, que hemos de incorporar regularmente a nuestro acerbo para practicar la medicina de acuerdo a óptimos estándares de ejercicio profesional. Este progreso científico de la medicina, ahora ya incontenible, creó y consolidó este reciente modelo, el súper especialista. Para dar un ejemplo en mi oficio ahora ya no basta ser neurólogo, se puede ser epileptólogo pero no necesariamente epileptólogo general, se puede ser epileptólogo experto en crisis mioclónicas, pero no sólo en ellas sino experto en crisis mioclónicas juveniles relacionadas con el cromosoma 6. Ahora, ser inmunólogo como tal, no dice mucho, se puede ser complementólogo, pero experto en la fracción C·, o linfocinólogo experto en la interleucina 6. Tanto hay descubierto y tanto por descubrir en asuntos puntuales de la ciencia, que dedicar toda la vida a una dolencia o a una molécula o a un gen parece razonable y ocupación indudablemente de tiempo completo. Es tanto lo que hay que saber y la cantidad de información tan vasta y profunda, que un interesante dilema ha ocurrido y que ahora nos tiene en aprietos no sospechados durante nuestra alegre repartición de territorios; la ciencia médica, como tal, ha evolucionado y crecido en solo cien años a niveles espectaculares y en forma logaritmica para generar billones de datos, y más aún, crecerá con mayor ritmo en los años por venir. Para concebir, analizar seleccionar y aprovechar esta información solo contamos con el cerebro humano, que a su vez ha evolucionado pausadamente en 6 millones de años que nos llevó diferenciarnos de nuestros compañeros de escala filogenética dentro de la familia de los primates, a la que desde luego, todavía pertenecemos.

De esta forma, la información científica evoluciona y aumenta por minuto, mientras que su efector y usuario único, el cerebro humano, no ha cambiado sensiblemente en los últimos 8,000 años de evolución diferenciada en que tenemos evidencia de que iniciamos la génesis de sociedades organizadas y la elaboración de herramientas. Tampoco hay razón alguna para pensar que en los próximos 1,000 años el cerebro humano vaya a cambiar sensiblemente en sus capacidades o en sus limitaciones. Este nuevo acertijo trae múltiples elementos de reflexión en una profesión en donde la integridad del ser humano y de sus pesares no pueden, en la visión final, ser subdivididos en sus moléculas integrantes. La ética y la deontología, basales inalienables del actuar cotidiano de la medicina, como el segundo oficio más antiguo de la humanidad, simplemente no lo permiten. En términos cibernéticos contemporáneos, la práctica de la buena medicina está metida en un lío, el <<software>> crece ilimitadamente mientras el <<hardware>> se mantiene igual e inalterable, nuestro cerebro no aumenta ni aumentará, hagamos lo que hagamos, ni en capacidad ni en velocidad. Dentro de esta paradoja novedosa y sorprendente es que la medicina tendrá que diseñar sus nuevos paradigmas para encontrar el equilibrio necesario entre sus valores ancestrales irrenunciables y sus novedades cotidianas, razón de éxitos invaluables y desde luego, también irrenunciables.

Durante nuestra natural fascinación por la creciente eficiencia de la medicina, no notamos en esas épocas, que a cambio de ser más eficientes tendríamos el riesgo de trastocar el principio básico del antiguo arte de la medicina, de ver al enfermo no como a un ser humano padeciente de un determinado mal funcionamiento en su hígado sino como un hígado disfuncional en el interior de un sujeto. No lo notamos mucho y de todas formas tampoco importaba mucho el método, siempre y cuando el resultado fuera satisfactorio, como frecuentemente lo era.

 

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