La muerte es un proceso natural, inexorable, que extingue de modos diversos la vida. El médico tiene recursos técnicos y científicos para enfrentar ese curso fatal que no siempre transcurre con placidez y tan calladamente como lo concibió Manrique en sus famosas coplas a la muerte de su padre.
No es mucho lo que ha conceptualizado la medicina acerca de la muerte y su pródomo, la agonía. Tal vez influyó en los médicos la convicción íntima, poco verbalizada, que la muerte puede ser considerada una derrota de aquello que constituye el objetivo fundamental de su profesión: proteger la vida y la salud.
La sofisticada aparatología técnica y el descubrimiento de fármacos activos y eficaces, puso en manos de los médicos instrumentos contundentes para prolongar o abreviar la vida de sus pacientes. Se instalaron de esa suerte inquietantes dilemas éticos, que provocaron polémicos debates. Buena parte del núcleo central de la discusión se centra en torno de si la medicina debe asegurar el derecho de los moribundos a morir con dignidad y con una cuota mínima de padecimientos.
Parecen abundar los que consideran que no es ético que los médicos permitan o posibiliten que una persona prolongue su vida cuando sufre abrumantes dolores, incoercibles a todo tratamiento conocido y valorado como tal, o que padezca de trastornos invalidantes que reduzcan sus condiciones de existencia a grados infrahumanos. Reivindican el derecho a disponer de su propia muerte para quienes se sientan despojados de todo aquello que atañe a la dignidad de un ser humano. Con el argumento efectista de respetar la autonomía y la libertad del paciente, preconizan la eutanasia y el suicidio asistido.
Proclaman enfáticamente que el principio bioético de beneficencia autoriza al médico a recurrir a esos medios extremos, cuando el enfermo lo solicita acosado por sus dolores e infortunios. La eutanasia y el suicidio asistido son elevados a la condición de actos de compasión que el médico debe cumplir para no incurrir en maleficencia violentando el principio rector de la medicina: "Primero no dañar".
Quienes así se expresan olvidan que el famoso juramento hipocrático nos impone el compromiso ineludible de no proporcionar a nadie una droga mortal, aun cuando la soliciten, ni dar consejos para acabar con la vida.
La santidad de la vida, proclamada por las religiones judeo-cristianas, es un concepto que desborda los marcos de las creencias, transformada en la sentencia secular "los hombres son sagrados para los hombres". Esta noción hunde sus raíces en la cultura griego-clásica, para la cual disponer de la vida y la muerte no es cosa de los hombres sino de los dioses. Si la muerte en ciertas ocasiones es un don solo reservado a los dioses o al destino, nos queda a los médicos la tarea humanitaria, caritativa, de conducir ese proceso fatal a un desenlace natural, sin dolores físicos, ni trastornos psicológicos, protegiendo siempre la dignidad de la vida.
Los médicos y familiares que tienen a su cargo pacientes que se niegan a seguir viviendo enfrentan un dilema angustiante. ¿Deben o no, aprobar esa dramática solicitud? El mismo interrogante se plantea en los servicios hospitalarios cuando se asiste a un paciente con medios técnicos sofisticados, sin el concurso de los cuales fallecería, sin que exista ninguna posibilidad de recuperación de sus facultades mentales, es decir que sobreviva como persona capaz de regirse por sí misma.
Estas arácter es deben resolverse, o intentar encontrar una solución sin acudir a la justicia, como se hizo en resonantes casos muy bien ilustrados en el libro de Peter Singer "Repensar la vida y la muerte" (1). La espectacularidad con que fueron tratados no se condijo con las conclusiones que nunca asumieron el arácter de una jurisprudencia aceptable para dirimir una problemática que presenta múltiples variables y que debe ser enfocada con criterios amplios que surgen del ethos en que está inserta.