Comer en sociedades complejas | 09 SEP 07

"No se concibe la vida sin identidad culinaria"

Entrevista a la Dra. Patricia Aguirre (antropóloga) que participará de nuestro encuentro "Comer" del 4 de Octubre.

  

En el año de su décimo aniversario IntraMed realiza una serie de encuentros bajo el lema: “Ciencia es cultura”.

“Comer”

Una palabra con múltiples sentidos

Cuando hablamos de "comer", ¿todos entendemos lo mismo?
 
¿Nos nutrimos o comemos?
 
¿Qué comemos cuando comemos?
 
¿Quién y cómo se define lo "bueno", lo "rico", lo "comestible"?
 
¿Qué ocurrirá cuando un grupo de personas provenientes desde diferentes marcos teóricos hablan acerca de la misma palabra?

¿Usted ya reservó su lugar? 

Lo invitamos a ampliar el horizonte de nuestras definiciones.

Invitados especiales:

 

   Dra. Mónica Katz, médica nutricionista.





   Dra. Patricia Aguirre
, antropóloga de la alimentación. 


 


 Matías Bruera, sociólogo investigador sobre cultura y alimentación.

  
 



   Narda Lepes, chef.




Fecha:
Jueves 4 de Octubre las 18 hs
Lugar: Fray Justo Sarmiento 2350, Olivos, Pcia. de Bs. As.

Inscripción previa (Vacantes limitadas):
0810-222-INTRA (4687) Reserve su lugar anticipadamente.
info@intramed.net

Envíenos su propia definición de "comer" al FORO de discusión sobre el tema haciendo click aquí

 


 

 Entrevista a la Dra. Patricia Aguirre (antropóloga)

¿Cuál es la historia personal que la vincula al tema?

Evidentemente mi historia me empujaba a este tema. Ya había reflexionado sobre esto y lo escribí así en la primera página de la introducción de mi libro sobre la historia de la cocina los sabores y los cuerpos (en prensa)
“Cuando era chiquita no sabía que sería antropóloga lo que nunca dudé es que sería cocinera. Todos los miembros de mi familia, excepto mi hermano (porque era muy chico) y mi tía Aída (porque era muy tonta), cocinaban bien”.

Mi madre seleccionaba los ingredientes con preocupación ecológica, el orden y la limpieza eran diosas a las que les rendía pleitesía y en su altar sacrificaba su tiempo y su energía.

Otros dioses familiares requerían el sacrificio de una gallina (para el día de la madre y primero de año, en casa de los abuelos) esta víctima propiciatoria -en la raviolada posterior- aseguraba con su carne la unión familiar y el buen comienzo del año. La muerte ritual del bicho y su preparación en infinitos cuadraditos blancos, que irían apareciendo a través de sucesivos pasos hasta desparramarse sobre la mesa entre nubes de harina, me fascinaban casi tanto como la distribución de los lugares de las personas en la mesa. Y las mesas “de grandes” y “de chicos” de donde mi primo mayor pugnaba por salir advirtiendo al mundo que ya era adulto.

Pero lo más maravilloso de la cocina de mi casa, era la relación entre el sabor del plato, sus ingredientes, la forma de cocción y su menaje. Olla de barro para las cazuelas, olla de hierro (heredé la de mi abuela) para guisos y tucos, olla panzona de aluminio para el puchero, paila de cobre para mermeladas y la ollita enlozada de asa larga para la salsa blanca. Por supuesto las sartenes de mi madre (como antes las de mi abuela y luego las mías) estaban preparadas para distintas formas de cocción y era causal de excomunión freír un huevo en la sartén equivocada.

Años después, acuné una máxima en mis relaciones con el mundo animal: “todo lo que come se amaestra” (lo he probado con peces, tortugas, iguanas, aves, perros y gatos). Lo que en mi niñez no sabía es que “los aguirre” como todas las familias me habían “amaestrado”, transmitiéndome a través de la comida todo un universo de valores, reglas y normas de comportamiento, y que yo era mujer y era Aguirre y era porteña y era argentina porque “comía como nosotros”.

