¿Qué tiene que decir la Biología sobre el sexo y el amor?

Sexo, drogas y biología...

Diego Golombek -biólogo- cuenta en un libro fascinante las conexiones entre el amor, el sexo y la biología.

Autor/a: Diego Golombek

Indice
1. Un organismo llamado "mamá"
2. Cosita loca llamada amor

Dos sexos, aquí hay dos sexos (tú con el tuyo, yo con el mío)

Antes de la era de las ecografías y de los análisis genéticos, una de las grandes cuestiones del nacimiento era, además de saber si el bebé estaba sano, tenía dos brazos, dos piernas y todo lo demás, si era nene o nena. Recién allí se elegía el nombre del hijo/a y se imprimían las tarjetas anunciando su llegada al mundo.
Por supuesto, la forma más concreta de saberlo es, simplemente, mirar y descubrir qué trajo el bebé entre las piernas. Así, la genitalia externa es la forma más común de determinar el sexo de un individuo. Sin embargo, esto deja afuera una larga serie de criterios para la determinación de género, entre los que podríamos nombrar:

· Cromosomas sexuales (X e Y)
· Gónadas (testículos y ovarios)
· Estructuras accesorias (epidídimo, vas deferens, trompas de Falopio, útero)
· Hormonas (andrógenos, estrógenos)
· Caracteres sexuales secundarios (masa muscular, presencia de pelo, tono de voz)
· Gametas (espermatozoides, óvulos)
· Comportamiento (agresividad, orientación sexual)

El asunto es que todos y cada uno de esos criterios pueden fallar, y darnos una idea equivocada de qué está ocurriendo en ese organismo con respecto a la determinación del sexo.

En cuando a las gametas (las células sexuales por excelencia), tal vez la única forma más o menos universal de determinar el género pueda ser que la hembra es la que produce gametas grandotas, y el macho otras mucho más pequeñas. En definitiva, la gameta grande (óvulo) necesariamente está llena de nutrientes, mientras que la gameta pequeña no es más que una bolsita de ADN con una cola (cualquier semejanza con la vida real es pura coincidencia). Todos los otros criterios tendrán obvias excepciones: habrá rarezas cromosómicas, gonadales, mujeres barbudas y hombres con desarrollo de pechos, orientaciones sexuales diversas, etc. Más aún: la determinación del sexo puede depender de la edad del individuo, lo que nos puede deparar más de una sorpresa.
Y aquí va un gran golpe para el machismo: en el fondo, podría decirse que todos estamos destinados a ser... hembras.

Efectivamente, hasta la sexta semana del desarrollo, el embrión no tiene sexo, sino que está completamente indiferenciado. Los nenes y las nenas son iguales, con una gónada bipotencial (o sea, un órgano sexual sin forma definida) y conductos que podrán convertirse en masculinos o femeninos. Recién unas 7 semanas luego de la fertilización aparecen la diferenciación en gónadas sexuales (testículo u ovario). Luego de esta diferenciación comienzan las secreciones hormonales a partir de las gónadas, que determinan el destino de todas las otras estructuras reproductivas del cuerpo. Las hormonas sexuales son responsables de masculinizar o feminizar todo el cuerpo… incluyendo el cerebro.

El asunto es que si no pasa nada especial, ese embrión bipotencial ¡se convierte solito en hembra! El camino predeterminado parece ser el de las hembras; los machos tienen que hacerse notar para que la gónada se convierta en testículo. ¿Cómo decide la gónada bipotencial convertirse en testículo u ovario? Hoy está claro que los genes tienen algo que ver, pero esto no fue obvio hasta bien entrado el siglo XX. Antes de eso, la idea prevaleciente era que las características de la mamá y del papá se mezclaban en una licuadora genética, y ¡zás!, aparecía el hijo (una combinación de los padres). Claro que la idea de la licuadora no puede explicar que aparezcan machos o hembras- tendrían que presentarse mezclas de ambos sexos, lo cual obviamente no es lo que suele suceder… Si la explicación no es genética (al menos, según esta versión de la genética), entonces, ¿habrá que buscarla en el ambiente?

