Experiencias | 26 ABR 06

Psicosexualidad masculina: del sufrimiento al éxtasis

Existen distintas teorías y escuelas que tratan de comprender, explicar, medir, orientar, educar, sanar la sexualidad humana, a continuación una reflexión sobre ellas.
Autor/a: Juan B. Prado Flores* 
INDICE:  1. Desarrollo | 2. Desarrollo | 3. Desarrollo
Desarrollo

Panorama

La sexualidad humana en desarrollo desde la concepción hasta la muerte, se siente, se expresa, se comunica, se comparte, como una experiencia sensible y expansiva de intimidad con uno(a)  mismo(a) y de interacción e integración crecientes con el exterior, concibiendo y engendrando vida mediante contacto genital o sin él.

Al descubrir que un nuevo ser humano está en gestación y aún antes de que conozcamos su sexo genital, éste es ya fuente de amplias expectativas; el saberlo, toca en el núcleo familiar y social los más sensibles lazos del afecto: como neonatólogo no recuerdo respuestas más intensas y dolorosas que las del padre de la criatura cuando recibe la noticia de que su recién nacido tiene genitales ambiguos. Al nacimiento de mi hijo mayor yo sentí que en él me continuaba yo; cuando estaba naciendo mi primera hija sentí que en ella se prolongaba la Vida. Mi alegría fue indescriptible.

Existen distintas teorías y escuelas que tratan de comprender, explicar, medir, orientar, educar, sanar la sexualidad humana. Mucha gente se ha ocupado de ello, su labor ha sido grandiosa; pero un modelo que nos llevara a reconocernos, experienciarnos y expresarnos como seres humanos en desarrollo; que fuera accesible a todos sin distinción de edades, sencillo, práctico, a la vez que psicológicamente válido y que nos introdujera y mantuviera en el proceso individual y comunitario de una sexualidad de integración, no había sido formulado sino hasta éstos últimos años. Entrar en él, disfrutarlo y compartirlo, es, para cada vez más seres humanos, la experiencia más plena y agraciada.

Experienciar la propia sexualidad implica sumergirse en el proceso bio-psico-espiritual de autointegración, del cual, espontáneamente surge la capacidad de proteger y nutrir la sexualidad propia y la de los demás. Cuando no es así, se hace claramente manifiesto en el individuo que algo está impidiendo su natural expansión.

Un modelo no intrusivo que nos permita crecer como seres sexuados y sexuales, incluye el que no hay nada exterior a nosotros a lo que tenga que subordinarse nuestra sexualidad en desarrollo: ni a las necesidades que surgen de elaboraciones teóricas acerca de ella, ya sean filosóficas, ideológicas o doctrinales; ni al funcionamiento de la comunidad familiar, ni a las necesidades corporativas del trabajo o la empresa, menos aún a aspectos sociales, económicos o políticos. Y no sólo porque más frecuentemente de lo que nos imaginamos estas instituciones y sus “necesidades” violan las leyes del crecimiento personal y comunitario1, sino porque nuestra sexualidad es lo más frágil, delicado y sagrado que tenemos; la expresión de lo más intimo y personal de y en nosotros, y porque en ella reside el potencial de autodesarrollo y de comunión, con los demás y con el Mundo.

A trasluz de la propia historia, podemos revisar algunos aspectos del entorno que han afectado, positiva o negativamente, el desarrollo de nuestra psicosexualidad y así darnos cuenta que la manera como nos experimentamos ahora como seres sexuales tiene que ver, no solamente con nuestro pasado, -sea éste reciente o lejano-, sino también con nuestro futuro, individual y colectivo.

Entorno familiar/social y desarrollo psicosexual

Todo niño y toda niña enfrentan dos tareas importantes. La primera es el desarrollo de su identidad  de género: ¿Quién soy yo como varón o como mujer? Su segunda tarea es la de su individuación: ¿Quién soy yo como individuo?

La niña, generalmente va adquiriendo y fortaleciendo su identidad de género al mantener su contacto cotidiano con la figura materna. Para ella, la individuación tendrá un mayor grado de dificultad, pues a veces está tan emocionalmente identificada con su madre que llega a no distinguir bien cuales sentimientos son suyos y cuales de mamá.

Para el niño, en cambio, desarrollar su identidad de género suele tener un mayor grado de dificultad; ésta se va generando mediante la separación de la madre (o de la figura femenina). Es entonces que el varón se reconoce como tal, pero no de una manera positiva como: ‘soy varón’, o como: ‘se siente bien ser hombre’, etc., sino mediante un: no ser como mamá (y socialmente como ‘no ser marica’, ‘no ser chillón como las niñas’, ‘no ser miedoso como las mujeres’...).

Esta experiencia de separación y de diferenciación respecto a la mujer puede facilitarle al pequeño su proceso de individuación, pero suele proporcionarle sólo un endeble punto de soporte a su identidad de género. Ésta, será modelada básicamente por la figura masculina, la que frecuentemente mantiene una cierta distancia, a veces insalvable, hacia el hijo varón, cuando el progenitor sigue luchando por sostener su precaria identidad de género y continúa tratando de reafirmar su individuación, lo que no sólo lo mantiene alejado del hijo, sino aún de sí mismo.

