Jorge Guinzburg
Tiene sentido el psicoanálisis? La pregunta me pareció tonta. Sobre todo porque me la formulé mientras me encaminaba al consultorio de mi terapeuta. Ese tipo de cuestionamientos siempre es más sensato hacerlo después de cumplir con el encuentro psicoanalítico y no antes de comenzarlo.
De todas maneras tenía sentido (la pregunta, no la sesión) frente al cúmulo de padecimientos psíquicos que hoy encuentran explicación en el campo de lo genético.
¿Qué objeto tiene, para un infiel empedernido, recurrir a un tratamiento psicológico o psiquiátrico, en su afán de curar una adicción sexual indiscriminada, después de escuchar a los genetistas explicar que es un gen, el gen de la infidelidad, el que causa su desequilibrio? Lo mejor será resignarse a padecer sus desbordes, tratando en lo posible de no ser descubierto, mientras espera, paciente, la llegada de alguna vacuna o comprimido que evite su comportamiento "enfermo".
¿Con cuánto optimismo podrá iniciar una dieta un gordo, o sentarse con otros excedidos de peso para debatir en el grupo terapéutico su adicción a la comida, cuando en los diarios aparece que también la obesidad es un problema genético? Enterarse debe provocarle tal angustia oral que sólo podrá calmarla devorando un plato colmado de ravioles.
Ahora, en esta campaña de los genetistas por pulverizar las teorías de Sigmund Freud, le llegó el turno a la soledad: según un estudio realizado por investigadores de las universidades de Chicago y Libre de Amsterdam, existe una predisposición genética a padecer la tendencia al aislamiento, la soledad. Un síntoma que según estadísticas del INDEC hace que en nuestro país un millón setecientos mil hogares estén conformados por una sola persona. Algunos solitarios, tal vez, con el deseo de pasarla bomba; pero muchos otros a partir de la imposibilidad de conectarse con los demás, sintiéndose rechazados, abandonados o poco atractivos para ganar amigos o pareja.
De todas maneras —pensé mientras seguía rumbo a mi sesión— la soledad no es el tema por el que recurro a terapia. A lo sumo podrán acusarme de ser un autista expansivo, pero nunca un solitario. ¿Por qué debería dudar sobre la utilidad del psicoanálisis en mi caso?
Se me ocurrió imaginar, entonces, que algún día, vaya a saber en qué universidad, un ignoto genetista descubrirá el gen productor de la dificultad de entender la realidad y yo también deberé sentarme a esperar la llegada de alguna vacuna para superar mi problema genético.
¿Será —seguí preguntándome a metros de llegar al consultorio— un componente genético lo que regula cualquier tipo de conducta?
Un político prepotente, incapaz de escuchar la opinión de otros, propenso a los desbordes, con signos evidentes de autoritarismo, ¿no estará comportándose así sólo porque un gen se lo determina?
Aquel que defrauda a los que lo votaron, cambiando de partido, vendiéndose al mejor postor, incumpliendo sus pactos, ¿es sólo un panqueque o tiene un componente genético que determina su conducta?
Ese otro que robó, incrementó su patrimonio, usó al Estado en su propio beneficio, vació las arcas de su país, fomentó el empobrecimiento de tantos, ¿es un inescrupuloso perverso o es sólo el portador, muy a pesar suyo, del gen de la corrupción?
¿No será un gen y no el intento de perpetuarse en su partido lo que le imposibilitó a tantos viejos dirigentes, durante tanto tiempo, dar un paso al costado?
Ese ministro que ante las evidencias en su contra se defiende planteando un ataque del periodismo a su persona, ¿lo hace por cretino o es un componente genético el que determina su reacción?
Hasta ahora fui siempre propenso a condenar la conducta de cada uno de ellos; pero viéndolo de este modo científico, creo que vale la pena ser más indulgente. ¿O será que estoy padeciendo los efectos del gen del perdón fácil e indiscriminado?