Varón, dijo la partera (pero no estaba segura)

Hacia 1890 el modelo principal de determinación de sexo proponía que la dieta de la madre era responsable de producir machos o hembras. Claro que así es muy difícil explicar la aparición de mellizos nene y nena… Había (y a juzgar por algunas revistas sensacionalistas todavía las hay) otras teorías: la fase de la luna, un rayo, tiempos de guerra o paz…

Mucho tiempo antes, Aristóteles tenía su propia hipótesis: el sexo del hijo depende de la temperatura y excitación del padre durante la copulación. Como buena sociedad machófila, la idea era que si la temperatura era más alta, se esperaba un hijo. Sería cuestión de tener sexo en dentro de una estufa, o en una heladera, cosa de elegir tener niños o niñas…

Es interesante sin embargo pensar que efectivamente hay animales para los que el asunto funciona más o menos de esa manera. En algunas tortugas, por ejemplo, no hay cromosomas sexuales, sino que el género depende de la temperatura de incubación del huevo. Mal que le pese a Aristóteles, las calentonas son las hembras: la incubación a unos 29 grados da un tortugo, mientras que con 32 grados aparecen hembras.

Finalmente, en pleno siglo XX se comenzaron a visualizar unos cuerpos de color (“cromo-somas”) al microscopio. Estos cuerpos se encuentran en el núcleo de todas las células y están hechos de ácido desoxirribonucleico (el famoso ADN), en donde se escriben los genes con la información para fabricar todo lo que las células necesitan. El asunto es que en casi todas las células (las llamadas “células somáticas”), hay un número fijo de cromosomas, mientras que las células sexuales (espermatozoides y óvulos) sólo poseen la mitad de ese número, cosa de que se cuando el destino los junte se forme una célula nueva con la cantidad adecuada de cromosomas. Es más: ese número de cromosomas que poseen las células se organiza en pares (llamados cromosomas homólogos), de los cuales las células sexuales sólo tienen uno.

Los primeros mirones de células al microscopio encontraron una diferencia sistemática entre machos y hembras –al menos en algunos escarabajos y algunas moscas cuyos cromosomas fueron los primeros en ser estudiados. En las moscas se encontró que las hembras (o sea, las que tenían ovarios y óvulos y ponían huevos) tenían dos cromosomas sexuales iguales y los machos un par de cromosomas sexuales diferentes, que, no sabiendo como llamarlos, les quedó X e Y. Entonces: las hembras de moscas son XX y los machos XY. Hasta acá todo va bien ya que con estos datos podemos inventar dos modelos para determinación de sexo: puede estar dada por el número de cromosomas X (las hembras tienen dos, los machos uno), o bien la presencia de un Y (que define al macho).
La respuesta final vino en 1916, y representa en cierta forma el nacimiento de la genética moderna, porque apareció en el primer número de una revista llamada, justamente, “Genetics”. Para este estudio se investigaron moscas que portaban más de dos cromosomas sexuales (que las hay, las hay). El artículo de la página 1 del volumen 1 de “Genetics” dice que las moscas XXY se desarrollan como hembras, mientas que aquellas que resultaban X0 (o sea, sólo tenían un cromosoma X, y ningún Y) eran machos. La conclusión era obvia: el sexo, en moscas, está determinado por la cantidad de cromosomas X. Lo fundamental es que esta fue la primera vez que se conectó algo concreto – la definición del sexo - con la presencia de los cromosomas. 