Entonces el pequeño va aprendiendo de esa figura (muchas veces ausente), y de la predominante cultura masculina, a ser independiente, competente, invulnerable; esto es, a tratar de mantener bajo control tanto el mundo exterior como el de sus sentimientos de temor, confusión e inseguridad, los cuales son inherentes y acompañan al desarrollo emocional y psicosexual, sin que haya nada anormal en ello. Sólo que tiene que aprender a atenderlos.

Biopsicología de la sexualidad de dominio

Siendo nuestra sexualidad un maravilloso don, la ausencia de un modelo-proceso que la valide, proteja y organice, ha llevado a que, por todas partes y en todo el mundo, se haya extendido una aguda sexualidad masculina de dominio, que somete, controla, comercializa, manipula, devalúa, violenta, la sexualidad humana, muchas veces desde la vida intrauterina,3 mediante dolorosos actos de agresión, abandono, rechazo.

Estos eventos quedan encapsulados en los tejidos corporales como material-ligado-a-la-experiencia traumática mediante neuropéptidos y otras sustancias mensajeras, que actuando sobre el ADN, elaboran el sustrato proteico y bioquímico de hábitos, memorias, asociaciones, emociones y aprendizajes que establecen patrones de tensión, miedo e hipervigilia, convirtiéndose, literalmente, en nuestra química corporal.

Muchos de los efectos psicológicos de toda experiencia menos que nutricia en lo sexual y en otros ordenes, podemos catalogarlos como castrantes (Freud), tanto para hombres como para mujeres y se caracterizan por: miedo, culpa, vergüenza, humillación, la imposibilidad para actuar libremente, la evitación de la competencia, el deseo de renunciar al poder personal, la convicción de que no se puede conseguir lo que se necesita, entre otras muchas variantes que son, todas y cada una de ellas, huidas de la vida.6

De no revertirse este complejo andamiaje mediante un proceso que incluya el acceso al medio intracelular alterado por las experiencias traumáticas,5 persistirá este estado como fuente de sufrimiento a lo largo de la vida de la víctima de abuso y de quienes estén a su alrededor, cuando el abusado se convierta a su vez en abusador. Esto lo podemos corroborar a lo largo de vidas enteras, a lo ancho de la historia, y ahora mismo en su impactante actualidad.

Consecuencias de una psicosexualidad de dominio

En ausencia de un modelo-proceso integrador, el miedo de un encuentro humano íntimo hará surgir en el varón actitudes violentas de control y de dominio, ajenas a una sexualidad en desarrollo. Este rasgo -de una cultura poco evolucionada- ha sido, sin más, identificado como la psicosexualidad masculina, que ni tiene que ser así ni tiene nada que ver con una bio-psico-sexo-espiritualidad en movimiento, sino que más bien es la trágica expresión, a nivel sexual, de una sociedad enferma, violenta, ciega.

La identificación de la niña con su madre le enseña a ser vulnerable y a tender hacia la intimidad y la mutualidad. Pero al crecer, pronto se encuentra con ese mundo masculino de dominio y control opuesto a la vulnerabilidad, la cercanía y la intimidad del hogar (que desde luego no son privativas del género y la psicosexualidad de la mujer, sino que se experimentan y expresan con un matiz masculino o femenino y que tanto hombres como mujeres deseamos). Como resultado se produce un espectro que va desde la sumisión incondicional y la codependencia, hasta una distancia abismal entre el hombre y la mujer cuando aquella actitud y conducta masculina de control ha permeado y contaminado la psicosexualidad de ella. Entonces vendrá la lucha entre ambos tan explícita en la mentalidad, actitud, lenguaje y conducta sexistas, lo que se manifiesta como un competir entre sí por el dominio en la relación, consumándose el divorcio espiritual en la pareja.

Mientras que el movimiento feminista puede ayudar a la mujer a desarrollar su individuación, el varón frecuentemente permanece sin resolver el asunto de su identidad de género1, y sin poder vivir su sexualidad plenamente. El resultado puede ser que la mujer mantenga su desarrollo como individuo, mientras el varón permanece sin acertar a dar pasos en la dirección de su integración psicosexual. Eso es doloroso, sobre todo si estaba de por medio un proyecto de acompañarse, hombre y mujer en su mutuo crecimiento, de nutrirse, de compartir la vida y de darla en un sentido incluyente de lo biológico y aun en lo trascendente, lo que no es en absoluto ajeno a la condición humana, pues nadie ni nunca, ha sido destinado a la esterilidad (E. M. McMahon). El drama continúa cuando todos estos sueños en común, terminan rompiéndose en pedazos.

El efecto básico del bloqueo o la detención del desarrollo humano es el sufrimiento espiritual, y como nuestro espíritu está enraizado en nuestro ser sexuado, el hombre estará más o menos impedido para tener relaciones cercanas, de auténtica intimidad y compromiso tanto con mujeres como con hombres. Le tememos a la gente y nos aislamos de ella7, o nos acercamos de más, rompiendo los sanos límites sexuales; surge entonces soledad, autoprotección, y/o agresión, que terminan desconectándonos de la realidad interior -la que se nos va haciendo insoportable-, y de la exterior, viviéndolas como amenazas o como el enemigo que hay que vencer o conquistar. El dolor que entonces emerge puede ser de tal magnitud que sólo queramos huir de él; entonces buscamos cualquier cosa que nos haga olvidar o que anestesie nuestro dolor y

 

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