Hace ya veinte días que Mara dejó de hablar. Su lengua ahora lame la película salada que quedó en sus mejillas la brisa marina que sopla en esa playa de Chapadmalal que, al igual que ella, se ha vuelto silenciosa. Es un jueves nublado de fines de marzo. No hay familias visitantes y las locales tampoco bajan, porque el viento invita a estar en casa, con un café o un chocolate. El paisaje no promete un atardecer de colores. Igual Mara no busca postales. Prefiere salvaguardar el silencio y que el sonido del viento sea su canción de cuna.
Llegó caminando desde el barrio de Santa Isabel y evitó bordear la ruta. Eligió las calles de tierra que separaban los terrenos en venta desde hacía años. Los pastizales amarillentos, secos pero altos, estaban en pie más allá del abandono. Mara los miró primero y después reparó en los árboles, que crecían doblados. Pensó que por los fuertes vientos debieron cambiar de forma y esa curva, que podía percibirse como un defecto, era la condición para que siguieran con vida, sin quebrarse. Se acordó de su silencio, lo hermanó con esos troncos ladeados y siguió su marcha.
Unos días antes había sacado los pasajes por la web, sin necesidad de mediar palabra. Tampoco hicieron falta mensajes ni llamadas telefónicas. Solo un mail a su amiga Jéssica, de Mar del Plata, a la que le pedía prestada la casa de campo. “Ya sabés dónde escondo las llaves, vení cuando quieras”, su respuesta.
Era una rústica cabaña de verano, sin calefacción. Nada habitable para los inviernos con humedad y viento de mar. Así como estaba, Mara la creía ideal para sentir al mundo tal cual era, sin necesidad de hacerlo más cómodo. Cuando frotó sus manos al entrar, recordó un fragmento de la novela Moby Dick, que había leído de más joven. Sugería que para disfrutar en verdad del calor corporal, “una pequeña parte de ti debía tener frío, porque no hay cualidad en el mundo que no sea lo que es por contraste”.
Ahora está en la extensa playa próxima a los hoteles. Frente al mar se acuerda de los árboles. Aunque están expuestos, nadie les pide explicaciones. Piensa en que su incapacidad de hablar los hace, en algún punto, libres. Ella, en cambio, debía custodiar su silencio. Por suerte, el celular ayudaba. Con un simple mensaje escrito podía calmar la ansiedad de los suyos. Que había llegado bien; que había encontrado las llaves; que no hacía tanto frio. Mara sabía en carne propia que la ausencia total era quizá la herramienta más eficiente para llamar la atención. De nuevo se acordó de Moby Dick y de los contrastes. Tipear palabras, un pequeño precio para ser inaudible.
¿Para qué hablar si su relato, como consecuencia directa, la iba a llevar a las lágrimas? ¿Si primero debía erguirse para emitir sonido y después quebrarse? ¿Tenía sentido tensar el nudo en el estómago para enunciar algo destinado a la incomprensión, al mote de “exagerado”?
Sabe que su historia puede sonar repetida para los oídos ajenos, porque cada historia se parece, más o menos, a alguna otra. El dolor, en cambio, es intransferible. Y el silencio es un ovillo que alivia.
Sentada sobre la arena, lleva las rodillas al pecho y las abraza. Intenta calmar la molestia en su interior. De chica le habían contado que el amor se sentía en el corazón, a la altura del pecho. Ya de adulta sabe que cuando un amor se va, se asemeja más a una piña en el estómago.
Cierra los ojos y piensa en Marcos, que desde hacía dos meses había dejado de hablarle. No hubo peleas previas, nada que anticipara el final. Su partida abrupta fue como cuando la naturaleza se rebela para devorarlo todo, como un terremoto que destroza hasta al más sólido de los edificios. El silencio de Marcos fue ausencia, de esas ausencias que llaman la atención. El de Mara, en cambio, es discreto, hasta complaciente, sin angustia ni preocupaciones para terceros. Ella nunca buscó que el mutismo elegido fuera un atributo, sino una herramienta para no explicar, para evitar que esa sensación en su estómago se expandiera hasta sus ojos, su garganta y convertirse en un ahogo que poco tenía que ver con el agua.
La época del año es perfecta para estar callada, pero también el lugar. Con la arena que la contiene, piensa en el majestuoso complejo de hoteles que están tan cerca de esa playa, algunos con tejas caídas, otros con vidrios rotos. Edificios grandes que habían surgido de grandes expectativas, tan sólidos como para mantener su estructura, pero no inmunes a la crueldad, al abandono y por consecuencia directa, al silencio.
Las enormes expectativas de una mujer quisieron que el mar fuera para todos, no solo para quienes podían pagarlo. Incluso había pensado en que el Hotel Cinco de la Colonia Chapadmalal fuera exclusivo para los chicos que viajaban con institutrices y así, por un momento, gracias al murmullo de las olas, no escucharan el atronador silencio de la ausencia de sus padres. Ese hotel también fue la sede del Museo Eva Perón, para rememorar el deseo de que los niños “ovillo” no le temieran al movimiento. Y que el bullicio por la alegría formara parte de una postal, también sonora.
Sus deseos se cumplieron, al menos por un tiempo. El Gobierno militar recortó el presupuesto de ese complejo que, tras su cierre, coleccionó años de deterioro. Mucho tiempo después vinieron los intentos por rescatarlo. De a poco, con las reformas que se suman, ciertos ruidos vuelven a instalarse cada verano.
Mara piensa en aquellas estructuras. Con un poco de vergüenza, las compara con el amor. Las diferencias son evidentes, pero los núcleos de las historias se parecen: los silencios que más duelen son los que llegan después de las grandes expectativas.
El tiempo es quizá lo único que diferencia a un silencio de otro. El mismo tiempo que erosiona pero también cura, según la circunstancia. Si el tiempo así lo quiere, volverán las risas al balneario. También a su vida.
Comienza a oscurecer. Mara busca el teléfono en el bolsillo de su campera para chequear la hora. Se da cuenta que se lo olvidó en la casa. Lo que sí tenía era un paquete de cigarrillos y un encendedor que había comprado en el kiosco de la terminal de micros y que nunca sacó del abrigo. Desde hacía años había dejado de fumar, pero un impulso hizo que se los llevara antes de emprender el viaje.
En la playa se levanta un fuerte viento. Los pequeños granos de arena se sienten como insectos que golpetean la cara. Con los ojos entrecerrados, Mara sonríe. Piensa que si llega a encender un cigarrillo sin ayuda y en esas condiciones, puede ser capaz de todo. Ya no hay lugar en su mente para Marcos, ni para los hoteles, ni para su dolor, ni para nada. Sus intenciones se agotan en tratar de mantener la llama. Se lleva el cigarrillo a la boca y frota la piedra del encendedor. Intenta una vez y no puede. Va por una segunda. En la tercera, el fuego se desplaza hasta quemar uno de sus dedos.
¡Ay!, dice de golpe. Es su primera palabra en veinte días. Ríe por la fragilidad de su silencio, o por la fuerza de la naturaleza. Sabe que no será capaz de todo, pero al menos se le fue el dolor de estómago. Guarda el cigarrillo sin encender y se lleva el dedo dolorido a la boca. El cruce de sensaciones le recuerda que todo puede cambiar. Se levanta y emprende la marcha hacia la cabaña en el barrio de Santa Isabel. Allí la espera un chocolate caliente.
Autora:
Celina Abud es periodista de Ciencia y Salud del staff de IntraMed. Como autora de ficción publicó el libro de cuentos Alguien con quien hablar y se prevé para este año la publicación de su primer libro de poesía, La ruta del adiós.