Unos años más tarde, en 1923, se descubrieron los cromosomas X e Y en humanos, y obviamente se pensó que la cuestión era similar a la de las moscas: el sexo viene del número de cromosomas X. Pero algo andaba mal, ya que había casos que no se condecían con la teoría… recién en 1959 se clarificó el rol de los cromosomas sexuales en humanos. Al igual que en el caso de las moscas, se necesitó estudiar algunos casos raros, como el síndrome de Turner, que está representado por hembras que son X0 y el de Klinefelter, machos XXY.  Según estos casos, está claro que no es el número de cromosomas X el que determina el género (si no, por ejemplo, aquellos que tengan síndrome de Klinefelter serían necesariamente hembras), así que en humanos el modelo de determinación del sexo es diferente al de las moscas: dime si tienes un cromosoma Y y te diré si eres macho o no.
En embriones humanos, entonces, el cromosoma Y hace algo para que se determine el sexo, y aparentemente lo hace alrededor de la séptima semana post-fertilización. Sin embargo, también esta regla tiene excepciones –hay machos XX que tienen genitales externos y gónadas masculinas, mientras que también existen hembras XY, que tienen características generales femeninas, aunque en ninguno de los dos casos (que son raros, aproximadamente 1 en 20.000 personas) se producen gametas de ningún tipo, por lo que se trata de individuos infértiles.

¿Qué es lo que pasa en estos machos XX o hembras XY? ¿Será que los machos XX mantienen aunque sea una porción del cromosoma Y? Efectivamente es así, y esa partecita alcanza para masculinizar al embrión. Por su parte, en las hembras XY justamente falta esa parte del Y que es importante para masculinizar. Existe, entonces, una región crítica en el cromosoma Y. En ella, hay un gen, llamado sry, que determina que se prendan o apaguen ciertos genes en el embrión para dirigir su desarrollo hacia varón (dijo la partera )
Por su parte, las hembras XY (que no tienen el gen sry) producen hormonas femeninas, por lo que están perfectamente feminizadas – aunque sin óvulos. Hacia la pubertad se las trata con hormonas para que se desarrollen normalmente (aunque no serán fértiles).
El desarrollo de ratones genéticamente modificados es una prueba más del rol de los genes del cromosoma Y en el desarrollo del sexo. A unos ratones XX (o sea, cromosómicamente hembras) se les agregó este pedacito de cromosoma Y, que contiene al gen sry, y… chan channnn… ¡se desarrollaron como machos! Estos ratones no pueden fabricar espermatozoides, pero su genitalia externa e interna corresponde a la de un macho. En la tapa de la prestigiosa revista “Nature” salió una tarjeta de presentación “¡Es un varón!”, mostrando un tanto impúdicamente sus partes …


Hasta aquí hemos analizado la diferenciación de la gónada del embrión hacia macho o hembra. Pero aun antes de esto, vale preguntarse por qué se necesitan dos sexos dos. O, en otras palabras, si sólo las hembras dan a luz, ¿para qué cuernos sirven los machos, más allá de representar –al menos a veces– interesantes objetos decorativos para la mesita de luz? Convengamos en que sería mucho más simple, y hasta tal vez hasta más eficiente, la existencia de hembras y nada más que hembras (y varios textos de ciencia-ficción van en ese sentido). ¿Podría haber un mundo de ovejas Dolly, de gente Dolly, de mariposas Dolly? O, más precisamente, un mundo de lagartos, como la especie Cnemidophoris laredorensis, compuesta exclusivamente por hembras que se reproducen por clonación. En este caso, la reproducción se realiza por un proceso llamado partenogénesis que, en verdad, no sabemos del todo cómo ocurre, aunque sí está claro que en este caso no se produce la división del número cromosómico relacionada con la meiosis.
Entonces, ¿es bueno el sexo? (hablando en términos evolutivos, que ustedes seguro ya están pensando en cosas chanchas…).

Una forma de ver las ventajas comparativas de la reproducción sexual es analizar organismos que pueden reproducirse de diversas maneras. Y el mejor laboratorio para este estudio es la verdulería, ya que las plantas pueden y tienen reproducción sexual y asexual. Recordemos nuevamente que el sexo requiere un papá y una mamá, y en términos genéticos, ocurre la división celular llamada meiosis, mientras que la reproducción asexual (o clonación) sólo requiere de un organismo –que llamaremos mamá.