El punto exacto de las carnes blancas y el soufflé eran pruebas iniciáticas para las cocineras y era sabido que la sutileza de sus sabores sólo podía ser percibidos en plenitud por las mujeres, tan suaves y delicadas como ellos. Los varones, en tanto, fuertes, seguros, viriles y violentos se llevaban bien con el consumo de carnes rojas y guisos condimentados. Años de análisis me costó entender el menú de los géneros. 
Más fácil me resultó el menú de las edades: parecía racional, que los que no tenían dientes comieran puré. Eso sí, el horario pautado por la ciencia para la comida, no parecían llevarse bien con la biología, porque los bebés lloraban de hambre cuando tenían hambre y no cuando la teoría pediátrica de moda en esos años decía que debían comer (escuché a los mismos pediatras defender varias teorías contrapuestas a lo largo de mí mas de medio siglo de vida).
 
Los sabores inconfundibles de los aguirre: el bacalao de mi madre, el tuco de mi padre, el bife de mi abuelo, la provenzal de mi abuela, identificaban a mi familia entre todas las familias y a “estos” aguirre de “aquellos” aguirre incluso dentro mismo de nuestra parentela.

Y cuando en la adolescencia, mochila al hombro andaba por los caminos, el sabor de las empanadas locales siempre tenía como referencia “nuestra” empanada (ya no familiar sino pampeana) y aunque los hornos salteños parieran la más deliciosa de ellas, el punto cero del empanadómetro estaba en la carne cortada a cuchillo, pasa y huevo de la pampa.

Años más tarde, en Inglaterra - más precisamente en York- mientras buscaba desesperadamente un restaurante abierto a las diez de la noche y Mrs.Hundt me baldeaba los tobillos con la convicción de que “esa no era una hora decente para tomar la cena en su restaurante”, no podía dejar de pensar que al ser preparada en pastel de carne inglés, esa pobre vaca había muerto en vano y tanto más glorioso hubiera sido su destino si hubiera pasado a ser parte de un asado,“nuestro” asado, que por supuesto sólo nosotros -los Argentinos- sabemos preparar.

El día en que me encontré enseñándole a preparar dulce de leche a un sudafricano me di cuenta que no se concibe la vida, sin identidad culinaria, que no es otra cosa que identidad, que no es otra cosa que cultura.

Porque hasta ahí la antropología pasaba por mi estudio pero no por mi cocina, años me llevo hacer levar esta masa, pero finalmente llegó a su punto ya que la antropología me instalaba en la dinámica entre el sujeto y la estructura. Y yo era, indudablemente por lo que me había sido dado y por lo que había sabido elaborar, entonces con la licencia de la ciencia y la pasión de la viajera traté de saber a qué sabe la comida. Y para eso me largué a probar de todo lo que cayó en mi plato (y muchas cosas cayeron porque me esforcé particularmente por hacerlas caer ahí) desde el pollo de selva y el paiche en el amazonas hasta los gusanos rojos en Oaxaca, el pez espada en no-me-acuerdo-donde, el cocodrilo y el avestruz australianos, la mandioca amarga (convenientemente cocida para no morir por su contenido de cianuro) del Senegal. La antropología alimentaria me permitió saber algo del “sabor” y los “saberes”.


¿Cuál es su definición del verbo "comer" y ¿Qué comemos cuando comemos?

-Claude Fischler señalaba que “los humanos somos los únicos que comemos nutrientes y sentidos”. Para comprender qué y por qué comemos los humanos hay que abordar el fenómeno como lo que es, un hecho complejo que combina simultáneamente aspectos físicos y culturales. No sólo comemos para crecer y reponer la energía gastada en la vida cotidiana, una característica del comer humano es que (desde que somos omnívoros) el evento alimentario es colectivo y complementario, se realiza en sociedad -somos comensales- por lo tanto entra en el juego de las representaciones compartidas y como todo evento social es producto y produce relacione sociales.

El plato de comida, en cualquier sociedad y en cualquier tiempo, es producto de las relaciones sociales que hacen que eso que es designado como “comida” llegue al “plato” en forma de “productos” “cocinados” de acuerdo a ciertas “reglas” en forma de “recetas” cuyo “consumo” ha sido legitimado por su sociedad de acuerdo a criterios de edad, género, ocupación, religión, etc. Y tal evento a su vez produce relaciones sociales, marca la pertenencia del comensal a un estrato social, de ingresos, ocupación, religión, etc. a un género y a cierto tramo de edad.

Porque comer es un evento social tiene usos sociales: no sólo contribuye a la reproducción física sino que, legitimando el consumo de unos sobre otros, las sociedades reproducen su estructura de derechos y las desigualdades y la dominación de unas clases o estratos sobre otros.

