El poder de una palabra | 22 ENE 24

Anidar

Un cuento de Pablo Colacrai que forma parte del libro "Nadie es tan fuerte"
Autor/a: Pablo Colacrai "Nadie es tan fuerte"

A Paula

—Extraño a Mateo —dice ella.

Están en el comedor y el silencio es absoluto. Ni siquiera llegan ruidos de la calle. Ella está sentada en el sillón, recostada casi, mirándose la panza enorme y tensa. Un ventilador de pie le hace ondear los pocos mechones que escapan de la hebilla. Sólo lleva puesto la bombacha y el corpiño. Lógico, piensa él, parado frente a ella, inmóvil, con una botella de agua mineral en una mano y en la otra la bolsa con pinceles y rodillos y pinturas que compró hace un rato en una ferretería, con este calor y esa panza vestirse sería una locura.

—¿Estás bien? —pregunta.

Acaba de llegar. La transpiración le baja, insistente, por la frente y las axilas. Necesita bañarse, ponerse ropa limpia y tirarse en el sillón a ver un partido de fútbol. Cualquiera. Eso es lo que necesita. Pero ahora está alerta. Ella le dijo algo raro y él no quiere dejarlo pasar.

Se queda mirándola. Sintiendo el peso de la bolsa en la mano. Cada segundo es más pesada. Ella no le contesta. Ni siquiera se mueve, como si no lo hubiera escuchado.

—¿Pasó algo? —insiste él.

Ella suspira antes de hablar, como si juntara fuerzas. Las tetas, ya enormes, parecen agrandarse más todavía.

—Eso... que extraño a Mateo —dice, sin mover ningún músculo del cuerpo, como si la voz viniera desde otra parte—. Lo extrañé toda la tarde, no aguanto más.

—¿Qué?

—Sí —dice ella—. Lo extraño.

Él se agacha y apoya la bolsa y la botella en el piso. El aire del ventilador en la camisa mojada de traspiración es una suerte de consuelo. Ahora están a la misma altura y él puede verla mejor. De alguna manera sabe que ella está hablando en serio y sabe, también, que no tiene que decirle que es imposible que extrañe a Mateo, que Mateo está todo el tiempo con ella.

Por eso se queda ahí, en cuclillas, callado, esperando.

—¿Te parece raro? —pregunta ella. Y después, sin darle tiempo a contestar, agrega—: Hoy no se movió en todo el día... y lo extraño.

Él se tranquiliza un poco; sonríe.

—A la mañana se movió —le dice—. Acordate, yo lo sentí antes de irme.

—Sí —dice ella, seca, como ofendida o enojada—, pero ahora no. Hace toda la tarde que estoy acá, esperando, y no hace nada. ¿Por qué no hace nada?

Por un segundo se la imagina como a una nena, quieta y expectante, mirándose la panza durante horas y horas en medio del silencio y del calor aplastante de la tarde y siente ternura y algo de fastidio y de cansancio, también. Últimamente todo es así: confuso, impreciso.

No puede decir eso.

No ahora.

Entonces se sienta en el piso porque ya le están doliendo las piernas y dice que, seguramente, Mateo está durmiendo.

—Sí, ya sé —dice ella—. Eso ya lo sé. Pero no me importa, yo quiero que se mueva... lo extraño.

Él no dice nada. No quiere dar un paso en falso. Está cansado y no deja de transpirar. Toma un trago de agua y después se pasa la botella por la frente, alguna vez se lo vio hacer a alguien en una película. El alivio es demasiado mínimo, demasiado fugaz.

Por la ventana ve que afuera la ciudad sigue ardiendo, insoportablemente blanca, incandescente.

—Hacía un rato que no lo sentía y empecé a extrañarlo.

—Es normal...

—Y pensé que dentro de unos años voy a pasar horas sin verlo; a lo mejor días —dice ella sin sacar la vista de la panza, como un cazador que temiera distraerse y perder la presa—. Y entonces, así, de repente, me di cuenta de que lo extraño, ya lo extraño, lo extraño a futuro, no sé... no sé...

La voz se le rompe y empieza a llorisquear. Tiene las manos apoyadas a los costados del ombligo y casi no las mueve. Sólo los hombros suben y bajan rítmicamente.

Él se arrodilla y le agarra las manos. Son como dos animalitos dormidos.

—Y pensé otra cosa también —dice ella.

—¿Ah sí? —dice él, con un tono más paternal y compasivo del que le hubiera gustado.

—Sí —dice ella. Se suena la nariz con un pañuelo que tenía escondido entre las piernas—. Pensé muchas. Últimamente pienso muchas cosas.

Parece que va a empezar a hablar, pero no. Se queda callada, como si quisiera organizar lo que va a decir. Él, mientras tanto, levanta un poco la vista. Hasta hace unos días la casa parecía una obra en construcción. Ahora ya está casi todo listo. Aunque a simple vista se notan las imperfecciones de las paredes y del techo, él está orgulloso del trabajo que hizo, solo, sin ayuda de nadie. Un poco más allá, en la pieza de Mateo, el roperito a medio pintar parece señalarlo y recordarle que todavía no terminó, que lo está esperando.

Eso le dijo hace un rato al empleado de la ferretería cuando pidió la pintura: es para un ropero viejo que me está esperando. La idea de un ropero que esperara le causó gracia. Estoy arreglando un poco mi casa, agregó. Voy a tener un hijo. El empleado, que no lo había visto nunca y que, probablemente, no volvería a verlo, le sonrió y lo felicitó. Los hijos son lo mejor del mundo, le dijo. Él lo miró sorprendido, no esperaba ese entusiasmo de un hombre así. No podría decir por qué, pero no lo esperaba. Entonces, extrañamente, se sintió cómodo y empezó a contarle cosas que no le había contado a nadie todavía: le habló de las reformas que había hecho en la casa, de las paredes y los techos arreglados, de los pisos pulidos, de las cortinas y los adornos y los muebles. Y de las cosas que le faltaban, por supuesto. Entre ellas, ese bendito ropero que tanto trabajo le daba. Lo estoy restaurando, dijo, va a quedar mejor que nuevo... Anidar, dijo el ferretero, como si hablara solo, mientras hacía las cuentas en una inmensa calculadora, de esas que imprimen tickets borrosos e inentendibles. Él creyó que había escuchado mal, pero no le preguntó nada. Estaba arrepentido de haber hablado con ese hombre. Eso se llama anidar, aclaró el ferretero después, mientras ponía los pinceles, los rodillos y la pintura en una bolsa de nylon. Todos los animales lo hacen. Anidar, repitió él. La idea le gustó y volvió a sentirse bien. Salió a la calle insólitamente alegre. Estaba anidando como los pájaros; eso ennoblecía el trabajo. De repente el cansancio había desaparecido y él se sentía pleno y orgulloso. Y siguió así todo el camino, hasta que, llegando a su casa, en medio de ese calor insoportable y con el peso de las bolsas cortándole la circulación de los dedos, pensó que los pájaros no tenían que trabajar diez horas por días: así era fácil anidar.

 

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