En la reproducción clonal (o sea, la que ocurre por división simple, una célula – o un bicho, o una planta – se divide en pedacitos hijos, exactamente igual a la original) las mamás pasan todos sus genes a la descendencia, mientras que en el sexo sólo se pasan la mitad de los genes a los hijos. El sexo, entonces, implica recombinar material genético, con el vértigo de la novedad y también con todas sus ventajas La fuente de los materia básica para la evolución es la recombinación y la mutación, de manera de crear diversidad. Ojo: la materia de las mutaciones no son beneficiosas, sino que disminuyen la función de los genes. Con el tiempo, la acumulación de mutaciones dañinas complica la reproducción clonal, dado que a las mamás no les queda otra posibilidad que pasarles todos sus genes (aún los mutados que no anden muy bien) a la descendencia, mientras que en la reproducción sexual se puede “elegir” qué genes se pasan a los hijos. Así, por azar y a largo plazo, se pueden pasar las mutaciones beneficiosas a la prole. La meiosis es, por lo tanto, una especie de feria de trueque evolutiva.

Volvemos a la pregunta inicial. Ya sabemos que el gen sry (presente en el cromosoma Y) se prende por poco tiempo, alrededor de la séptima semana. Por supuesto, hay otros genes en este cromosoma, que seguramente hagan otras cosas bastante machistas. ¿Genes para el dedo del control remoto? ¿El gen de escupir? ¿El gen de los malos bailarines? En realidad, recién con el Proyecto Genoma Humano se comenzó a entender del todo al cromosoma Y. Una sorpresa es que una porción muy importante de este cromosoma no participa de la recombinación meiótica, o sea que se mantiene muy estable de generación en generación, sin ganar ni perder información genética. De esta manera, el cromosoma Y se hereda casi igual de padres a hijos varones, por lo que se podría trazar una historia evolutiva desde cualquier hombre hasta Adán (o quien quiera que haya venido primero). Además de la zona en donde está el gen sry (que, como vimos, es responsable de diferenciar la gónada primitiva en un testículo), hay otra zona con genes relacionados con funciones generales de la célula (nada interesante en términos sexuales), y una tercera serie de genes bien machos que son los que expresan proteínas relacionadas con la producción y función de los espermatozoides.

Este cromosoma Y es una especie de experimento evolutivo de hace unos 300 millones de años. Se cree que originalmente eran muy parecidos al X, pero por una serie de modificaciones genéticas se llegó a dos cromosomas sexuales muy diferentes (el X, por ejemplo, tiene alrededor de 1.000 genes, mientras que el Y es muchísimo más pequeño y sólo cuenta con unos 26 genes o familias). Esta diferenciación ocurrió en la Era en que los mamíferos aparecieron y se fueron diferenciando de sus antepasados reptiles (así que de alguna manera, venimos de bichos cuyo sexo se determinaba por la temperatura…).
Seguramente el sry es producto de la mutación de un gen preexistente; en algún momento ocurrió un cambio que hizo que el par X e Y no se pudiera recombinar más, y así el señor Y se mantuvo intacto de allí en adelante. Podríamos pensar que la evolución eligió juntar un grupo de genes que son buenos para los machos, meterlos en un único cromosoma que no se ande juntando y mezclando con cualquiera,  y asegurar que esos genes siempre se hereden juntos.

En resumen, está claro que en la mayoría de las especies hay dos sexos, y que eso es beneficioso en términos evolutivos. Mezclarse siempre viene bien. Saber de dónde vienen esos dos sexos es un poco más complicado, y en eso estamos. Seguramente los lectores se estén preguntando por el comportamiento sexual (si los conoceré, vea…); hablaremos de esto un poco más adelante.