La forma de comer marca el tiempo cotidiano o festivo y se utiliza como foco para actividades familiares y comunitarias. Se utiliza como premio o castigo, también para demostrar la naturaleza y profundidad de los sentimientos, para hacer frente al stress, como manejo político o económico. Al comer se demuestra la pertenencia a un grupo y también se marca lo que nos distingue como individuos, como familia y como sociedad es decir al mismo tiempo que señala nuestra pertenencia también marca nuestra particularidad. En fin, comer es parte de la identidad y es -como ésta- una construcción entre el yo del sujeto y el otro cultural. Porque aunque esté modelado por la construcción social del gusto que canaliza su expresión- el comer tiene un componente subjetivo, único, hedónico que depende de las características del sujeto, de su historia personal y los avatares de su deseo.
 
Así que en esa definición de “comer” como concepto polisémico, complejo, entendido como bisagra entre el sujeto y la estructura,  que se despliegan sus usos sociales y nos permiten contestar qué comemos cuando comemos: nutrientes y sentidos.


¿Quién decide qué es "comestible", qué es "bueno", qué es "rico"?

La cultura, que es decir “nadie” y “todos” a la vez (y no todos por igual sino los que tienen poder para designar). En tanto “bueno” y “rico” son criterios de valor y los valores acerca de que está “bien” y que está “mal” son situados (histórica y geográficamente) dependerán de la relación de ese grupo de comensales con su ambiente (mediatizados por la tecnología de explotación de los productos y de preparación de esa comida) de la organización social de la distribución y de los valores que legitiman que algunos (géneros, edades, clases, sectores, funciones, etc.) coman más y otros menos. Estos fenómenos ligados a la estructura producen relaciones sociales que cristalizan en comidas diferenciales. La “comida de pobres”, los “platos femeninos” o la “alimentación infantil”, son categorías naturalizadas (por la posición social, por el género o la edad, que esconden estos fenómenos de estructura que legitiman el reparto diferente según la situación del comensal).

Asimismo no conozco pueblo donde coincidan “comida” y “comestible”. Siempre el abanico de lo “comestible” (en sentido de metabolizable por el organismo) es más amplio que lo que ese mismo grupo llama “comida” (es decir aquello socialmente aceptado para la alimentación por un grupo determinado y que importa procesos de producción, elaboración, distribución y consumo colectivos).

En este sentido el saber académico no salda la cuestión, más allá de su pretensión de objetividad, nuestras ciencias también estas atravesadas por la organización simbólica de nuestro espacio y nuestro tiempo y “sin querer” legitiman como saludable las características más deseables o más frecuentes en los sectores dominantes de la sociedad.

Una cosa interesante que se está produciendo hoy día es la multiplicación de los saberes legítimos que dicen qué y quien debe comer qué. En las culturas del pasado a lo sumo había dos o tres discursos acerca de la comida (el de la baja cocina, hogareña y femenina organizada alrededor de la supervivencia, el de la alta cocina organizado en torno a la política del hedonismo, y el discurso sanitario ligado a la salud), pero hoy en las sociedades urbanas, industriales, de esta modernidad tardía, la capacidad de nominar lo que hay que comer y los valores para fundarlo son muchos y diversos.

Hoy conviven los grandes cocineros que nos enseñan como comer rico para disfrutar de la vida, al mismo tiempo que el sistema médico que nos enseña como comer sano para sobrevivir a las enfermedades prevalentes, y las ecónomas que nos enseñan como comer barato para que lleguemos a fin de mes, junto a la industria que nos enseña como comer rápido, precocido, desgrasado y envasado, todos codo a codo con la cocina porteña que nuestras abuelas solían preparar y que marca nuestro gusto y pertenencia.

“Un día: se come rico, el segundo: sano, el tercero: rápido, en los feriados: tradicional y llegando a fin de mes: barato”

El comensal moderno se encuentra en el cruce de todas estas normas acerca del buen comer, todas valorizadas, pero habiendo tantas, simultáneamente, nos obligan a decidir individualmente ya que todas son valiosas y a la vez tienen lógicas excluyentes. Lo rico no tiene por qué ser es sano, ni barato, ni nuestro. O lo sano no siempre es barato, ni rico, ni rápido ni tradicional. La solución encontrada forma parte del problema y es pasar de una norma a otra. Un día: se come rico, el segundo: sano, el tercero: rápido, en los feriados: tradicional y llegando a fin de mes: barato. Es decir ninguna norma da razón del consumo, porque se pasa de una a otra, hasta no tener ninguna. Esta es la gastro-anomia del comensal moderno: comer sin coherencia, sin normas, sin códigos ni saberes compartidos acerca del buen comer.

 

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